Por Ángel E. Lejarriaga
¿Qué sucedería si mañana, al levantarnos, nos dijeran que ha
llegado el fin de los tiempos? Tenemos asumido que vamos a morir en un momento
u otro. Jugamos con el deseo de que esa hora llegue lo más tarde posible; vana
ilusión porque casi siempre el camino que nos separa del fin de la vida es mil
veces peor que la misma muerte. Aún así, nuestro pensamiento mágico nos
transporta por sendas de esperanza que nos permiten soportar, con un cierto
decoro, un día más, un año más, una década más, para alcanzar idéntico destino.
¿Qué pasaría si conociéramos la fecha en que vamos a morir?
Por que sí, sin ninguna justificación racional, sin ninguna ley que nos condene.
¿Cómo nos sentiríamos si supiéramos que nuestros seres
queridos nos van a acompañar en ese instante; que nadie va a escapar a ese
holocausto en el que no hay ni víctimas ni verdugos?
El puente de plata
hace esta reflexión desde los ojos de un varón mediocre, Ramón. Un trabajador,
que se auto define de izquierdas, que lo único en lo que ha colaborado para
cambiar el mundo es en pensar en lo fútil que resulta cualquier acción contra
el orden injusto de las cosas. Ramón se despide de la vida con rabia, con odio
a todo lo que existe, con asco hacia sí mismo. No hace un cuestionamiento sobre
el hecho mismo de la muerte —poco más que un trámite necesario— sino sobre la
vida, sobre las diferentes vidas que se pueden desarrollar en el universo en el
que hemos nacido.
Los compañeros de viaje de Ramón, familia incluida, desfilan
ante él bajo su observación casi obscena, siempre protegido por una distancia
necia, tan vacía como la existencia que ha llevado.
No hay marcha atrás, cualquier arrepentimiento es inútil; el
amor para él es innecesario, aunque cumpliera su papel en un pasado remoto. Toda
resistencia ante lo inevitable es un ejercicio infantil que no va a evitar ni a
retrasar la cita con la muerte.
En el contexto posible en que se desarrolla la novela lo
mejor y lo peor de la naturaleza humana se manifiesta con lágrimas y risas
descompuestas. Los contrastes extremos son la forma axiomática de dibujar, en
pocas escenas, la compleja idiosincrasia de nuestra especie, que quizá debiera
extinguirse para mayor gloria del planeta Tierra.