Páginas

28 jul 2025

¡Matadnos, por favor!



Por Ángel E. Lejarriaga


Trabajamos —de una manera o de otra— desde temprana edad, es un hecho innegable para la mayoría de la humanidad. Nos formamos laboralmente, porque así lo exigen los usos y costumbres de nuestro tiempo. Nos educan —familia, colegio, iglesia, Estado, ejército— para ser productoras y dóciles y obedientes ciudadanas; tardíamente descubrimos que no tenemos nada ganado de antemano por haber nacido sin que nadie nos consultara, salvo un inapelable sufrimiento derivado de las relaciones de dominación a que somos sometidas.

Nos vemos obligadas a aprender rápido a ganarnos la vida, porque no se nos va a regalar nada, sobre todo si asumimos el hecho de que no haber nacido en un entorno adinerado supone una condena perpetua a trabajos forzados. Aprendemos sobre la marcha a vendernos al mejor postor en el mercado laboral; somos pura y simple mercancía.

Durante este proceso, necesariamente, tenemos que cobijarnos bajo un techo, alimentarnos, vestirnos, curarnos de nuestros males naturales o no, educar a nuestra progenie si la hubiere, y consumir lo que no necesitamos, porque ese es el tótem de nuestros días para sentirnos bien y dotarnos de sentido existencial.

En este deambular presuroso, alienante y vertiginoso, van pasando los años y —si tenemos “suerte” y la salud nos ha acompañado— llegamos a la “tercera edad”, 65 años o más. En ese punto crucial somos plenamente conscientes de que después de tanto esfuerzo, sacrificio y dolor acumulado, poseemos muy pocos bienes materiales a los que aferrarnos: tal vez un modesto techo, un coche viejo, electrodomésticos antiguos a punto de estropearse, algunos achaques y la certera sensación de que la sociedad nos abandona en la última etapa de nuestra vida, después de haber estado "produciendo" gran parte de ella.

Da un poco de grima hablar de “suerte” por lograr traspasar la barrera de los 65 años, porque la etapa que nos espera a continuación puede ser aún peor, un calvario que sólo concluye con la muerte. La sanidad no nos rechaza del todo pero nos aturde con su burocracia, por momentos incomprensible, minimiza nuestros males y menosprecia el dolor que arrastramos, sobre todo psicológico, debido a una sensación de indefensión provocada por el simple hecho de ser hombres y mujeres viejas.

Desde el momento en que nos jubilamos parece que necesitamos gastar menos porque nuestras pagas se reducen de manera significativa, se nos ningunean servicios que nos serían imprescindibles —gafas, audífonos, prótesis, medicamentos, fisioterapia—, se desoyen, en general, nuestras quejas y necesidades. Lo cierto es que los precios de los productos de primera necesidad son iguales o más altos que antes de nuestra jubilación; sin embargo, nuestros ingresos son menores, no deja de ser asombroso. Como ha demostrado la indiferencia de gran parte de la casta política, de la casta sanitaria, por supuesto de la casta judicial y gran parte de la ciudadanía autocomplaciente —ante las miles de muertes de ancianos, hombres y mujeres, en las residencias durante la pandemia—, las personas mayores somos sacrificables, prescindibles, olvidables, y en última instancia invisibles.

Si el Estado —ese omnipotente engendro todo poderoso salva patrias— fuera coherente y piadoso, nos daría a las mayores la posibilidad de suicidarnos cuanto antes, nos ayudaría a disfrutar de una muerte digna ya que no hemos podido tener una vida digna, antes de que nos volvamos dependientes. Todo serían parabienes para los poderes públicos, para las instituciones del Estado, cuadrarían las cuentas, el gasto social disminuiría de manera significativa: se ahorrarían nuestras pagas, los gastos sanitarios, la subvención de los servicios miserables que nos conceden. Si se piensa fríamente, somos más rentables muertos que vivos. Además, para las generaciones más jóvenes no existimos, no tenemos nada que aportar, el conocimiento que hemos acumulado a lo largo de muchos años de existencia, no sirve; si necesitan saber algo se lo preguntan a la Wikipedia, a Google o a ChatGPT; las viejas somos personas trasnochadas, caducas, quejosas, molestas, conservadoras, y encima, en una inmensa mayoría en el umbral de la pobreza. No me olvido de citar a las familias que se sentirían aliviadas pues no tendrían que sacrificarse en cuidarnos.

En fin, o producimos o morimos, ya no somos provechosas, al contrario, somos material prescindible. En consecuencia, ya que estamos en un época en la que los poderes fácticos —derecha política, mundo empresarial, banca, iglesia, ejército, policía, judicatura, funcionariado obediente— se han quitado la máscara humanitaria y dejan ver su verdadera faz autoritaria, filo fascista, filo nazi, racista y genocida; es decir, se muestran como siempre han sido, así las cosas, les rogamos que actúen, que sean consecuentes, que sean generosos con nosotras, que se apiaden de nuestro malestar y nos maten sin contemplaciones. La sociedad del consumo, del turismo y de la huida hacia adelante —¡sálvese el que pueda!—, quedará satisfecha con nuestra decisión, nadie tendrá que invertir ni tiempo ni dinero en escucharnos, ni en cuidarnos, ni en soportarnos. Ser una persona pobre es un delito; ser una persona vieja y pobre una fatalidad. Se me olvidaba, podemos añadir más desgracias a la serie: ser mujer, vieja y pobre es una catástrofe. Que cada lectora vaya añadiendo calificativos desastrosos, por ejemplo: ser mujer, racializada, lesbiana, vieja, pobre…


No hay comentarios:

Publicar un comentario