11 ene 2019

Primera memoria


Por Ángel E. Lejarriaga



La catalana nacida en Barcelona, Ana María Matute (1925-2014), es una de las escritoras más importantes del siglo XX en nuestro país. No solo fue una gran cuentista y novelista, sino que además ocupó un puesto en la Real Academia Española de la Lengua desde 1996. Se la suele citar como referente de la literatura infantil y juvenil de nuestras letras. En el año 2010, cuatro años antes de su muerte, recibió el Premio Cervantes.

Pero vayamos por partes porque la historia de esta escritora es muy moderna en el sentido de que no corresponde al tiempo que le tocó vivir y menos en España.

Sus orígenes fueron acomodados, el padre poseía una fábrica de paraguas de nombre Matute S.A. que si bien no les hacía excesivamente ricos sí les permitía vivir holgadamente. La familia era religiosa y de ideología conservadora.

A edad temprana, los cuatro años, padeció una enfermedad grave por lo que la familia la trasladó a vivir con sus abuelos a un pueblo de la Rioja, situado en la montaña, para recuperarse. En 1961 publicó un libro en el que describía a la gente con la que se relacionó en su experiencia serrana, Artámila. Ana María Matute dijo que el paso por Mansilla de la Sierra le dejó una huella imborrable.

Recuperada de su enfermedad, la trasladaron a Madrid, ciudad en la que residió mucho tiempo y que, sin embargo, no aparece en sus novelas. En la capital realizó los estudios corrientes en su época para una joven de buena familia, primero bachillerato, después Pintura y Música, aunque lo que realmente le interesaba era la Literatura; nada más aprender a escribir comenzó a redactar cuentos, en un primer momento elementales para irse decantando por narraciones más complejas.

Su precocidad fue tan significativa que a los diecisiete años escribió la que fue su primera novela, Pequeño teatro (1943), que sería editada en 1954 con un éxito fulgurante pues obtuvo ni más ni menos que el Premio Planeta; habían pasado once años. Pero este suceso ya estaba anunciado de alguna manera pues con su novela Los Abel fue finalista en el Premio Nadal en 1947, con veintidós años. Seis años después, en 1952, obtuvo el Premio Gijón, por otra novela, Fiesta al Noroeste. En 1958 publicaría Los hijos muertos, novela con la que recibiría el Premio de la Crítica y el Nacional de Literatura. Así dicho, esta acumulación de galardones puede parecer algo corriente dentro del curso de la carrera de una gran escritora, pero la peculiaridad de esta suma de grandes laureles es que Ana María Matute los recibió antes de los treinta y cinco años. Me atrevería a decir que es toda una proeza. Y me quedo corto porque he olvidado citar que en 1959 recibió también el Premio Nadal por Primera memoria, obra de la que hablaré más adelante. A la que seguirían Los soldados lloran de noche (1964) y La trampa (1969). Entre 1948 y 2014 (obra póstuma) publicó quince novelas y treinta y un libros de relatos cortos. Recibiendo por todo ello un total de veinte premios o reconocimientos literarios.

En 1952 contrajo matrimonio con el escritor Ramón Eugenio de Goicoechea, un personaje que amargaría la vida a la autora, del que se le conocen dos libros editados: Dinero para morir y Memorias, que no le llevaron a la fama. Sí se hizo célebre por ser el marido de Ana María Matute y la mala vida que a esta le dio. En 1954 nació Juan Pablo, su querido hijo, cuya imagen y presencia inspiró gran parte de su literatura infantil. En el año 1963 logró librarse de Goicoechea aunque fue castigada, según las leyes vigentes entonces, con la prohibición de ver a su hijo. Es obvio suponer que una persona tan sensible como Ana María Matute iba a pagar un elevado precio tanto por su matrimonio fallido como por su traumática separación; así fue. La depresión la estuvo rondando durante años. Era difícil afrontar esas vivencias sin una esperanza cierta de resolución. De hecho, estos sentimientos se reflejan en muchos de los personajes que pueblan sus novelas en forma de seres desamparados, bien por falta de recursos, bien porque son huérfanos, o porque no son queridos directamente. Matute no ocultaba su malestar emocional ni el sufrimiento intenso que ello le había provocado aunque tampoco contó demasiado sobre el origen de todo ese dolor enquistado que parecía no tener fin. No existen unas memorias escritas o dictadas por la autora que puedan explicar o matizar todo ese viaje a los infiernos. Por las referencias que he encontrado, sin entrar en su infancia que resulta más impenetrable ―por ejemplo el alejamiento de la familia debido a su enfermedad cuando era muy pequeña―, su matrimonio con el atractivo Goicoechea supuso un duro golpe. Es cierto que él era un personaje magnético, con mucho carisma, pero eso no compensaba su comportamiento «acanallado», calificativo que utilizó una periodista para describirle, siempre dispuesto a vivir su vida, sin trabajar y pidiendo dinero para sus dislates libertinos a toda aquella persona que se ponía a su alcance. Cuando Ana María Matute se casó con él estaba enamorada, muy enamorada; ignorando la opinión de sus padres que eran contrarios al matrimonio. Sin embargo ella se rebeló contra ellos y contra todos los opositores al enlace. Su suerte estaba echada. El espejismo romántico duró poco. Con Goicoechea poco podía contar a nivel económico, tenían un hijo que sacar adelante y eso suponía una nueva zozobra para ella. A pesar de todo, Matute aguantó más allá del deber. Así hasta que, según contó Anna Caballé en el diario ABC: «Cuando en julio de 1962, 10 años después de casarse, la pareja alquila un apartamento en Porto Pi (Mallorca) y una mañana Ana María Matute descubre que su marido acaba de vender la máquina de escribir con la que ella se gana la vida como cuentista, decide poner fin a la relación. Ramón Eugenio, furioso, se lleva a su hijo Juan Pablo de vuelta a Barcelona y la escritora, desarbolada, es acogida por el matrimonio Cela en su casa. Allí se rehace un poco, traba amistad con José Manuel Caballero Bonald, mientras piensa en cómo recuperar la custodia de su hijo. Estuvo entre dos y tres años viéndole de caridad algunos sábados porque su suegra se lo permitía. Por supuesto, a escondidas de él, de Goicoechea».

Esta situación se mantuvo hasta que logró recobrar al niño y llevárselo a EE.UU. lejos de las amenazas que suponía la existencia de Goicoechea.

No se sabe con precisión dónde conoció al que sería su segundo gran amor ―con mejor fortuna, por cierto―, Julio Brocard, tal vez en Palma de Mallorca. Con este buen compañero de viaje vivió treinta años. Primero se instalaron en EEUU luego en Sitges. Aunque tras el trauma vivido con su separación en un primer momento se despreocupó de la literatura, sería en Sitges donde la recuperaría con fuerza. Mas no solo volvió a escribir con ganas sino que emprendió otras actividades creativas, trabajando la madera, entre otras cosas: hizo juguetes, joyas, cajas de madera, casas en miniatura y todo aquello que se le ocurría. Por fin Goicoechea quedaba atrás y su vida florecía con nuevas expectativas.

No me olvido de decir que en 1976 se la propuso para el Premio Nobel de Literatura. Ana María Matute tuvo un gran reconocimiento Internacional, no solo por ser valorada como aspirante al Nobel, fue también miembro honorario de la Sociedad Hispánica de América y de la American Association Teachers o Spanish and Portuguese. Sus libros han sido traducidos a veintitrés idiomas. Estuvo trabajando de lectora en universidades norteamericanas y europeas, y dio abundantes conferencias en las mismas. La Universidad de Boston posee una buena colección de manuscritos y documentos de Ana María Matute que pueden ser consultados públicamente para la investigación.

Para irnos acercando a Primera memoria (1959), diré que Matute era una niña cuando comenzó la Guerra Civil Española. Es una obviedad contrastada y reconocida que aquellas vivencias determinaron el contenido de sus obras, sobre todo las de los primeros años. No solo se constata la sensación de una «infancia robada» por la guerra sino también por lo que vendría después, un universo de horror, oscurantismo, pobreza y desesperanza.

Ella se definió a sí misma como miembro de una generación de «jóvenes asombrados». Se refería a todos aquellos escritores, hombres y mujeres, que habían vivido su infancia y adolescencia durante la guerra, y reflejaron sus recuerdos y fantasías en los textos que irían gestando con posterioridad.

Por todo lo dicho, la autora asienta sus novelas en tres pilares que considera fundamentales: la vida política, las relaciones sociales y los aspectos éticos y morales que determinan dichas relaciones. Su forma de escribir, con estos elementos, es realista, describe lo que ve aunque lo hace con amor, de una manera lírica; si puede, destaca la belleza, incluso en el momento más dramático. Unas veces es un rayo de luz, otras una minúscula flor la que proporciona color a la escena; ella siempre sabe encontrar un destello de intensidad entre las sombras acechantes. A pesar de ese lirismo su obra no es optimista, desconoce qué va a suceder en el futuro pero espera poco de él. La irracionalidad imperante, la mendacidad y la maldad que la rodean la desmoraliza, y eso se ve claramente en sus textos.

Se ha afirmado por los estudiosos de su obra que lo mejor de la misma es la trilogía Los Mercaderes: compuesta por tres novelas, Primera memoria (1959), Los soldados lloran de noche (1964) y La trampa (1969).

Primera memoria es una novela caracterizada por todo lo dicho con anterioridad, son recuerdos de adolescencia de un mundo atroz en el que la sombra de la guerra rodea las vidas de los protagonistas con diferentes consecuencias. El punto de vista es ingenuo y temeroso de lo que está por venir; se cuenta mucho y no se cuenta nada sobre lo que está desangrando el país. Las voces circundantes guardan silencio o susurran. Los niños callan porque poco o nada saben, salvo las ausencias de padres o familiares, combatientes o no.

A esta novela se la llega a considerar en cierta medida autobiográfica. Las descripciones se aproximan a la prosa poética, a pesar del hedor y lo lóbrego de los escenarios. Julio Cortázar mencionó en alguna ocasión que este libro era uno de sus predilectos.

La historia transcurre durante el verano de 1936, en el inicio de la guerra, Matia es una adolescente que vive con su abuela en una isla, no se cita cuál. Los ecos bélicos no la alcanzan pero sí están presentes. Ella se propone en todo momento vivir al día, dejarse llevar por los juegos de su edad y pequeñas rebeliones que justifican su próximo paso a la edad adulta, y su reafirmación como persona independiente. Aunque en realidad no quiere dar ese salto. El universo de los mayores le da miedo, presiente, en contra del impulso que le lleva a indagar en él, que lo que se va a encontrar puede resultar decepcionante. Por ello vagabundea inmersa en vaguedades, verdades a medias, en el deseo de un cariño que no recibe. Muchas cosas, a pesar de la lejanía, están pasando en la isla, ella las mira entre visillos, pero están ahí, hay asesinatos, venganzas, odios. El dolor y la belleza del paisaje se entremezclan como en un parto. El amor y la sexualidad están desdibujados, no se manifiestan en todo su esplendor, pero del mismo modo están presentes, sin lugar a duda. Matia, Borja, Manuel, Jorge, son personajes que flotan sobre un mar de maldades, de frustración, de paraísos perdidos que nunca podrán recuperar.



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