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8 mar 2023

Los desposeídos siempre están en venta



SE VENDE UN HOMBRE (1973)
Ángel María de Lera




Ángel E. Lejarriaga



Esta novela recibió el Premio Ateneo de Sevilla el mismo año de su publicación, 1973. Es una obra de madurez de Ángel María de Lera (1912-1984) escrita a once años de su muerte. En ella, como si se tratara de una pecera, coloca a sus personajes, los arroja indefensos y confusos para que se desenvuelvan en un entorno hostil, siempre actores de un destino incierto dentro de los márgenes que la pecera tiene, que son escasos porque no pueden trascender a la misma.

La historia se inicia en la Guerra Civil Española, el protagonista, Enrique, es testigo de la ejecución de su padre a manos de militares golpistas. Se le asesina por ser maestro de escuela, una acusación terrible en aquellos tiempos, entre otras cosas porque la mayoría defendía la República. Con este crimen la vida de madre e hijo sufre un giro radical, no solo por la muerte de su ser querido sino también por el asfixiante clima que les rodea. Por ello se refugian en Madrid. 

A pesar de sus antecedentes familiares logran pasar inadvertidos, teniendo siempre presente que forman parte de ese inmenso grupo social que formaban los que habían perdido la guerra. Su planteamiento de vida era sencillo: sobrevivir. Para lograrlo Enrique tendrá que venderse al mejor postor, renunciando a sus principios, aquellos no eran tiempos de justicia sino de pasar inadvertidos ante la mirada inquisitiva de los verdugos.

La narración comienza en una barbería, Enrique tiene cuarenta años y le están afeitando. En ese instante su memoria se abre y recuerda cómo ha sido su vida desde sus inicios en su pueblo. Una y otra vez se pregunta por qué tuvo que venderse una y otra vez, se responde que lo hizo para mantenerse de pie, para digerir la existencia como un corcho a la deriva. Él tiene un código moral fundamentado en una ética en la que diferencia entre el bien y el mal. Pero, ¿realmente ha tenido opciones?, ¿ha podido elegir? Careció de educación, apenas recibió un baño cultural básico. Tuvo pocas salidas.

En un momento dado de la novela, el propio autor entra en escena y se encuentra con su personaje cara a cara. Uno asume el rol de escritor el otro el de un hombre en busca de un sentido para su pasado, para su presente y para su futuro. En este contexto imposible ambas voces reflexionan sobre si realmente los seres humanos vivimos la existencia que deseamos. ¿Qué es vivir?, se preguntan. ¿Es cumplir un plan preestablecido o asumir la libertad con todas sus consecuencias? ¿Podemos construir nuestro presente y nuestro futuro, pasando por encima de las convenciones y las exigencias sociales?
«¿Qué victoria es esa que no permite al hombre disponer de sí mismo para nada que no esté previamente programado por fuerzas extrañas a él? Hay que correr más y más, subir más y más peldaños, sin detenerse, casi sin respirar, por miedo a ser arrollado y superado, marginado y olvidado. ¿Vale la pena?»
Todas estas preguntas tienen mucho que ver con una postura del autor ante la vida existencialista. Parece gritarnos que somos arrojados al mundo sin pudor ni consuelo. Nos explican que la vida tiene sentido e intentamos cumplir con el plan que nos han dispuesto, pero de pronto descubrimos que lo que nos han prometido no se cumple; nos enfrentamos entonces al sinsentido de la existencia. ¿Qué hacer entonces? Camus respondería a estas cuestiones diciendo que la única alternativa que tenemos ante el absurdo es el suicidio o la rebelión. Según él, el sentido lo construimos nosotros mismos a diario, con nuestra narrativa, con nuestras conductas transformadoras. Lo importante es que una vez situados ante la crisis existencial, es decir, en el absurdo, podamos cortar el nudo que nos ata a este y empecemos una nueva andadura, siempre marchando en una única dirección: la conquista de la libertad, no como abstracción sino como hecho.


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25 ene 2023

Sin tierra que pisar

LA NOCHE SIN RIBERAS
Ángel María de Lera (1976)



Por Ángel E. Lejarriaga



Ángel María de Lera (Baides, 1912 - Madrid, 1984). Esta novela forma parte de la tetralogía, de carácter autobiográfico, compuesta por: “Las últimas banderas” (1967), “Los que perdimos” (1974), “La noche sin riberas” (1976) y Oscuro amanecer (1977). Los personajes son los mismos que en “Los que perdimos”; es decir, los supervivientes.

Si en la anterior obra el autor narraba las continuas persecuciones y purgas que se produjeron a partir de abril de 1939 concluida la Guerra Civil, los interrogatorios y maltratos a los que eran sometidos los detenidos, los juicios militares sumarísimos y finalmente las sentencias, muchas a pena de muerte, con un poco de suerte a treinta años de prisión; en esta novela, publicada dos años después, los protagonistas que han sobrevivido al pelotón de fusilamiento, se encuentran con el hecho aterrador de tener que soportar largas condenas a prisión en condiciones infrahumanas. No solo tienen que luchar con la agonía del internamiento, sino con una vida cotidiana de enclaustramiento dominada por la falta de higiene, el hambre, el hacinamiento, las muertes continuas de compañeros —unas veces por enfermedad, otras por desnutrición y las más por ambas circunstancias—, las torturas continuas de los carceleros —auténticos sádicos—, el aburrimiento, el aislamiento de cualquier tipo de contacto afectivo con sus familias y, sobre todo, las esperanzas fallidas, pasadas y presentes.

Hay que apuntar que los “vencidos” cuando lucharon en la guerra civil solo defendieron a unas instituciones republicanas que habían sido elegidas por el pueblo, no se rebelaron contra nadie, como dijeron los vencedores. Su delito fue no resignarse al golpe militar de 1936, y soñar con una sociedad moderna que como mínimo alcanzara el nivel de desarrollo que nuestros países vecinos. Es cierto que algunos de los derrotados perseguían horizontes más ambiciones: la revolución social; pero tanto unos como otros pretendían construir una sociedad en la que imperara la justicia social, la cultura y el progreso.

¡Pobres de los vencidos! Se les encerró en prisiones infectas que no estaban preparadas para el volumen de seres humanos internados. Carecían de espacio suficiente hasta para poder dormir acostados, sin camas, sin ropa de abrigo. La vestimenta se la tenían que lavar los familiares si es que les visitaban. Los piojos eran sus perennes acompañantes, y exterminarlos un pasatiempo. El agua estaba racionada, apenas tenían para beber. Qué decir de los alimentos que les daban. El hambre que asolaba el país era la dueña y señora de la cárcel. Todos los días veían cómo buenos compañeros morían a manos de esta implacable enemiga. A pesar de ello, formaron grupos de afinidad, separados por ideologías políticas y simpatías, y construyeron su propia red de información, sobre todo en lo que se refería a las noticias procedentes del exterior.

Así se enteraron de la invasión de Polonia por los nazis, de la claudicación de ingleses y franceses ante las exigencias territoriales de Hitler, de la declaración de guerra de estos países a Alemania. Tenían poca fe en Inglaterra y Francia, sabían lo que podían esperar de estas naciones, como habían demostrado durante la Guerra Civil. Todas sus esperanzas estaban puestas en el resultado de la Segunda Guerra Mundial. Franco era aliado de Hitler y Mussolini, por lógica los amigos de estos tenían necesariamente que convertirse en enemigos de las fuerzas aliadas que luchaban contra ellos. Esta era su ilusión, y la soñaron como al aire que les faltaba en las asfixiantes noches de verano que padecían en su lóbrego internamiento. La única posibilidad de abandonar su encierro era una victoria aliada y la defenestración del dictador español. Mientras tanto, hacían lo que podían para no ceder al impulso de dejarse morir de hambre, tirarse por el hueco de una escalera o cortarse las venas. Su futuro era incierto, su presente atroz. Su juventud se desangraba en un mar profundo y oscuro; flotaban a la deriva sin tierra en el horizonte.

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8 sept 2022

Testimonio del miedo

LOS QUE PERDIMOS
Ángel María de Lera


Por Ángel E. Lejarriaga



Ángel María de Lera García nació en 1912 en un pueblecito de la provincia de Guadalajara llamado Baides y murió en Madrid en 1984. Su trayectoria durante la mitad de su vida fue ciertamente literaria. Empezó bien su entrada en el mundo pues su madre era hija de un juez de instrucción y su padre médico rural, lo que significaba gozar de una vida, cuando menos , cómoda. Debido al trabajo del padre la familia vivió en diversas localidades de Ciudad Real, y en 1920, cuando contaba ocho años, se fue a vivir a Álava.

Con doce años ingresó en el Seminario de Vitoria, donde estudió Humanidades primero y luego Teología y Filosofía. Cuando su proyección vital parecía escrita, algo sucedió en su interior, más bien se conmovió y “perdió la fe”; siempre coherente con sus principios éticos, abandonó el seminario, tenía entonces diecisiete años. Este despertar a la existencia laica fue parejo con su despertar literario, en un primer momento poético, llegando a escribir una obra teatral nada menos que en verso.

Debido a la muerte prematura de su padre en 1927, acaecida como consecuencia de una epidemia de gripe, a su madre se le concedió una administración de Loterías en La Línea de la Concepción, en la provincia de Cádiz. Allí se marchó toda la familia. En ese contexto, hasta el levantamiento militar de 1936, Ángel María de Lera estudió primero el bachillerato y luego Derecho en la Universidad de Granada. El contacto con esta ciudad, en contraste con la vida apartada que había llevado hasta esas fechas, hizo que descubriera una realidad social diferente, que le llevó a afiliarse a las Juventudes Republicanas. Esta etapa, se podría decir, fue de formación política, leía mucho y sobre todo profundizó en el anarquismo y el marxismo. Ya en 1932 escribía en el periódico La Tierra, bajo el pseudónimo de Ángel de Samaniego, también en la revista Estudios.

A pesar de su corta edad, esos primeros años treinta, aparte de ser un periodo de formación, lo fue también de posicionamiento político ante la situación histórica que vivía el país. Se autodefinió como anarcosindicalista y tras conocer a Ángel Pestaña pasó a formar parte de las filas del Partido Sindicalista (PS ) fundado por el primero, asumiendo una militancia activa dirigida a extender el partido en Andalucía. Con veinticuatro años fue elegido candidato para las elecciones de febrero de 1936 por el PS, propuesta que desestimará para cederle el puesto a Ángel Pestaña.

El golpe de Estado faccioso de julio hizo, como a cientos de miles de personas en España, que su vida cambiara de manera radical, y se convirtiera en frenética. Tras la sublevación escapó a Gibraltar y de allí se viajó a Málaga, provincia sitiada por los rebeldes, donde se incorporó a una unidad militar que fue trasladada a Cartagena. En septiembre de 1936 llegó a Madrid y se alistó en el regimiento Pestaña, siendo nombrado teniente. Al mismo tiempo, comenzó a escribir en el periódico del PS, El Sindicalista, formando parte de la dirección del partido. En octubre Largo Caballero le nombró Comisario de Guerra, su misión fue aleccionar a las fuerzas republicanas que resistían el cerco implacable de las tropas golpistas. Si bien no le gustó la propuesta, la aceptó, y fue destinado al frente situado en Torrejón de Velasco, donde, por primera vez entró en combate. La ofensiva rebelde hizo retroceder las líneas republicanas y de Lera se instaló en Parla para continuar con su trabajo, en poco tiempo tuvo que marcharse a un Madrid sitiado, con el general Varela posicionado en la Ciudad Universitaria. Tras un periplo por Gijón y Valencia, ya en 1937, entró a formar parte del 549 Batallón de la 138 Brigada Mixta del IV Cuerpo del Ejército Popular Republicano, cuyo jefe militar era el anarquista Cipriano Mera. Después de varias peripecias bélicas de las que salió indemne, mientras se encontraba de permiso en Madrid, vivió muy de cera el golpe de Estado de Segismundo Casado, jefe del ejército del Centro. Si bien no estuvo implicado en el mismo, fue detenido y encarcelado brevemente; para entonces ya había alcanzado el grado militar de comandante.


La guerra civil estaba dando sus últimos coletazos y de Lera entraba en un túnel siniestro que duró hasta el año 1944. En 1939 fue detenido por las tropas rebeldes al entrar en Madrid, encarcelado, juzgado en Consejo de Guerra, y condenado a muerte, pena que fue conmutada por la de treinta años de prisión. Desde ese momento recorrió diversas cárceles hasta que se le concedió la libertad provisional. Al salir libre, encontró trabajo en una obra en Madrid pero enseguida fue detenido de nuevo y se le condenó a veintiún años de cárcel. Por suerte recibió un indulto en 1947. Durante su encarcelamiento no dejó de escribir, aunque estas obras no trascendieran.

Una vez recuperada la libertad se encontró con la difícil tarea de “ganarse la vida”, en este aspecto no le hizo ascos a ningún empleo entre ellos de comercial o de escritor de fascículos de contabilidad. Su primer trabajo, que le proporcionó cierto sosiego económico, fue de contable en una licorería situada en Villaverde, Madrid. Ni que decir tiene que siguió escribiendo de manera incansable, por ejemplo, una comedia, “¡Sensacional!”, y otra del mismo estilo “Luna de vacaciones”, que nunca vieron la luz pública.


En 1957 se publicó “Los olvidados” su primera novela. La obra trata sobre la vida de los emigrantes andaluces en las chabolas que rodeaban Madrid. De Lera tuvo contacto directo con el ambiente obrero, en Villaverde, interactuó con ellos, e incluso les ayudó cuando fue menester. En esa época también escribió “La Juerga” que no llegó a editarse debido a la censura.

Una característica de la obra de Ángel María de Lera es su afán por dejar testimonio de lo que ha vivido y vive en su tiempo presente. No es agradable lo que ven sus ojos, pero él, por encima de todo, intenta transmitir su experiencia. Como anécdota, escribe una novela, “Los clarines del miedo” (1958), sobre el mundo taurino, que fue llevada al cine con cierto éxito. A él no le interesaban los “toros” pero sí el submundo, los padecimientos, las vicisitudes que se ocultaban debajo del glamur de la “fiesta”. En esta línea descriptiva, se podría definir su trabajo literario como de realismo social, históricamente centrado en la posguerra española y la “transición”.

La popularidad le llegó a través de una serie de novelas, directamente relacionadas con su vida, sobre los derrotados en la guerra civil: “Las últimas banderas” (1967), “Los que perdimos” (1974), “La noche sin riberas” (1976) y Oscuro amanecer (1977).

Independientemente de toda esta obra de ficción autobiográfica, colaboró en diversos medios periodísticos, de cuyos artículos se hicieron algunas recopilaciones, como “Con la maleta al hombro” (1965). Su avidez por la escritura le llevó a escribir también biografías, guiones, radio y ensayo.

A lo largo de su vida como escritor recibió varios galardones de relevancia: el Premio Pérez Galdós de la Casa de Colón de las Palmas de Gran Canaria, el Álvarez Quintero de la Real Academia Española, el Fastenrath de la Real Academia, el del Ateneo de Sevilla y el Planeta.

“Los que perdimos” (1974), como ya se ha mencionado, cuenta su experiencia personal tras la derrota republicana, y el paseo triunfal de Franco desde Burgos hasta la capital del país. Es una historia de represión, la que aplicó el nuevo Régimen con mano de hierro. En ella explica muy bien cómo eran los interrogatorios, las detenciones, casi siempre generadas por arrepentidos, delatores o, simplemente, por personas que querían hacer méritos ante los vencedores para salvar el pellejo. La vida dentro de la cárcel, una reclusión en condiciones infrahumanas; la actitud de la mayoría de los funcionarios, despiadada, por momentos sádica. Los detenidos primero eran torturados para que firmaran declaraciones verdaderas o falsas, en cualquiera de los casos útiles para que tribunales sin ningún tipo de garantía dictaran sentencia de pena capital. También se pasean por el truculento escenario falangistas de pro, unos vividores y oportunistas y otros incluso idealistas que aguardaban su “revolución pendiente” nacional sindicalista. No se olvida de Lera de hacer presente a las familias que buscaban venganza por sus muertos; tampoco de las otras, esas que tenían esperanza de que sus seres queridos sobrevivieran a la vorágine represiva. Destaca desde el principio de la narración el papel de los “bulos”, siempre infundados, que transmitían ánimos y a la vez eran generadores de grandes frustraciones: la amnistía que nunca llegó; que Alemania y Rusia se enfrentarán bélicamente y se produjo el pacto entre Hitler y Stalin; la guerra en Europa que sí llegó; la victoria aliada que también se produjo, si bien esto último ya no aparece en la obra.

Hay más cosas que contar, la novela posee muchos matices que enriquecen psicológicamente la narración, tanto por el análisis que el autor realiza de los personajes principales, como del conjunto de actores que pululan a su alrededor. En algún momento, sobre todo en los dos primeros meses que siguieron al fin de la guerra, los propios presos, algunos, llegaron a pesar y a afirmar que los condenados a muerte lo eran porque “algo habían hecho”. No podían ni imaginarse lo que iba a suceder en un breve espacio de tiempo: las interminables sacas nocturnas; el miedo intenso a que llegara la noche y apareciera en la galería el jefe de servicios o su sustituto con una lista y comenzara a llamar a presos para que cogieran su manta y salieran al pasillo, esa misma madrugada tenían una cita con las tapias del cementerio del Este donde eran fusilados.

También habla Lera de la busca de avales que presentar ante los tribunales para intentar conseguir un indulto de la pena capital (esto lo hacían las familias). Hace referencias al Partido Sindicalista y al mundo libertario, a la CNT, a unas ideas revolucionaras que pretendían hacer entrar a España en la modernidad, algo que todavía hoy no se ha conseguido. Hay que mencionar que el autor hace de alguna manera un examen de conciencia y pone en boca de ciertos personajes, por un lado una reafirmación a los ideales que les llevaron a resistir durante tres años al fascismo, a pesar de tenerlo todo en contra; pero también, por otro, expresa una duda que flota en el ambiente sobre si había merecido la pena tanta sangre derramada, más la que quedaba por derramar. Se atisba un cierto deseo de normalización de la vida cotidiana española, de aproximación entre vencedores y vencidos.

Para finalizar, hay que citar la mención que hace del golpe de Casado, así como las rencillas irresolubles entre “comunistas” y el resto de las fuerzas antifascistas. En sí, se trata de una novela bastante completa que se puede compatibilizar con las escritas por Almudena Grandes sobre el mismo tema, salvando los sesgos ideológicos de uno y otra.

OBRAS

Ficción

Bochorno
Con ellos llegó la paz
Con la maleta al hombro
Diálogos sobre la violencia
El hombre que volvió del paraíso
Hemos perdido el sol
La noche sin riberas
La boda
Las últimas banderas
Los que perdimos
Los clarines del miedo
Los fanáticos
Los olvidados
Mi viaje alrededor de la locura
Oscuro amanecer
Por los caminos de la medicina rural
Se vende un hombre
Secuestro en Puerta de Hierro
Tierra para morir
Trampa

No Ficción

Ángel Pestaña
Carta abierta a un fanático
La masonería que vuelve