Por Ángel E. Lejarriaga
George Orwell cuenta en su magnífica
obra, Homenaje a Cataluña, su participación
en la guerra civil española, luchando en el frente de Aragón. Su experiencia
fue dura; el hambre, el frío, la falta de instrucción y de armamento fueron las
constantes con las que tuvieron que enfrentarse en las trincheras, él y las
fuerzas concentradas en el bando revolucionario; condiciones aún más peligrosas que el propio enemigo. Sin
embargo, a pesar de ello, su paso por el frente acentuó su convicción de que la
«utopía» era posible. Hoy en día, en que parece que el sistema capitalista se
derrumba, a la ciudadanía le falta la convicción de aquellas personas
combatientes revolucionarias, que hacían del desprecio al capitalismo su
consigna más importante.
En las trincheras había hombres
y mujeres de diversa formación y origen social, aunque primaba el origen
obrero. Aún así, la fusión de voluntades fue inquebrantable, les unía una
igualdad fraternal que parece solo existir en el universo de los sueños. Pero su
resistencia ejemplar no fue un sueño. Con la tinta de su sangre y la pluma de
sus ideales construyeron una hermandad en la que no tenían cabida la
ambición, la acumulación de riqueza y el autoritarismo. En condiciones
precarias, mucho peores que las que poseemos hoy en día en nuestra sociedad en
crisis, ellos conservaron, por encima de todo, la esperanza en la fuerza de sus
ideas y en la de sus brazos, unidos en una causa común, la de la libertad y la
justicia social. Su lucha fue la más alta expresión de un posible mundo
igualitario, autoorganizado y sin clases.
El texto que sigue a continuación
está extraído de Homenaje a Cataluña
y ejemplifica lo que acabo de comentar
(…)
Estas milicias, basadas en los sindicatos y compuestas por personas de
opiniones políticas parecidas, conseguían canalizar los sentimientos más
revolucionarios del país. Yo había ido a caer más o menos por casualidad en la
única comunidad relativamente grande de Europa occidental donde la conciencia
política y el desdén por el capitalismo era lo normal. Allí en Aragón estaba
entre decenas de millares de personas, muchísimas de ellas, aunque no todas, de
origen obrero, y todas estábamos en el mismo nivel y nos mezclábamos con
sentido de la igualdad. En teoría era una igualdad perfecta, e incluso en la
práctica le faltaba poco para serlo. En cierto modo sería exacto decir que allí
se paladeaba un anticipo del socialismo, con lo que quiero decir que el clima
allí dominante era el del socialismo. Muchas motivaciones normales de la vida
civilizada —el arribismo, la avidez de dinero, el miedo al patrón, etc.— habían
dejado de existir. La habitual división de la sociedad en clases había
desaparecido hasta un punto inimaginable en una Inglaterra emponzoñada por el
dinero; allí sólo estábamos los campesinos y nosotros, y nadie era el amo de
nadie. Evidentemente, una situación así no podía durar. No era más que una fase
temporal y localizada de un juego gigantesco que se está jugando en toda la
superficie del planeta. Pero duró suficiente para que dejara huella en todos
cuantos la vivieron. Por mucho que maldijera entonces, acabé dándome cuenta
después de que había estado en contacto con algo extraño y valioso. Había estado
en una comunidad en que prevalecía la esperanza sobre la apatía o el
escepticismo, donde la palabra “camarada” quería decir eso, camarada, y no,
como en casi todos los países, farsante. Había respirado el aire de la
igualdad. Sé muy bien que hoy está de moda negar que el socialismo tenga que
ver con la igualdad. En todos los países del mundo hay una nutrida tribu de
funcionarios de partido y pulcros profesorzuelos que se dedica a “demostrar”
que socialismo no significa más que un capitalismo de estado planificado que
deja intacto el ánimo de lucro. Pero, por fortuna, hay un concepto de
socialismo que es completamente diferente. Lo que atrae a los hombres
corrientes al socialismo y los impulsa a jugarse la vida por él, la “mística”
del socialismo, es la idea de igualdad; para la gran mayoría de las personas, o
socialismo significa sociedad sin clases o no significa nada en absoluto. Por
esto fueron tan provechosos para mí aquellos meses pasados entre los
milicianos: porque las milicias españolas, mientras duraron, fueron como una
versión microcósmica de la sociedad sin clases. En aquella comunidad en la que
nadie estaba para sacar tajada, en la que había escasez de todo, pero no
privilegios ni servilismo, había quizás una imagen rudimentaria de lo que podía
ser la etapa preliminar del socialismo. Y en vez de decepcionarme, me atrajo
profundamente. El resultado fue que mi deseo de construir el socialismo se
volvió más real que antes. Quizás en parte se debiera a la buena suerte de
hallarme entre españoles, que, con su innata honradez y su omnipresente
inclinación anarquista, harían tolerables incluso las primeras etapas del
socialismo, si tuvieran la oportunidad (…)»
Libros a consultar:
- Homenaje a Cataluña. George Orwell
- 1984. George Orwell
- Rebelión en la granja. George Orwell