18 mar 2024

Utopía o barbarie



Por Ángel E. Lejarriaga



Pasan los años y todavía me sorprendo del mundo distópico en el que vivo. Hojeo los periódicos del día, y de sus páginas surgen escenarios terribles, contradictorios cargados de tensión. Los valores democráticos liberales se hunden, la corrupción, la rapiña, la irracionalidad y la ignorancia dominan la sociedad, se palpa. Las pateras invaden las costas europeas cargadas de desheredados de la tierra. Pronto los estados opulentos las hundirán en alta mar a cañonazos. Los poderosos se protegen endogámicamente, la guerra es más rentable que vender trigo, la «verdad» o su aproximación ya no es un horizonte intelectual, de hecho, quedan pocos intelectuales, pocas voces críticas ante los males del mundo; además, cualquiera puede convertirse de la noche a la mañana en un líder carismático, surgen como hongos de la nada, de las sombras, de las miradas perdidas, de los brazos caídos o crispados alrededor de una persona que sufre; es la hora de los bandidos, de los saqueadores, de los analfabetos, de los ambiciosos, de los rencorosos, de los mercenarios, de los vendidos. Sí, es la hora de la barbarie. Asimov lo anunció en su Trilogía de las fundaciones. Era ciencia ficción, desde luego, las personas que la leyeron tal vez se rieron de su ocurrencia, pero su premonición fue un regalo para el futuro.

El cerebro humano permanece atrapado en un sistema de creencias pobre en valores, más próximo al de un ser desquiciado que nada sabe de orden natural, ni de igualdad, ni de amor al prójimo. El epicentro psicológico que promueve su conducta es el interés en sí mismo, como si no hubiera nada ni nadie a su alrededor; así, poco se le puede oponer salvo una bala justiciera. La palabra como transporte de ideas permanece muda. El concepto de justicia social se encuentra perturbado por los espejismos del consumo. Los intereses de unas minorías son perjudiciales para unas mayorías sometidas.

¿Qué somos? ¿En qué nos estamos convirtiendo? Quien pueda que responda a estas preguntas. Hoy, cuando se aventura la hipótesis de que la Inteligencia Artificial puede llegar a amenazar la supervivencia de nuestra especie tampoco tenemos nada que decir, sólo nos dejamos llevar por la corriente imparable que no sabemos a dónde nos conducirá.

De alguna manera, seguimos unidos a la primera horda nómada de la que partimos, nos mantenemos atrapados a su inercia. Nos hemos quedado sin dios ―en realidad, nunca lo tuvimos―, estamos solos ante mezquinas debilidades. Nuestras vidas son cortas en comparación con el curso de la historia. Pero, ¿podríamos existir más años con plena conciencia del terrible mundo en el que nos desenvolvemos? Sin empatía es posible. ¡Vivo para mí!, podemos gritar con un trasfondo de desesperación por lo efímero del planteamiento. Ese podría ser el motivo fundamental de la nueva forma existencial de relacionarnos. ¡No me comprometo!, quizá enuncie alguien, uno o muchos, convertidos en esclavos de sus deseos transitorios, sin mirar más allá del techo de su habitación convertida en celda. El siglo XXI está generando un nuevo mundo en el que las utopías son más necesarias que nunca para contrarrestar el horror hipotetizado de lo que está por venir.