Ángel María de Lera (1976)
Por Ángel E. Lejarriaga
Ángel María de Lera (Baides, 1912 - Madrid, 1984). Esta novela forma parte de la tetralogía, de carácter autobiográfico, compuesta por: “Las últimas banderas” (1967), “Los que perdimos” (1974), “La noche sin riberas” (1976) y Oscuro amanecer (1977). Los personajes son los mismos que en “Los que perdimos”; es decir, los supervivientes.
Si en la anterior obra el autor narraba las continuas persecuciones y purgas que se produjeron a partir de abril de 1939 concluida la Guerra Civil, los interrogatorios y maltratos a los que eran sometidos los detenidos, los juicios militares sumarísimos y finalmente las sentencias, muchas a pena de muerte, con un poco de suerte a treinta años de prisión; en esta novela, publicada dos años después, los protagonistas que han sobrevivido al pelotón de fusilamiento, se encuentran con el hecho aterrador de tener que soportar largas condenas a prisión en condiciones infrahumanas. No solo tienen que luchar con la agonía del internamiento, sino con una vida cotidiana de enclaustramiento dominada por la falta de higiene, el hambre, el hacinamiento, las muertes continuas de compañeros —unas veces por enfermedad, otras por desnutrición y las más por ambas circunstancias—, las torturas continuas de los carceleros —auténticos sádicos—, el aburrimiento, el aislamiento de cualquier tipo de contacto afectivo con sus familias y, sobre todo, las esperanzas fallidas, pasadas y presentes.
Hay que apuntar que los “vencidos” cuando lucharon en la guerra civil solo defendieron a unas instituciones republicanas que habían sido elegidas por el pueblo, no se rebelaron contra nadie, como dijeron los vencedores. Su delito fue no resignarse al golpe militar de 1936, y soñar con una sociedad moderna que como mínimo alcanzara el nivel de desarrollo que nuestros países vecinos. Es cierto que algunos de los derrotados perseguían horizontes más ambiciones: la revolución social; pero tanto unos como otros pretendían construir una sociedad en la que imperara la justicia social, la cultura y el progreso.
¡Pobres de los vencidos! Se les encerró en prisiones infectas que no estaban preparadas para el volumen de seres humanos internados. Carecían de espacio suficiente hasta para poder dormir acostados, sin camas, sin ropa de abrigo. La vestimenta se la tenían que lavar los familiares si es que les visitaban. Los piojos eran sus perennes acompañantes, y exterminarlos un pasatiempo. El agua estaba racionada, apenas tenían para beber. Qué decir de los alimentos que les daban. El hambre que asolaba el país era la dueña y señora de la cárcel. Todos los días veían cómo buenos compañeros morían a manos de esta implacable enemiga. A pesar de ello, formaron grupos de afinidad, separados por ideologías políticas y simpatías, y construyeron su propia red de información, sobre todo en lo que se refería a las noticias procedentes del exterior.
Así se enteraron de la invasión de Polonia por los nazis, de la claudicación de ingleses y franceses ante las exigencias territoriales de Hitler, de la declaración de guerra de estos países a Alemania. Tenían poca fe en Inglaterra y Francia, sabían lo que podían esperar de estas naciones, como habían demostrado durante la Guerra Civil. Todas sus esperanzas estaban puestas en el resultado de la Segunda Guerra Mundial. Franco era aliado de Hitler y Mussolini, por lógica los amigos de estos tenían necesariamente que convertirse en enemigos de las fuerzas aliadas que luchaban contra ellos. Esta era su ilusión, y la soñaron como al aire que les faltaba en las asfixiantes noches de verano que padecían en su lóbrego internamiento. La única posibilidad de abandonar su encierro era una victoria aliada y la defenestración del dictador español. Mientras tanto, hacían lo que podían para no ceder al impulso de dejarse morir de hambre, tirarse por el hueco de una escalera o cortarse las venas. Su futuro era incierto, su presente atroz. Su juventud se desangraba en un mar profundo y oscuro; flotaban a la deriva sin tierra en el horizonte.
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