8 feb 2014

¿Tiene alguna utilidad la filosofía?


Por Ángel E. Lejarriaga



L
a propia pregunta está cargada de contenido y nos explica el resultado sin palabras, solo con la fuerza de nuestro pensamiento. Porque a fin de cuentas se trata de eso, de pensamiento, de reflexión, de elucubración, de duda, de interrogación. Características estas que dotan de significado a una persona. Lo que somos viene definido a través de la indagación en lo bueno y en lo malo de la experiencia humana. Crecemos con la pasión por el conocimiento, y el instrumento adecuado para llegar más lejos, para sobreponernos al absurdo de la vida cotidiana, es la filosofía. Nos preguntamos sobre las cosas y su esencia, luego filosofamos.

Lo mejor del ser humano se describe a través del amor, un amor genérico hacia todo lo que existe; sumado a un amor más particular y específico hacia el otro con el que compartimos tiempo y vivencias; y, por supuesto, con un amor hacia el saber que se debería transmutar en la práctica, en progreso y hermandad dentro de la especie humana, también en respeto hacia el resto de las especies que coexisten con nosotros.

La filosofía crea un espacio atemporal en el que se desmenuza lo que existe; todo puede ser revisado, analizado y vuelto del revés, para una vez hecho esto volver a empezar. Porque en la media en que se profundiza en el conocimiento se comprende ineludiblemente que cada vez se sabe menos y por tanto el horizonte de la sabiduría total nunca se alcanzará, perennemente estará en construcción. Se podría decir que filosofar es preguntar o preguntarnos sin descanso sobre el porqué de las cosas, de su razón de ser, con el afán de alcanzar una conclusión que en el momento que damos por lograda se nos escapa como agua entre los dedos.

Utilizar el lenguaje filosófico puede conducirnos por senderos muy diferentes. Es cierto que nos ayuda a adquirir identidad y a autodefinirnos día a día., pero en ese contexto, nuestras preguntas obtendrán respuestas, que podemos asumir como definitivas, y por tanto convertirnos en unos fanáticos bajo la creencia de que hemos logrado la posesión de la «verdad». Si no actuamos así, transitaremos por otro camino que nos situará al borde de un abismo, en permanente zozobra, tejiendo y destejiendo datos y conclusiones. Comprendiendo que nunca tocaremos ese fuego que ilumina nuestro camino existencial; por lo que podemos concluir que amar el conocimiento supone ser conscientes de nuestra propia ignorancia y padecer el dolor infinito que produce la misma.

La filosofía históricamente ha buscado la «verdad» como idea base para profundizar en los misterios del saber. Cada nuevo escudriñador del conocimiento —filósofo— ha tratado de exponer sobre la mesa del tiempo su forma de analizar esas preguntas que otros se han hecho en el pasado, proporcionando respuestas, que han sido a su vez revisadas por sus contemporáneos o por los que han venido después. Las múltiples vías del saber han existido, convivido y ayudado a entender los aciertos y desaciertos de la vida humana. En el en siglo XXI la filosofía está silenciada, se muere porque nuestra mente está conducida por el prejuicio, la oscuridad cultural y el pensamiento único; condenados a vivir en un modelo económico político enmarcado por una interpretación de las relaciones sociales que nos conduce a la desesperanza. A todo esto han contribuido, más si cabe, los poderes públicos con su afán por lograr que la capacidad de pensar por sí mismo del individuo común, se desintegre en un mar de sumisión y estupidez.

Volviendo a la pregunta que da pie a este texto, «¿Tiene alguna utilidad la filosofía?», desde el punto de vista productivo o útil, en el sentido material que pretenden imponernos, la filosofía no aporta nada, se podría decir que perjudica el equilibrio de la persona que piensa críticamente. Incluso, llegando más lejos, podríamos añadir que puede desestabilizar el «sistema» si los individuos productores se dedican a cuestionarse los valores sociales imperantes en vez de a vender dócilmente su fuerza de trabajo al mejor postor.

En este punto rozamos la clave del valor de la filosofía en cuanto a cuestionamiento consciente y permanente de todo lo que ha existido y existe, en todos los ámbitos, entre los que se incluye la política. La naturaleza humana —ha sido así desde tiempos inmemoriales—, intenta resolver incógnitas, construye valores y los fiscaliza; y crece sobre su condición más primitiva. La filosofía, además, es independiente del poder; debe serlo, si no, deja de ser tal y se convierte en propaganda. He ahí la cuestión. Si dejamos de pensar autónomamente, si nos excluimos de compartir debates y contrastes, nos convertimos en meros reproductores de la ideología dominante, al servicio de las élites económicas interesadas en nuestra ignorancia. Por tanto, la filosofía no se debe a una clase social, raza o secta falsamente intelectual. Cualquiera de estas limitaciones, entrarían en contradicción con la libertad que debe llevar implícita.

Pero la filosofía no se queda solo en alcanzar respuestas coyunturales sino que tiene que transformarse en práctica cotidiana. Precisamente es dicha práctica la que nos conduce por una senda diferente a la de la esclavitud que produce la incultura. Podemos ser pobres, estar desposeídos de todo bien, sin embargo nadie puede impedir que pensemos, que seamos libres en el hecho mismo de nuestro raciocinio. Lo último que nos queda, cuando lo hemos perdido todo, es nuestra capacidad de transcender la situación a través del pensamiento libre, y de proyectarnos hacia delante en comunidad con nuestros afines, dos sumas de amor que nos facilitan grandemente la vida.

La grandeza de lo que somos o de lo que podemos ser, viene definida por nuestra cualidad para crear pensamientos y para socializarlos con otros, en pos del bien común. La inteligencia compartida y colectivizada nos hace fuertes y nos permite progresar de una manera positiva, tanto como individuos como especie.

Queda claro entonces que no basta con poseer el potencial para hacerse preguntas, ni para responderlas, sea cual sea el acierto logrado, sino que además hay que ponerlas en común y llevarlas a la práctica para que sea la experiencia la mejor prueba de su legitimidad. Si no obtenemos lo esperado, simplemente podemos volver a empezar. ¿Existe otra mejor forma de vivir, sobre todo si actuamos así por amor?

Ciertamente, después de dicho todo lo anterior, desde que tenemos uso de razón —de una manera u otra— filosofamos, eso sí, de un modo muy elemental. La educación nos transmite valores, premisas, paradigmas, sobre los que fundamos una forma de desentrañar la realidad. Ese debería ser solo el principio. Al crecer, con el pleno desarrollo de nuestras funciones intelectuales, deberíamos no solo cuestionar el presente de nuestro ser sino revisar aquellas creencias que han sido nuestro fundamento hasta ese instante. A partir de ahí veremos qué nos sirve y qué no; y elaboraremos nuevos paradigmas, en continua revisión, que se ajusten adecuadamente a las necesidades individuales, sin perder nunca de vista lo colectivo.

En síntesis, para finalizar, filosofar sirve para vivir de una manera consciente. El ser humano lo es en cuanto piensa, o mejor dicho, cuando se piensa, y ese pensamiento se devuelve al todo social. Esa forma de vida, tiene que ser independiente de cualquier tipo de atadura, sea intelectual —dogmática— o material porque si no se alejaría del auténtico sentido de la indagación filosófica: alcanzar la inaprensible «verdad». El individuo es libre en la medida en que piensa por sí mismo, si es capaz de abstraerse de los valores impuestos y elegir la forma en que quiere vivir y relacionarse en el mundo en el que está inmerso.

Si amamos la libertad, si realmente creemos que es el motivo primordial del devenir humano, entonces necesitamos la filosofía, es decir, poseer una herramienta de acceso al conocimiento que nos permita ser autónomos, tener espíritu crítico, elegir entre distintas opciones, liberarnos de las sombras que nos ciegan el entendimiento racional; accediendo de este modo a un universo de posibilidades que se encuentra mas allá del condicionamiento alienante de la educación productivista. No somos simples piezas descerebradas e insensibles del engranaje laboral, desechables, de usar y tirar, sino seres valiosos por el simple hecho de respirar, con identidad personal, que nacemos y crecemos para gozar de un amor universal que no puede comprarse con bienes materiales. Amar el saber es amar la vida, amar a otro ser es amarse a uno mismo; educarse, pensarse como ser único y proyectar esa experiencia sobre nuestros iguales, es amar a la Humanidad y soñar con un progreso edificante.

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