6 mar 2016

La última ruta salvaje de Chris McCandless



Por Ángel E. Lejarriaga


La historia de Christopher McCandless se hizo famosa con la película Into the Wild (Hacia rutas salvajes) dirigida por Sean Penn en el año 2007 y protagonizada por Emile Hirsch en el papel de McCandless; pero ya hacía años en los que rondaba de mano en mano a través del libro del mismo título que había escrito en 1996 Jon Krakauer (1954).

Aunque este artículo se refiere a McCandless lo cierto es que Krakauer se merecería otro por su singularidad. Nació en Oregón en una familia numerosa y realizó estudios medioambientales. Hasta ahí nada aparentemente excepcional, estamos en el año 1972. Dos años después, en 1974, con unos amigos, escaló el Arrigetch Peaks de la cordillera de Brooks, en Alaska, y como consecuencia directa de lo vivido se decidió a escribir artículos sobre escalada para la revista American Alpine Journal. Este fue solo el principio. Después de acabar la universidad continúo con la escalada en Alaska, abriendo una nueva ruta en el Devil’s Thumb, experiencia que luego contaría en sus libros Eiger Dreams y en el mismo Into the Wild. En 1975 realizó la ascensión del Moose’s Tooth, un pico bastante peligroso. Ni que decir tiene que la montaña le tenía cogida la medida y se había convertido para él en una especie de adicción por lo que siguió con aventuras cada vez más arriesgadas, entre ellas la subida al monte Everest en 1996. Con estas actividades deportivas adquirió cierta fama en el mundillo del alpinismo y la escalada; sin embargo, ganarse la vida con ello era otra cosa.

Hacia 1983 pudo vivir mínimamente de la escritura como articulista, publicando como freelance en los medios más variopintos: Outside, Playboy, National Geographic, Rolling Stone o Architectural Digest. Le daba igual dónde colocar sus artículos mientras que se publicaran. En 1996 su vida cambió radicalmente con la aparición de Into the wild y el consiguiente éxito de ventas. Con esta obra llegó a ser finalista para el Premio Pulitzer en 1998 en la categoría de no ficción. En 2003 otro libro suyo, Under the Banner of Heaven fue un gran éxito de ventas aunque muy polémico porque analizaba para unos, criticaba para otros, a los mormones fundamentalistas de EEUU. Desde entonces, Krakauer se ha dedicado a escribir mucho y sobre todo de temas relacionados con la exploración.

La noticia que dio pie al libro de Krakauer provenía de más atrás, del 18 de agosto de 1992 cuando unos cazadores encontraron el cuerpo de Chris McCandless en avanzado estado de descomposición, en Alaska, en los bosques situados al norte del monte McKinley, en la denominada Senda de la Estampida. Al enterarse del suceso, escribió un artículo que se publicó en la revista Outside; la avalancha de cartas que recibió sobre el mismo le impulsó a realizar el libro, una auténtica biografía sobre el protagonista y su viaje «hacia rutas salvajes».

El caso de Chris McCandless es interesante, desconcertante y al mismo tiempo admirable. En la narración que construye Krakauer, en un momento u otro, se le adjudican todos estos adjetivos. El chico pertenecía a una familia acomodada que vivía en una zona residencial de Washington DC, era un brillante estudiante, por no decir excepcional, y además un gran atleta.

El misterio de su viaje a Alaska comenzó durante el verano del año 1990, dos años antes de su muerte, cuando después de terminar sus estudios en la Universidad Emory de Atlanta, decidió desaparecer literalmente. Rompió todo contacto con su familia y destruyó los documentos que podían acreditar su identidad. Quemó sus tarjetas de crédito y donó el dinero que tenía ahorrado (24.000 dólares) a una ONG (OXFAN). Además, decidió llamarse a partir de ese momento Alexander Supertramp. En ese punto inició una nueva vida en los márgenes de la sociedad norteamericana, vagabundeando por diversos estados hasta adentrarse en Canadá y más tarde en Alaska.

Según sus padres, desde pequeño fue un chico inquieto, independiente, testarudo e irreductible, al que le gustaba ejercer su voluntad. No le tenía miedo a nada. Nunca se le ocurría pensar que las cosas le podían salir mal. No escuchaba las sugerencias que se le daban. No se relacionaba mucho con sus compañeros de clase y le encantaba leer. Walt, el padre, citado por Krakauer, cuenta la anécdota que sigue. Cuando Chris tenía ocho años, le llevó por primera vez a realizar la ascensión de una montaña. La marcha fue agotadora, caminaron a lo largo de cuarenta y ocho horas por el valle de Shenandoah y luego subieron al Old Rag. Chris en ningún momento de la ascensión se quedó rezagado ni pidió ayuda. Después de aquel día durante varios años repitieron el viaje. Hay que añadir que a los diez años participó en una carrera de diez kilómetros y la experiencia le gustó tanto que para él correr llegó a ser una experiencia muy intensa.

En el libro de Boris Pasternak, Doctor Zivago, encontrado entre sus pertenencias, Chris había subrayado el siguiente párrafo: «[…] En aquel tiempo sentías la necesidad de comprometerte con algo absoluto ―la vida, la verdad o la belleza― que gobernara tu vida y reemplazara unas leyes del hombre que habían sido descartadas. Sentías la necesidad de entregarte a una meta última con todas tus fuerzas, sin reservas, como no habías hecho nunca en los apacibles viejos tiempos, en la antigua vida que ahora estaba abolida y había desaparecido para siempre».

Con su familia directamente no se llevaba, ni bien ni mal; solo con su hermana menor tenía un buen contacto hasta que Chris desapareció. Según Krakauer el padre y el hijo eran muy parecidos, con temperamentos fuertes, apasionados e intolerantes, lo que les llevaba a enfrentarse. McCandless se sometió a la voluntad de los padres durante su época de estudiante pero al final decidió romper el hilo umbilical con ellos, no se sabe muy bien si por simple resentimiento o porque había llegado su hora de emanciparse, aunque lo hiciera de una manera tan radical. El último año que estuvo en la universidad le sirvió para aislarse más del contacto con sus padres. No tenía teléfono y localizarle o hablar simplemente con él era difícil; vivía alejado del campus, acomodado en una inhóspita habitación amueblada con un colchón en el suelo y cajas de cartón.

Entre sus pertenencias se encontraron algunos libros de Mark Twain, Tolstoi, Thoreau, Boris Pasternak y Jack London, entre otros autores que habían manifestado abiertamente su rechazo a la sociedad moderna industrial, y renunciado a integrarse en ella. Chris los tenía idealizados. En la universidad siempre hablaba a sus compañeros del ascetismo de Tolstoi, de su rigurosidad moral, de su renuncia.

Por las entrevistas que hizo Krakauer, a personas que habían conocido a McCandless, se sabe que caía simpático a la gente, se relacionaba bien, aunque no era muy hablador; era trabajador, incluso realizando tareas desagradables; alguien llegó a decir que «parecía vivir en las nubes». Si bien siempre manifestaba una gran avidez por adquirir conocimientos de cualquier tipo. Era polifacético. Tocaba el piano, melodías country, ragtime y canciones de Tony Bennett.

La inquietud de Chris McCandless no le surge a última hora en la universidad, se fue cocinando a fuego lento durante toda su vida. Necesitaba una meta. Tenía la ilusión de encontrar en la naturaleza las respuestas existenciales que buscaba. Probar si era posible prescindir de la tecnología y llevar una vida sencilla con elementos básicos. Le encantaban los viajes, conocer mundo. Por supuesto, en la medida de sus fuerzas intentó ser coherente con sus sueños. En su interior poseía una herramienta fundamental para afrontar el camino que tenía delante: era capaz de estar solo sin sentirse solo. Es en el período de universidad donde las ideas que había ido forjando durante años, fueron aquilatándose. Consideraba que hacer el bien era un estado mental. Sobre los estudios universitarios pensaba que eran experiencias degradantes «inventos del siglo XX que constituían más un lastre que una ventaja». También pensaba que poseer riquezas era algo «vergonzoso, corruptor y maligno por naturaleza». Detrás de estas convicciones se encontraba el pensamiento de Tolstoi y el de Thoreau: «Más que el amor, el dinero o la fama, deseo la verdad. Me senté a una mesa donde había manjares exquisitos y vino en abundancia, rodeado de comensales obsequiosos, pero carentes de verdad y sin caridad. Me alejé de esa mesa inhóspita sintiendo todavía hambre. La hospitalidad era tan fría como el hielo». (Henry David Thoreau, Walden o la vida en los bosques).

Krakauer definía el estado mental de Chris, a la hora de iniciar su andadura, en el siguiente párrafo: «La naturaleza atraía a todos aquellos que se sentían asqueados o estaban hartos del hombre y sus obras. No solo ofrecía una escapatoria de la sociedad, sino que representaba el escenario ideal para que el individuo romántico practicara el culto a la propia alma que con frecuencia lo caracterizaba». (Roderick Nash).

Al principio de su viaje estuvo a punto de morir, se perdió en el desierto de Mojave y casi no lo cuenta. Lo superó y siguió adelante. Vivió diversas peripecias, la mayoría agradables, y el quince de abril de 1992 abandonó Carthage, en Dakota del Sur, encaramado a la cabina de un tractor cargado con semillas de girasol. Setenta y dos horas después entró en Alaska por Roosville, una población situada en la Columbia Británica, y decidió seguir hacia el norte de la manera más natural: haciendo auto-stop. Seis días más tarde llegó a las puertas del Yukón, a Liard River. Su obsesión era, por encima de todo, dejar atrás la civilización y dirigirse «hacia rutas salvajes». Tras dos días de marcha alcanzó el río Teklanika; y el uno de mayo, recorridos unos treinta kilómetros, encontró un viejo autobús destartalado junto al río Sushana; ese día lo llamó: «El día del autobús mágico». «El autobús tenía una litera, cerillas, una estufa de leña, repelente para insectos y otros artículos de primera necesidad», escribió en su diario. Durante los cuatro meses que duró su última aventura no volvió a contactar con ningún ser humano. En ese tiempo se alimentó con lo que había llevado, con semillas que recolectaba y con lo que cazaba que era algo exiguo. En una ocasión cazó un alce e intentó conservar la carne al modo indio pero infructuosamente, la carne se le pudrió, lo cual dificultó su supervivencia. El matar para nada lo consideró un «sacrilegio moral», según anotó en su diario. En ese diario había más cosas escritas que dan fe de sus planteamientos a la hora de enfocar el viaje: «He vuelto a nacer. Es el despertar de mi existencia. La vida auténtica acaba de empezar». Deseaba explorar tierras que no hubiera pisado el «hombre», «hallar una región que fuera un espacio en blanco en el mapa».


Cuando alimentarse comenzó a ser un problema grave intentó marcharse; sin embargo, no pudo cruzar el río Teklanika debido al abundante caudal que llevaba y tuvo que regresar al autobús; era el treinta de julio.

Una de las últimas notas de su diario expresaba con dramatismo la gravedad de la situación: «Extrema debilidad. Me falta comida. Semillas. Tengo muchas dificultades para permanecer de pie. Me muero de hambre».

Mala suerte para Chris McCandless, jugó sus cartas y perdió. Krakauer defendió en su momento la tesis de que murió envenenado, tomó el guisante por la patata silvestre. No sabía que lo que consumía era tóxico. La autopsia que le hicieron, al recuperar el cadáver, no confirmó esta tesis. En cualquier caso, ahí se acabó todo para él.

En su última fotografía, encontrada después de su muerte en el negativo que contenía su cámara fotográfica, se le ve con una amplia sonrisa en la cara. Krakauer dice que la imagen expresa paz, armonía con el mundo, algo así como una especie de éxtasis que le ayuda a afrontar el final. Es una hermosa forma de verlo. Por qué no. Aunque no tengo tan claro que morir de hambre sea una experiencia gratificante.



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