19 ene 2018

Memorias de Adriano


Por Ángel E. Lejarriaga



Esta obra de Marguerite Yourcenar (1903-1987) quizá sea la más conocida de ella y eso que escribió bastante en diversos géneros literarios: traducciones, novela, teatro, poesía, ensayo y tres volúmenes autobiográficos. Aunque siempre se la ha conocido por este nombre, en realidad no se llamaba así, cuando nació sus padres la registraron como Marguerite Antoinette Jeanne Marie Ghislaine Cleenewerck de Crayencour (a veces los padres odian a su vástagos desde el mismo momento de nacer y por eso les ponen nombres que los maldicen). Según contó y repitió siempre que tuvo ocasión, el seudónimo lo construyó jugando con las letras de su apellido Crayencour, salvo la «C».

Había nacido en Bruselas, sus padres eran de origen aristocrático. La madre no tuvo mucha fortuna con el embarazo de la niña y murió a los diez días de dar a luz. Los diez primeros años de su vida, Marguerite los pasó en casa de su abuela paterna Noemi Dufresne, en un pueblo próximo a la frontera francesa, Saint-Jans-Cappel. A esa edad ya era un portento intelectual, hasta tal punto que con ocho años leía a Aristófanes, por ejemplo. Antes de los doce había aprendido latín y griego clásico. A los diez años murió su abuela. A partir de ese momento la familia pasó a vivir entre Lille, Ostende y la costa azul. La Primera Guerra Mundial hizo que cambiaran su domicilio a Londres para volver a París al final de la misma. En ese período lee a Romain Rolland, autor que le influye de manera decisiva en sus convicciones antibelicistas.

Una peculiaridad de la formación de Marguerite Yourcenar es que nunca fue al colegio. Tuvo profesores que la visitaban, a los que se sumaba la educación que aplicaba su padre y, por supuesto, la curiosidad infinita de ella. Marguerite leyó a los escritores de la época como Flaubert o Rilke pero también a los clásicos. Los primeros pinitos en la escritura están fechados en 1921 y 1922, años en los que el padre financió la edición de dos libros de poemas El jardín de las quimeras y Los dioses no han muerto.

En 1919 ya había elaborado su seudónimo Yourcenar, ayudada por su padre. En 1929, tras la muerte de este, se publicó su primera novela Alexis o el tratado del inútil combate, que cuenta una historia muy de nuestros días: un músico de prestigio le descubre a su esposa su homosexualidad y su deseo de romper la relación.

Al morir su progenitor emplea el dinero heredado en financiar su dedicación exclusiva a la escritura e inicia un periplo de viajes que dura diez años. De estos viajes nacen varios manuscritos, siendo los más relevantes El denario del sueño y La muerte conduce la trama, ambas aparecidas en 1934. En 1936 ella y su amigo, compañero de viajes y tal vez amante, Andreas Embirikos, realizan en Atenas la traducción de la obra poética de Cavafis, poeta que seduce a Marguerite. Ese periodo griego se caracterizó por un tórrido lance amoroso con la prima de la esposa del poeta Constantin Dimaras, Lucy Kyriakos, casada y con hijos, todo un reto, desde luego.

En los años siguientes siguió con su trabajo de traductora, con obras de Virginia Woolf —a la que conoció en persona—, de Yukio Mishima o Henry James. 1938 fue un buen año literario para ella, salieron al público dos nuevos libros Los sueños y las suertes en Grasset y Cuentos orientales. Un año después se publicó El tiro de gracia.

A pesar de que su currículum literario se incrementó año tras año, y que era reconocida por la crítica, sus ventas en las librerías eran paupérrimas, de hecho vivía de los restos de su herencia y de las traducciones.

En 1937 conoció en París a una mujer que para ella sería fundamental en su vida, la traductora norteamericana Grace Frick. La irrupción de Grace hizo dos cosas. La primera, que emigrara a EEUU y la segunda, que compartiera la vida con ella hasta la muerte de la norteamericana en 1979. Instalada en los EEUU trabajó de profesora de francés e italiano en un colegio femenino en Bronxville, cerca de Nueva York. En 1947 consiguió la nacionalidad norteamericana. Su labor pedagógica duró hasta 1956. Sin embargo, en 1951 se produjo el gran hito de su carrera como escritora, la publicación en París de Mémoires d’Hadrien (Memorias de Adriano). Yourcenar tardó diez años en dar forma a la novela.

En 1965 se publicó Opus nigrum, otra de sus grandes obras, en la que nos habla del filósofo Zenón y su afán de conocimiento, en contraste con los prejuicios de la época en la que vive, la edad media en tránsito hacia el Renacimiento.

La década de los setenta siguió siendo para ella tan productiva, literariamente hablando, como la década anterior, pero estuvo marcada por la enfermedad y muerte de Grace. En esa época se gestaron los dos primeros volúmenes de sus memorias: El laberinto del mundo: Recordatorios y Los archivos del norte. Hasta su muerte, acaecida en 1987, Marguerite se dedicó a viajar, a escribir, a dar conferencias; en sí, a mantener el ritmo de vida que la había caracterizado.

Memorias de Adriano pone en boca del mismo Adriano la vida y la muerte de este emperador romano. Como ya he comentado, tardó diez años en escribirla. La versión definitiva la escribió entre 1948 y 1950; fue publicada originalmente por entregas en la revista La Table Ronde. La versión completa fue editada en 1951 por la editorial Plon. A pesar del ostracismo anterior de la autora, esta novela fue un éxito desde el primer momento, tanto de crítica como de ventas; y le empezaron a llegar los premios como el Fémina Vacaresco. Julio Cortázar tuvo el privilegio de traducirla al español

La novela es una larga carta dividida en capítulos, que está dirigida a su nieto adoptivo, Marco Aurelio, que llegaría a ser también emperador. Con esta carta pretende transmitirle su experiencia vital, sus sangrientas guerras, sus amores, su afición a la poesía, la música y las artes; y, sobre todo, su predilección por la paz, en contra de lo que había sido la historia de Roma hasta ese momento. En el texto, Adriano expresa sabiduría y también dolor, sobre todo por Antínoo, su adolescente amante fallecido prematuramente.
«Así, de cada arte practicado en su tiempo, extraigo un conocimiento que me resarce en parte de los placeres perdidos.»
Es que el amor en el Adriano que se muere ocupa un papel trascendental. No hay existencia que merezca la pena sin amor, que está asociado, indudablemente, al placer. Además, es un amor que no tiene fin porque siempre se puede reiniciar con otro nuevo horizonte voluptuoso.
"De todos nuestros juegos (el amor), es el único que amenaza trastornar el alma, y el único donde el jugador se abandona por fuerza al delirio del cuerpo."
«El juego misterioso que va del amor a un cuerpo al amor de una persona me ha parecido lo bastante bello como para consagrarle parte de mi vida.»
«[...] nuestro amor nos arrastra a un universo diferente, donde en otros momentos nos está vedado penetrar, y donde cesamos de orientarnos tan pronto el ardor se apaga o el goce se disuelve. Clavado en el cuerpo querido como un crucificado a su cruz, he aprendido algunos secretos de la vida que se embotan ya en mi recuerdo, sometidos a la misma ley que el convaleciente, una vez curado, cese de reconocerse en las misteriosas verdades de su mal, que prisionero liberado olvide la tortura, o el vencedor ya sobrio la gloria.»
«El deseo de detallar exactamente las riquezas que nos aporta cada nuevo amor, de verlo cambiar, envejecer quizá, no se concilia con la multiplicidad de las conquistas.»
Pero, entre otras muchas cosas, la carta de Adriano aporta reflexiones muy interesantes sobre el sentir del ser humano durante las distintas etapas de la vida, y, sobre todo, su construcción del mundo, a veces simplista, otras, artificiosa.
«¿Qué es el insomnio sino la obstinación maníaca de nuestra inteligencia en fabricar pensamientos, razonamientos, silogismos y definiciones que le pertenezcan plenamente, qué es sino su negativa de abdicar en favor de la divina estupidez de los ojos cerrados o de la sabia locura de los ensueños?»
«[...] empleo mi inteligencia para ver de lejos y desde lo alto mi propia vida, que se convierte así en la vida de otro.»
«Un ser embriagado de la vida no prevé la muerte; ésta no existe, y él la niega con cada gesto.»
«Como todo el mundo, sólo tengo a mi servicio tres medios para evaluar la existencia humana: el estudio de mí mismo, que es el más difícil y peligroso, pero también el más fecundo de los métodos; la observación de los hombres, que logran casi siempre ocultarnos sus secretos o hacernos creer que los tienen; y los libros, con los errores particulares de perspectiva que nacen entre sus líneas.»
«Dudo de que toda la filosofía de este mundo consiga suprimir la esclavitud; a lo sumo le cambiarán el nombre.»
«A los 17 años, el exceso es una virtud.»
A pesar de la documentación consultada por la autora, que significó su fuente de inspiración, y que muchas tesis doctorales y sesudos escritos críticos han analizado, no estamos ante una biografía auténtica sino ante una invención. Ella quiere ver al personaje así, como lo cuenta; eso sí, lo sitúa en un contexto social y cultural fiel al de su tiempo. En cualquier caso, la lectura de Memorias de Adriano es un placer en el que no quieres discernir si la obra tiene un fiel fundamento histórico o es pura ficción. En sus páginas penetras en un universo que ahora nos parece lejano y que, sin embargo, ha influido sobremanera en el mundo moderno. Lo que cuenta Adriano, en ocasiones, lo sentimos muchas personas a las que el tiempo de existencia ha corrido deprisa; y en esa innecesaria labor autobiográfica que nos empeñamos en realizar en un momento dado, analizamos aciertos y desafueros, anhelos y arrepentimientos, y, sobre todo, la sensación de que lo hecho, hecho está, que no hay marcha atrás, que somos poco más que un libro escrito, con unas cuantas páginas en blanco pendientes de ser rellenadas.
«Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo.»
«Pero de todos modos he llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota aceptada.»

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