27 feb 2018

Las bellas imágenes



Por Ángel E. Lejarriaga



Las bellas imágenes fue la quinta novela de Simone de Beauvoir (1908-1986), aparecida en 1966, y tuvo una gran relevancia dentro de la escena literaria de su tiempo pues la autora aplicó con brutalidad la filosofía existencialista a la vida burguesa, que en realidad era en la que ella, en gran parte, se desenvolvía, aunque sus posicionamientos sociopolíticos fueran absolutamente contestatarios, y su vida privada transgresora.

La novela cuenta como Laurence, una mujer moderna de situación económica acomodada, mira a su alrededor, y a sí misma, y revisa su vida y la de los seres que pueblan su universo particular. Cuestiona ese universo pero no hace nada por modificarlo, todo lo contrario, se deja llevar por él como un corcho a la deriva, en pos de un final incierto o cierto, según se mire.

La vida le va bien a Laurence, trabaja en publicidad, es hermosa, tiene dinero, acceso a placeres que no escatima, y un abanico de posibilidades sobre los que desarrollarse como persona que a primera vista se vislumbra como inagotable; tiene una vida perfecta. El edificio en el que sustenta sus días parece indestructible, toda una alegoría a la buena fortuna, esa que siempre nos falta a la mayoría, arrojados al estercolero de la sociedad actual.

Por ese edificio quimérico, de apariencia real, desfilan personajes como Dominique, su madre, la mujer madura perfecta, eternamente joven y bella, que dejó a su marido, el padre de Laurence, por mediocre —lo que hoy se llamaría más prosaicamente como «lelo» o «aburrido»—, por un amante esplendorosamente atractivo y rico, perfecto. También está Jean-Charles, el marido perfecto, un buen burgués ilustrado, arquitecto próspero. Qué decir de la hija de ambos, Katherine, educada para ser perfecta, para ser feliz; lo tiene todo en la vida y se le promete que esa circunstancia seguirá así por tiempo indefinido. Quién pudiera. La acompaña Brigitte, la mejor amiga de la niña, de origen menos pudiente, que no es perfecta, y que le muestra otra realidad, bastante diferente a la que Katherine encuentra en su aséptico cosmos. Luego está, no me olvido de él, el padre de Laurence, un hombre feliz desde la sencillez: lee, pasea, disfruta del día a día desapegado de los bienes materiales y los lujos, muy crítico con las relaciones familiares burguesas y su modo de vida. Siempre dispuesto a ayudar. A partir de ese estado de paz encuentra la perfección. Y por último, cito al amante de Laurence —aunque aparecen más personajes en la novela—, un tipo que se parece bastante a su marido, tan perfecto como él, pero que colma sus encuentros furtivos con un nivel de adrenalina y de endorfinas que ya no consigue con su pareja oficial. En general hombres y mujeres perfectos, que viven sus vidas en la ignorancia voluntaria de que en sus trastiendas personales son tan falibles y mortales como el resto de los pobladores del planeta, sin distinción de clases sociales.

Toda esta escenografía se va a derrumbar en un momento dado como un castillo de naipes, cuando las trastiendas personales abren sus puertas y dejan salir al exterior los miedos y certidumbres que ocultan. El inicio del «colapso» (como diría Carlos Taibo) es irrelevante, siempre ha estado presente, todos los personajes, en su deriva hacia la inevitable muerte, acumulan suficientes contradicciones como para que al primer temblor de la tierra el edificio se derrumbe. La hipocresía del modelo burgués se va al garete con todo su boato. No está mal la visión.

De este modo, un buen día Katherine comienza a tener pesadillas, y Laurence descubre que Brigitte, su mejor amiga, la ha mostrado cómo es el mundo que oculta su bienestar, repleto de sufrimiento, de injusticia y de muerte. Katherine concibe su muerte y la de su madre y eso no puede soportarlo. No es capaz de enfrentarse a la idea de mortalidad. Laurence se resiste a la propuesta del marido de que traten a la hija para que obvie ese malestar y recupere su vida bella y perfecta. Sin embargo, el seísmo no ha hecho más que empezar (se podría decir que la autora se recrea en el desastre encadenado), la perfecta Dominique es abandonada por su amante que prefiere la compañía de alguien más joven. Eso no le puede estar pasando a la triunfadora y perfecta madre de Laurence, que no concibe la vida sin un hombre a su lado, así que se tiene que conformar con su antiguo marido, mejor algo que nada, a fin de cuentas ya tiene una edad. Laurence recibe otro duro golpe cuando su padre accede a volver con Dominique. El padre maduro, convencido de sus ideas, coherente hasta ese momento, se olvida del infierno que vivió con su madre y renuncia a su perfección casi mística. Fiasco tras fiasco. Pero hay más. La relación de Laurence con su amante se vuelve aburrida, como la que mantiene con su esposo, entonces es consciente de que esa misma relación la puede mantener con cualquier otro hombre. Finalmente, el golpe de gracia, que no es definitivo pero sí importante, lo recibe del perfecto Jean-Charles, cuando este se enfurece porque ella ha evitado atropellar a un ciclista a costa de destrozar su hermoso coche. Vivir para ver.

En fin, toda una reflexión sobre el «espectáculo» al que asistimos a diario, que ya no es exclusivo de la denominada burguesía, sino que se ha extendido desde los años sesenta a amplias capas de las personas obreras venidas a más, las denominadas clases medias, que quieren alcanzar la perfección a partir de un bienestar material y un orden social que no tiene nada que ver con la vida cotidiana de la mayoría de la población y sí, mucho, con el azar y la injusticia. La riqueza de unos es la miseria de otros.
«Que nada nos defina. Que nada nos sujete. Que sea la libertad nuestra propia sustancia.»
«El hombre no es ni una piedra ni una planta, y no puede justificarse a sí mismo por su mera presencia en el mundo. El hombre es hombre sólo por su negación a permanecer pasivo, por el impulso que lo proyecta desde el presente hacia el futuro y lo dirige hacia cosas con el propósito de dominarlas y darles forma. Para el hombre, existir significa remodelar la existencia. Vivir es la voluntad de vivir.»

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