28 jun 2019

El ruido del tiempo


Por Ángel E. Lejarriaga



Julian Barnes (1946), británico, es otro de los portentos de la literatura anglosajona de nuestro tiempo. Su formación fue esmerada tanto en Londres como en Oxford. Nada más acabar sus estudios, comenzó a trabajar como lexicógrafo para el Diccionario Inglés de Oxford. Empezó a escribir muy pronto, actividad que compaginó con las de crítico de cine y editor literario.

La novela que le catapultó a la fama se publicó en 1984, El loro de Flaubert. Antes había publicado otros dos libros, uno en 1980, Metrolandia y otro en 1982, Antes de conocernos. Con El loro de Flaubert fue finalista del Premio Booker y de paso llamó la atención de la crítica literaria. Su obra ha sido muy galardonada después de ese primer despunte. En 1981 ganó el Premio Somerse Maugham, en 1985 el Geoffrey Faber Memorial Prize, en 2011 el Premio Booker, y así nueve más.

Barnes ha cultivado el género policiaco bajo el seudónimo de Dan Kavanagh. Este apellido no fue elegido al azar, corresponde al de su esposa y agente literaria, Pat Kavanagh, fallecida en el año 2008.

Algunas de sus obras más importantes son las siguientes: Metrolandia (1980), Antes de conocernos (1982), El loro de Flaubert (1984), Mirando al sol (1986), Una historia del mundo en diez capítulos y medio (1989), Hablando del asunto (1991), El puercoespín (1992), Inglaterra, Inglaterra (1998), Amor, etcétera (2000), Arthur & George (2005), El sentido de un final (2011), El ruido del tiempo (2016), La única historia (2018). Bajo el seudónimo de Dan Kavanagh tiene cuatro novelas publicadas: Duffy (1980), Fiddie City (1981), Con las botas puestas (1985) y Going to the Dogs (1987). Además tiene escritos y publicados varios libros de relatos y ensayos diversos.

En El ruido del tiempo Barnes nos narra la biografía de Dmitri Shostakóvich (San Petersburgo, 1906-Moscú, 1975) de una manera novelada, a partir de una introspección del propio protagonista. Pero también nos plantea un dilema moral: “O actuamos como pensamos o acabaremos pensando como actuamos”. Esta reflexión la llevamos con nosotras mismas, todas aquellas personas que poseen un cierto pensamiento crítico, dicho de otro modo, que son capaces de elaborar ideas propias y no solo repetir esquemas preestablecidos.

¿Qué le sucede a Shostakóvich? Él es un músico genial, un creador, y para desarrollar su talento necesita libertad. Mala suerte para él porque le ha tocado vivir bajo un régimen autoritario terrible, el de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili más conocido como Stalin. En ese estado de las cosas no hay margen para la individualidad; aparentemente, la ciudadanía se somete al Estado protector, pero no es del todo cierto, como ocurría con Adolf Hitler, la palabra de Stalin es ley, y su furia significa ostracismo y muerte. A nuestro músico el azar le ha adjudicado de respirar bajo la sombra fatal de ese gigante histórico que nos enseñó un camino que no debemos transitar.

Cuando Shostakóvich estrena en 1934 su ópera “Lady Macbeth en Mtsensk” no se podía imaginar lo que le venía encima. Aunque no se ha podido demostrar, históricamente hablando, se contó entonces que Stalin asistió a dicho estreno y se enfadó mucho con la obra. El diario del PCUS, Pravda acusó a la ópera de “decadente y contrarrevolucionaria” y que estaba alejada del “arte popular y socialista”. Admirable. A partir de ahí no hubo más representaciones, y, evidentemente, la vida del músico entró en una zona oscura en la que cada día se podía esperar lo peor: el gulag o el tiro en la cabeza. Él podía haber elegido el martirio, desde luego, pero no lo hizo. En realidad todas sus posibilidades eran poco halagüeñas: podía suicidarse y acabar con el suplicio, escupiendo al Estado su desprecio, algo parecido a lo que hizo Petronio con Nerón; pero la cosa no era tan fácil, ¿en qué situación dejaba a su familia si lo hacía? Podía haber escapado del país a la menor oportunidad; sin embargo, sucedía lo mismo. Podía dejar de hacer música mas esa opción la hubiera considerado el Estado como traición. Así que, lo tuvo difícil. Eligió colaborar y lo hizo a tumba abierta. Shostakóvich “soportó durante años la angustia del que espera una visita a media noche, con la certeza de que no será un familiar, un amigo o el lechero”. Esa forma de vida era una pesadilla para él pero no era capaz de actuar de otra manera; en ocasiones incluso soñaba con su ejecución como una forma de liberación.

En este disparatado y terrorífico contexto, Shostakóvich se deslizó por la pendiente de la colaboración con el régimen estalinista sin negarles nada: repudió su ópera y aceptó que “el arte revolucionario sólo podía ser optimista, luminoso…” Decía estas frases ampulosas y otras parecidas pero nunca se engañó, en su interior era consciente de que todo eso era puro teatro, algo  que debía decir para sobrevivir. “Shostakóvich se plegó a las exigencias de las autoridades, componiendo música sentimental y previsible para películas propagandísticas”.

Su colaboracionismo le produjo condecoraciones como la Orden de la Bandera Roja del Trabajo. Le podían condecorar todo lo que quisieran pero él sentía un desgarro interior difícil de soportar y del que solo se vería libre con la muerte. Fue incluso embajador musical de la URSS en 1949, algo bastante patético pues le tocaba asumir un rol que abominaba.

La muerte de Stalin no cambió su situación. De alguna manera, ya estaba sometido, como las ovejas en el redil, aunque le abrieran la puerta él ya no se iba a marchar, no era capaz de reivindicarse a sí mismo. En 1960 se afilió al partido comunista de la URSS.

Había logrado sobrevivir, su cuerpo quizá, pero su talento creador murió el mismo día en que tomó esa decisión. No le voy a recriminar por su decisión, solo deseo que no me toque enfrentarme a una situación como esa.
“En cuanto a Shakespeare se preguntaba, al mirar atrás, si no había sido injusto. Había juzgado sentimental al dramaturgo inglés porque sus tiranos padecían, culpa, malos sueños, remordimientos. Ahora que había vivido más y le había ensordecido el ruido del tiempo, consideraba probable que Shakespeare tuviese razón, que hubiese sido veraz pero solo con respecto a su propia época. En días más primitivos del mundo, cuando prevalecía la magia y la religión, era verosímil que hubiese monstruos que tenían conciencia. Ya no. El mundo había progresado, se había vuelto más científico, más práctico, menos influido por las viejas supersticiones. Y los tiranos también habían progresado. Quizá la conciencia ya no tenía una función evolutiva y había sido eliminada en la gestación. Si penetras bajo la piel de un tirano y atraviesas una capa tras otra, descubrirás que la textura no cambia, que el granito envuelve más granito y no hay una cueva de conciencia que encontrar.”

No hay comentarios:

Publicar un comentario