1 abr 2024

Memoria y vida



Por Ángel E. Lejarriaga


I

A mi memoria acuden recuerdos frescos de cuando jugaba al beisbol con mis amigos de mi barrio, o de cuando cursaba mi último año del Bachiller en un instituto próximo, sin calefacción y con goteras. En un instante, esas imágenes resultan muy cercanas pero no lo son. Al contrario, son eventos lejanos, mucho. La distancia que me separa de ellos me lleva a imaginar un tiempo futuro definido por la decrepitud, la soledad y la muerte. Llega un momento en la existencia humana en el que no existe un horizonte de ilusión en el que concentrar la atención. Envejecer representa una tragedia irremediable; cumplir años es asentarse en la incertidumbre y en la desolación. El azar biológico nos roza como un espíritu invisible cuyo significado es impredecible. Es algo así como lanzar una moneda al aire, pura zozobra; sí, es eso, pura zozobra y miedo, una sensación que aturde por momentos. Esperada, desde luego, pero no por ello causante de menor malestar. Asumimos el fin de los días pero quizá no tanto el deterioro orgánico ni la abrumadora ausencia de nuestros seres queridos; ellos nos han mostrado previamente el sendero que debemos seguir, que no conocemos, que nadie conoce hasta llegado su tiempo, único.

II

Pensar en una vida satisfactoria, plena, me lleva a reflexionar sobre la muerte. Puro antagonismo, desde luego. Recapacito sobre ella porque me da miedo no reconocerla o demorarla demasiado. Cuando nos arrojan al mundo nos arrancan todo atisbo de libertad. No elegimos vivir, tampoco podemos elegir morir con dignidad; sí, podemos ejercer nuestra última voluntad saltando por la ventana o metiendo la cabeza en el horno como Sylvia Plath, pero si buscamos una resolución menos dramática, no se nos proporcionan los elementos básicos para ejecutar esa decisión con una cierta comodidad; al menos nos merecemos eso. Cuántas veces he jugado con la idea de poseer una cápsula letal, oculta, por ejemplo, en un camafeo colgado del cuello, siempre dispuesta para mí, para el libre ejercicio de morir ―apunto que me gusta la vida que llevo―; de ese modo, cuando yo lo estimara oportuno, podría poner punto y final a mi existencia sin sufrir mayores penas. Es obvio que con la mentada cápsula en mi poder el proceso sería más cómodo. Otras opciones no me resultan agradables, aunque nunca se pueden descartar. Es que me estimo demasiado como para maltratarme en exceso. Me quiero bien casi siempre, y deseo que mi muerte sea plácida. ¿Es mucho pedir? Parece que sí. Las razones para no proporcionarnos esa ayuda son incomprensibles. Supongamos que tengo 80 años, vivo solo, cobro una pensión (no demasiado buena pero suficiente). Mi existencia le cuesta dinero al Estado; si me suicido se ahorraría la paga y mi asistencia médica, casi siempre insuficiente. Además, los herederos, de haberlos, mejorarían su bienestar temporalmente con mis bienes, aunque tuvieran que pagar algunos impuestos (lo que también beneficiaría al Estado). Desde mi punto de vista no constato más que beneficios para las partes implicadas. No obstante, la obstinación de los poderes públicos es pertinaz. Se congratulan jocosos de bombardear a población civil indefensa en Gaza, de matar a miles de niños sin pudor ni arrepentimiento, a un coste armamentístico muy caro, pero no me pueden proporcionar una ayuda cuando yo valore que mis ansias de vida han llegado a su fin. ¡Incomprensible!

No hay comentarios:

Publicar un comentario