10 feb 2017

Aurora roja

Por Ángel E. Lejarriaga



Con esta obra Pio Baroja (1872-1956) pone punto y final a la trilogía «La lucha por la vida» que se compone, aparte de Aurora roja, de La busca y de Mala hierba, las tres aparecidas en 1904. La trilogía cuenta la historia de un personaje central, Manuel, desde su emigración a Madrid, con pocos recursos y muchas ganas de progresar, hasta que llega a ser un industrial en ciernes. Aurora roja se sitúa en la época en que Manuel monta un pequeño negocio de imprenta, que produce más pérdidas que beneficios; mientras su sensibilidad social le sumerge en la búsqueda de una solución a los problemas de desigualdad e injusticia social, definitorios de la sociedad en la que vive, dentro de las filas del anarquismo militante de principios del siglo XX. Manuel tiene las ideas claras de lo que quiere tanto a nivel personal como social. Desea prosperar por encima de todo. Con su contribución a la causa anarquista pretende, a su manera, que los demás puedan gozar también de esa prosperidad con la perspectiva de una revolución, para él poco viable.
«[…] Las ideas, como el agua, buscan sus cauces naturales, y se necesitan muchos años para que varíe el curso de un río y la corriente interna de las ideas.»
Si en La busca y en Mala hierba, Pio Baroja explora la vida y personalidad del lumpen proletariado, las clases más bajas de la sociedad (chorizos, prostitutas, mendigos, en sí, los desheredados de la tierra, en su escalón más profundo), en esta última novela de la trilogía, incide en la creación de un marco transformador, lleno de contradicciones y exabruptos. Le interesa el movimiento obrero y la capacidad organizativa y progresista de los amantes de la Anarquía como proyecto liberador de la humanidad. Las contradicciones que aparecen en la novela no se producen por casualidad, son las del propio Pio Baroja. En aquel tiempo simpatizar con el anarquismo, tanto a nivel proletario como intelectual, era apostar por la única filosofía basada en la libertad, con una estricta moral, que impulsaba una nueva sociedad, liberada de toda relación de dominación. A Pio Baroja le atraían los anarquistas como la miel a las moscas; mas su filtreo no pasó de ahí, de un estar cerca para ver qué pasaba. Su negativismo existencial le llevaba a mantenerse lejos del mundanal ruido, donde las convulsiones sociales no pudieran tocarle ni le exigieran tomar partido. En el fondo, tenía la idea nada peregrina de que las generaciones futuras podrían tener esperanza a partir de la construcción de una sociedad diferente, basada en la libertad individual y en el apoyo mutuo. El problema de don Pio era que no creía en el ser humano, genéricamente hablando, a veces hasta le aborrecía. A pesar de ello, en la época en que escribió estas novelas todavía existía en él un atisbo de ilusión.
«[…] Figúrate tú un dictador que dijera: voy a suprimir la mitad del clero, y lo suprimiera; e impusiera un impuesto sobre la renta, y mandara hacer carreteras y ferrocarriles, y metiera en presidio a los caciques que se insubordinan, y mandara explotar las minas y obligara a los pueblos a plantar árboles…»
 Aquella época no era tan diferente de la nuestra, en lo que se refiere a desigualdad social y a acumulación de riqueza. Baroja, y con él muchos intelectuales de la época, no confiaba en los «socialistas», siempre dispuestos a pactar con el mejor postor con tal de ocupar un espacio en la política nacional. El anarquismo era irredento, radical, con puntuales manifestaciones sanguinarias, en cualquier caso, cauterizador y creativo. Las ideas y la dinamita caminaban juntas, quitando el sueño a eclesiásticos, burgueses, monarcas y militares.
«[…] qué tanta teoría, ni tanta alegoría, ni tanta chapucería. ¿Qué hay que hacer? ¿Pegarle fuego a todo? Pues a ello. Y echar con las tripas al aire a los burgueses y tirar todas las iglesias al suelo, y todos los cuarteles, y todos los palacios y todos los conventos, y todas las cárceles… Y si se ve a un cura, o a un general, o a un juez, se acerca uno a él disimuladamente y se le da un buen cate o una puñalá trapera… y adivina quién te dio […]»
La visión descarnada de la bestia humana aparece al final de la novela por boca de Roberto Hasting, la revolución no es posible porque la voluntad del «hombre», quizá su naturaleza depredadora, le impulsa a la acción, a una lucha por la vida, individualista, animalizada, insolidaria, en la que todo es disputa por ese bien que se desea, y que necesariamente habrá que arrebatar a otro porque la riqueza es limitada. Qué visión tan diferente entre esta de Hasting y esta otra de Juan:
«Para él, lo principal en el anarquismo era la protesta del individuo contra el Estado; lo demás, la cuestión económica casi no le importaba; el problema para él estaba en poder librarse del yugo de la autoridad. Él no quería obedecer, quería que si él se asociaba con alguien fuese por su voluntad, no por la fuerza de la ley.»

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