20 feb 2017

Delta de Venus

Por Ángel E. Lejarriaga



Antes de empezar a hablar sobre esta recopilación de relatos, aparecida en 1978 tras la muerte de Anaïs Nin (1903-1977), hay que bosquejar algunos aspectos biográficos de ella para diseccionar su obra y contenido. Podemos empezar por su nombre, más bien nombres. Universalmente se la conoce como Anaïs Nin, su segundo apellido era Culmell. Hasta ahí todo normal, mas si miramos detenidamente su partida de nacimiento veremos con estupor que sus verdaderos nombres eran: Ángela Anaïs Juana Antolina Rosa Edelmira Nin Culmell. Desde luego todo un reto para la imaginación y para el escribiente.

Aunque nació en Francia sus padres eran cubano-españoles; es seguro que esta mescolanza justifica sus nombres. A pesar de haber vivido la infancia con la familia en cuanto tuvo ocasión se nacionalizó estadounidense, es de suponer que por motivos prácticos. En realidad siempre fue muy francesa a pesar de tener pasaporte norteamericano. Yo me la imagino francesa, no sé por qué, quizá por el hecho de que siempre se nos ha presentado a Francia como la patria de la libertad ―algo sobre lo que habría mucho que hablar― y ella era, fundamentalmente, un espíritu libre en todos los aspectos. Tal vez por ser tan libre hubiera debido ser apátrida, no pertenecer a ningún sitio y a la vez a todos, ser una especie de patrimonio de la humanidad. En cierta media así lo es hoy en día. Es imposible contener a alguien como ella entre límites geográficos, prisionera de fronteras; muy de moda en estas fechas.

Su madre, Rosa Culmell, era cubana, de origen francés y danés; impresionante cóctel. Se dedicaba a cantar. Su padre era pianista y compositor, también cubano de origen catalán, Joaquín Nin. Sus famosos Diarios los empieza a escribir cuando su padre las abandona. Eso supuso un suceso traumático para ella que tardaría en resolver veinte años; y de qué modo.

Aunque es conocida y citada como una autora de vanguardia, inspirada por el surrealismo francés, lo cierto es que fueron sus Diarios —publicados en siete volúmenes— los que la han hecho famosa. En estos diarios contaba todo lo que vivía, la gente que conocía (Henry Miller, Antonin Artaud, Dalí, Lawrence Durrel, entre otros), los lugares que visitaba, lo que leía o lo que sentía. Empezó a escribirlos cuando contaba once años, justamente cuando su padre desaparece de su vida. El volumen total de los manuscritos originales consta de 35.000 páginas que se conservan en la Universidad de California.

Se puede decir que estaba poseída por el talento artístico, no se podía resistir a él. Al cumplir los diecinueve años, tras trabajar como modelo y hacer sus pinitos en el baile flamenco, se casó en La Habana con Hugh Guiler, un rico banquero norteamericano. Su vida despegaba con buenos augurios, al menos financieros. Tras convencer a su marido, se instalaron en París donde se dedicará a la bohemia y a estudiar danza española. Mas eso no le parecía suficiente, una inquietud interna, insaciable, la impulsaba en una búsqueda creativa continua. Se ha escrito de ella que tras leer a D. H. Lawrence se decidió a ser escritora; ya no le bastaba con sus diarios, que mantenía de manera sistemática, sino que necesitaba llegar más lejos.

Su primer trabajo literario apareció en 1932, D. H. Lawrence: Un estudio no profesional que estaba dedicado a D. H. Lawrence. Después conoce al escritor norteamericano Henry Miller. El flechazo fue inmediato, su relación, al principio como amantes y después epistolar, duró toda su vida. Conocer a Miller la cambió, eso es indudable, pero conocer a la esposa de este, June, le descubrió un nueva dimensión de posibilidades sensuales que para ella era desconocida.

A partir de ese instante su existencia fue frenética y plástica. Muy influida por el psicoanálisis, decidió hacer una terapia, primero con el Doctor René Allendy y más tarde con Otto Rank. La terapia psicoanalítica le llevó al autoconocimiento y al estudio de la misma, hasta tal punto que llegó a ejercer durante un tiempo como psicoanalista en Nueva York, apadrinada por su último psicoterapeuta. En esa época se reencontró con su padre. Habían pasado veinte años desde su desaparición. En sus Diarios describió una apasionada relación entre ambos, que llegó a superar la frontera paterno filial para convertirse en incestuosa. Zoé Valdés negó que tal cosa ocurriera, basándose en el testimonio del hermano de Anaïs Nin.

Instalada en los EEUU escribió varias novelas de relativo éxito pero que le permitieron estar siempre en boca de la crítica debido al contenido erótico de las mismas. El verdadero prestigio le llegó con la publicación de sus Diarios (1966).

La polifacética escritora no ponía ningún límite a su creatividad. Su vida era un acto creativo en sí mismo. Como reafirmación de esta plasticidad llegó a autoeditar algunos de sus libros, La casa del incesto (1949), por ejemplo. La peculiaridad de esta edición es que fue realizada en una rudimentaria imprenta instalada en el piso donde vivía en McDougal Street, en New York.

Aunque nunca se divorció de Hugh Guiler, mantuvo una relación simultánea con Rupert Pole, su agente literario, que se encargó de la publicación de su obra póstuma. Repasar la vida amorosa de Anais Nin es algo complejo. Sus amantes, de ambos sexos, fueron numerosos, y su marido Hugh Guiler lo asumió como parte implícita de la relación con ella. ¿Por qué mantuvo hasta el final de sus días Anaïs Nin el matrimonio con Hugh Guiler? Se han citado como respuestas posibles que ella admiraba a Guiler y, también, que necesitaba su dinero para poder mantener su otra vida con Pole. Lo curioso es que sin haberse divorciado de Guiler se casó con Pole. Lo que no era legal; así que, después de un tiempo, tuvo que anular ese matrimonio, si bien siguió en las mismas. Anaïs Nin lo quería todo y hasta que su cuerpo se descompuso pudo con todo; el cáncer la mató en 1977, mientras vivía en California con Rupert Pole.

A pesar de que sus Diarios la han hecho universalmente conocida, escribió bastante más: D. H. Lawrence: Un estudio no profesional (1932), Invierno de artificio (1939), Bajo la campana de cristal (1944), Escaleras hacia el fuego (1946), Hijos del albatros (1947), La casa del incesto (1949), Una espía en la casa del amor (1954), Ciudades de interior (1959), Seducción del Minotauro (1961), Collage (1964), El Diario de Anaïs Nin (1966-Póstuma), La novela del futuro (1972), Delta de Venus (Póstuma), Pájaros de fuego (Póstuma), The Four-Chambered Heart, A favor del hombre sensible, Henry y June (1990), Más cerca de la luna (1996).

Hasta que aparece Anaïs Nin en la escena literaria, el relato erótico había estado, prácticamente, en manos del sexo masculino. Ella abrió las puertas de ese género narrativo a otras mujeres. Su atrevimiento literario y vital nunca tuvo límites. Anaïs Nin me recuerda mucho a «Justine», el personaje que da nombre a la novela de Lawrence Durrel, Justine (1969), perteneciente al «Cuarteto de Alejandría». Es posible que sea una simple casualidad pero Lawrence Durrel se carteó durante un tiempo con Henry Miller y con Anaïs Nin, incluso fue a conocerlos a París, muy identificado con su forma de entender el amor y el sexo. Quién sabe si esos contactos no influyeron en el personaje de Justine.

Pero vayamos con Delta de Venus (1978). Este libro es una recopilación de relatos eróticos que fueron publicados un año después de la muerte de Anaïs Nin. El tiempo y espacio narrativo se enmarcan en París, sin grandes halagos superlativos ni ensalzamientos urbanos al mismo; casi se podría decir que presenta un París anodino. Algún estudioso de la obra ha encontrado semejanzas con lo reflejado por Charles Baudelaire en Splen de París (1869).
  
Según cuenta la autora en el volumen III de sus Diarios:
Abril de 1940
«Un coleccionista de libros le ofreció a Henry Miller cien dólares mensuales para que escribiera cuentos eróticos. Era como un castigo dantesco condenar a Henry a escribir cuentos eróticos a dólar la página.»
Diciembre de 1940
«Henry empezó alegremente, en broma. Inventó historias salvajes de las que nos reímos juntos. Se entregó a ello como si fuera un experimento; al principio le resultaba fácil, pero al cabo de poco se hartó.»
«Cuando Henry necesitó dinero para sus gastos de viaje, me sugirió que escribiera algo.»
«Hoy he recibido una llamada telefónica. Una voz ha dicho (Sobre uno de los relatos que había escrito Anaïs Nin):
—Es bonito, pero déjese de poesía y de descripciones no relacionadas con el sexo. Concéntrese en el sexo.»
Los Ángeles, septiembre de 1976:
«En la época en que nos dedicábamos a escribir relatos eróticos a dólar la página, me di cuenta de que durante siglos habíamos tenido un solo modelo para este género literario: los textos de autores masculinos. Yo era ya consciente de que existía una diferencia entre el tratamiento dado a la experiencia sexual por los hombres y por las mujeres.»
«Estos relatos eróticos los escribí para entretener, bajo la presión de un cliente que me pedía que “me dejara de poesía”. Creí que mi estilo derivaba de una lectura de obras debidas a hombres, y por esta razón sentí durante mucho tiempo que había comprometido mi yo femenino. […] Releyéndolos muchos años más tarde, me doy cuenta de que mi propia voz no quedó ahogada por completo.»
El contenido de los relatos era tabú para la época en que fueron escritos. Me pregunto si todavía hoy no lo seguirán siendo, en esta sociedad pacata en la que vivimos. Escribía sobre infidelidades, promiscuidad, contactos sexuales de todo tipo, sexo interracial, fetichismo, pedofilia, incluso sobre incesto. Las figuras que tomaban forma en sus textos vivían dominados por una apetencia casi obsesiva de nuevas experiencias sensuales, y se desenvolvían entre la frustración y las limitaciones derivadas de su educación castrante. La peculiaridad de estas narraciones es la presencia permanente del punto de vista de una mujer; son los ojos de una mujer los que miran y su voz la que habla.
«[…] El placer que experimentaba Mathilde, acariciando a los hombres era inmenso, y las manos de éstos se deslizaban sobre su cuerpo y lo arrullaban de tal manera, tan regularmente, que raras veces la acometía un orgasmo. Sólo adquiría conciencia de ello una vez se habían marchado los hombres. Despertaba de sus sueños causados por el opio, con el cuerpo aún no descansado.»
«Abandonada a sí misma, la obsesionaban los recuerdos de las manos sobre su cuerpo. Ahora, bajo su brazo, sentía una que se deslizaba hacia su cintura. Se acordó de Martínez, de su manera de abrirle el sexo como si fuera un capullo, de cómo los aleteos de su rápida lengua cubrían la distancia que mediaba entre el vello púbico y las nalgas, terminando en el hoyuelo al final de la espalda. ¡Cuánto amaba él ese hoyuelo que le impulsaba a seguir con sus dedos y su lengua la curva que se iniciaba más abajo y se desvanecía entre las dos turgentes montañas de carne!»

«¿Cómo me ve él?", se preguntó. Se levantó y colocó un largo espejo junto a la ventana. Lo puso de pie, apoyándolo en una silla. Luego, mirándolo, se sentó frente a él, sobre la alfombra, y abrió lentamente las piernas. La vista resultaba encantadora. El cutis era perfecto, y la vulva rosada y plana. Mathilde pensó que era como la hoja del árbol de la goma, con la secreta leche que la presión del dedo podía hacer brotar y la fragante humedad que evocaba la de las conchas marinas. Así nació Venus del mar, con aquella pizca de miel salada en ella, que sólo las caricias pueden hacer manar de los escondidos recovecos de su cuerpo […]»


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