LA RAÍZ ROTA (1952)
Arturo Barea
Por Ángel E. Lejarriaga
Arturo Barea (1897-1957). La raíz rota (1952) fue publicada tras la muerte del autor. Esta novela constituye una prolongación y, al mismo tiempo, una inflexión decisiva respecto a la trilogía autobiográfica La forja de un rebelde, compuesta por La forja (1939), La ruta (1943) y La llama (1946).
Si la trilogía relataba la gestación de la conciencia social y moral de Arturo Barea en la España convulsa de principios del siglo XX hasta el estallido de la guerra civil, La raíz rota representa el testimonio de esa conciencia herida por el exilio, que fantasea con retornar a las raíces. Su título anuncia la condición de desarraigo en la que vive el exiliado, una ruptura con la patria que va más allá de lo puramente físico, también es interior, es emocional, una pérdida de identidad, por muy avanzado que sea el país de acogida. Este es el eje que atraviesa la obra. Recordemos que Barea se exilió en Londres en 1938, justo antes de la caída de la II República española, y nunca regresó. El autor se había casado en 1924 y divorciado en 1938, su segunda mujer, con la que pasó el resto de sus días, fue la periodista austriaca Ilse Kulcsar, que tradujo al inglés sus libros. Con su primera esposa tuvo cuatro hijos, y como sucede con el protagonista de la novela, Antolín, se quedaron en España cuando él se marchó, aunque lograron emigrar a Brasil; nunca les volvió a ver.
Concibió esta novela como una continuación de su trilogía autobiográfica, si bien sustentada en la ficción, en lo que recuerda, y en lo que investiga sobre cómo se vivía en España a través de los exiliados que iban llegando a Inglaterra, a los que interrogaba con insistencia. El resultado es un texto que muestra un profundo desencanto y una pérdida de esperanza de integrarse en el país oscuro y corrupto surgido de la derrota republicana. La voz narrativa explora el destino de quienes sobrevivieron a la guerra y viven la posguerra desde la distancia. Es una meditación sobre el exilio y la memoria, también sobre la posibilidad, hasta cierto punto, de conservar la integridad moral cuando la historia ha quebrado todas las certezas en las que se sustentaba una vida libre que se dirigía a un horizonte de progreso.
Antolín Moreno llega a España en 1949, protegido por su pasaporte británico, tiene cincuenta años. Un cierto sentimiento de culpa impulsa este viaje, tal vez lo hace para reconciliarse con su familia aunque no sabe lo que se va a encontrar, ni en el país ni en los que fueron sus allegados. De hecho, lo que le espera no es nada agradable. Han pasado demasiados años si se cuentan los que duró la guerra más los del exilio, diez años es mucho tiempo. Cuando se fue sus dos hijos y su hija eran unas criaturas, inevitablemente han crecido lejos de su educación y sus valores.
La familia vive como puede en una corrala del centro de Madrid con pocos recursos, la casa es pequeña, muy pequeña, dominada por el desorden y la precariedad. Su condición social es baja, carecen de intimidad entre ellos, una cortina marca la diferencia en dicha intimidad. Los cuatro miembros de la familia comparten el mismo espacio pero sus mentes vagan por dimensiones diferentes como irá descubriendo Antolín. Luisa, su antigua esposa asiste a sesiones de espiritismo unos pisos más arriba, en las que se invoca a una hija muerta. La hija viva, Amelia, sufre trastornos psicosomáticos mientras sueña con ingresar en un convento al que no puede acceder porque no tiene dote. Las dos mujeres tienen la esperanza de que Antolín realice sus íntimos deseos, una entrar en el convento, la madre llevar una vida decente, con holgura económica, en un buen piso. Con respecto a los dos hijos varones la situación no es mucho mejor. Uno, Juan, es comunista, y trabaja en una fábrica; el otro es un proxeneta, estraperlista y aspirante a traficante de drogas, con las que ya ha comerciado con anterioridad; además, es falangista para cubrirse las espaldas. Antolín los quiere conocer primero de uno en uno, y luego juntos en una comida familiar en la que se disparan las emociones y las máscaras se caen.
Si en La forja de un rebelde, Barea construye un marco narrativo que conduce al crecimiento individual, al progreso y, en el presente histórico que vive, al antifascismo, en La raíz rota ya no hay forja sino puro desgaste, el rebelde que fue se ha convertido en un superviviente, en una persona que se hace preguntas sobre el sentido de su lucha sobre todo cuando la derrota ha conducido a lo que en ese momento es España. Si la trilogía exaltaba la dignidad de la experiencia y la fe en la palabra como instrumento que persigue la verdad, la cuarta novela de Barea introduce el escepticismo del destierro, donde la lengua misma, en este caso la inglesa, se convierte en un signo más de extrañamiento.
El tono de La raíz rota es sombrío y meditativo, frente al dinamismo y la intensidad histórica de La forja de un rebelde. Se puede decir que en la primera predomina la introspección y la evocación de recuerdos de un tiempo pasado. El exilio, más que un lugar, es una forma de conciencia, un espacio intermedio entre la memoria y el presente donde parece que nada arraiga de una manera plena. Antolín observa la Inglaterra de posguerra con respeto, pero al mismo tiempo con una cierta distancia. Allí lleva una existencia doble, la que define su presente: trabajo, nueva compañera sentimental, sus amistades que también forman parte del exilio; y el mundo irreconciliable del que tuvo que escapar.
Quizá uno de los temas fundamentales que toca la novela es la fractura identitaria. Barea retrata con agudeza la tensión entre el compromiso político y la necesidad personal de descanso, entre la fidelidad a una causa y la aceptación del fracaso. Antolín representa al exiliado que, sin renegar de sus ideas, comprende que ya no hay regreso posible. Esto, naturalmente, no sólo le sucede a él sino, también, a muchos refugiados con los que se relaciona. Barea muestra que la raíz rota no es sólo la del individuo, sino la de toda una generación española condenada al desarraigo.
La dimensión moral de la novela se expresa también en la relación entre Antolín y Mary, su compañera británica. Ella representa la posibilidad de reconstrucción, de una vida nueva basada en la sinceridad y el respeto. Pero su relación está marcada por la imposibilidad de compartir plenamente la experiencia del pasado. La incomunicación, aun en la intimidad, simboliza la distancia entre el mundo interior del exiliado y el entorno que le acoge.
En su dimensión histórica, La raíz rota prolonga el testimonio de La forja de un rebelde, pero lo hace desde la catástrofe. Si la trilogía podía inscribirse en la literatura de la guerra civil como testimonio de resistencia, la nueva novela pertenece ya a la literatura del exilio, donde el tiempo histórico se disuelve en la memoria y el dolor se vuelve íntimo. No obstante, Barea no cae en la desesperanza. Su mirada conserva una ética del compromiso; a pesar de que el protagonista se siente desarraigado, su integridad moral persiste como última raíz. En este sentido, la novela puede entenderse como una afirmación de la dignidad frente al olvido.
En definitiva, La raíz rota es una de las obras más profundas y menos reconocidas del exilio español. Su tono sereno, su reflexión sobre la identidad, la pérdida y la memoria, la convierten en una culminación moral de la trayectoria de Arturo Barea. No hay en ella grandes gestos heroicos ni finales redentores, sino una aceptación lúcida del desarraigo como condición humana. En relación con La forja de un rebelde, la novela cierra un ciclo vital, el de un escritor que convirtió su vida en testimonio y que en el exilio supo transformar la herida en palabra.
Otras entradas en este blog sobre Arturo Barea:
La forja de un rebelde
Arturo Barea
Por Ángel E. Lejarriaga
Arturo Barea (1897-1957). La raíz rota (1952) fue publicada tras la muerte del autor. Esta novela constituye una prolongación y, al mismo tiempo, una inflexión decisiva respecto a la trilogía autobiográfica La forja de un rebelde, compuesta por La forja (1939), La ruta (1943) y La llama (1946).
Si la trilogía relataba la gestación de la conciencia social y moral de Arturo Barea en la España convulsa de principios del siglo XX hasta el estallido de la guerra civil, La raíz rota representa el testimonio de esa conciencia herida por el exilio, que fantasea con retornar a las raíces. Su título anuncia la condición de desarraigo en la que vive el exiliado, una ruptura con la patria que va más allá de lo puramente físico, también es interior, es emocional, una pérdida de identidad, por muy avanzado que sea el país de acogida. Este es el eje que atraviesa la obra. Recordemos que Barea se exilió en Londres en 1938, justo antes de la caída de la II República española, y nunca regresó. El autor se había casado en 1924 y divorciado en 1938, su segunda mujer, con la que pasó el resto de sus días, fue la periodista austriaca Ilse Kulcsar, que tradujo al inglés sus libros. Con su primera esposa tuvo cuatro hijos, y como sucede con el protagonista de la novela, Antolín, se quedaron en España cuando él se marchó, aunque lograron emigrar a Brasil; nunca les volvió a ver.
Concibió esta novela como una continuación de su trilogía autobiográfica, si bien sustentada en la ficción, en lo que recuerda, y en lo que investiga sobre cómo se vivía en España a través de los exiliados que iban llegando a Inglaterra, a los que interrogaba con insistencia. El resultado es un texto que muestra un profundo desencanto y una pérdida de esperanza de integrarse en el país oscuro y corrupto surgido de la derrota republicana. La voz narrativa explora el destino de quienes sobrevivieron a la guerra y viven la posguerra desde la distancia. Es una meditación sobre el exilio y la memoria, también sobre la posibilidad, hasta cierto punto, de conservar la integridad moral cuando la historia ha quebrado todas las certezas en las que se sustentaba una vida libre que se dirigía a un horizonte de progreso.
Antolín Moreno llega a España en 1949, protegido por su pasaporte británico, tiene cincuenta años. Un cierto sentimiento de culpa impulsa este viaje, tal vez lo hace para reconciliarse con su familia aunque no sabe lo que se va a encontrar, ni en el país ni en los que fueron sus allegados. De hecho, lo que le espera no es nada agradable. Han pasado demasiados años si se cuentan los que duró la guerra más los del exilio, diez años es mucho tiempo. Cuando se fue sus dos hijos y su hija eran unas criaturas, inevitablemente han crecido lejos de su educación y sus valores.
La familia vive como puede en una corrala del centro de Madrid con pocos recursos, la casa es pequeña, muy pequeña, dominada por el desorden y la precariedad. Su condición social es baja, carecen de intimidad entre ellos, una cortina marca la diferencia en dicha intimidad. Los cuatro miembros de la familia comparten el mismo espacio pero sus mentes vagan por dimensiones diferentes como irá descubriendo Antolín. Luisa, su antigua esposa asiste a sesiones de espiritismo unos pisos más arriba, en las que se invoca a una hija muerta. La hija viva, Amelia, sufre trastornos psicosomáticos mientras sueña con ingresar en un convento al que no puede acceder porque no tiene dote. Las dos mujeres tienen la esperanza de que Antolín realice sus íntimos deseos, una entrar en el convento, la madre llevar una vida decente, con holgura económica, en un buen piso. Con respecto a los dos hijos varones la situación no es mucho mejor. Uno, Juan, es comunista, y trabaja en una fábrica; el otro es un proxeneta, estraperlista y aspirante a traficante de drogas, con las que ya ha comerciado con anterioridad; además, es falangista para cubrirse las espaldas. Antolín los quiere conocer primero de uno en uno, y luego juntos en una comida familiar en la que se disparan las emociones y las máscaras se caen.
Si en La forja de un rebelde, Barea construye un marco narrativo que conduce al crecimiento individual, al progreso y, en el presente histórico que vive, al antifascismo, en La raíz rota ya no hay forja sino puro desgaste, el rebelde que fue se ha convertido en un superviviente, en una persona que se hace preguntas sobre el sentido de su lucha sobre todo cuando la derrota ha conducido a lo que en ese momento es España. Si la trilogía exaltaba la dignidad de la experiencia y la fe en la palabra como instrumento que persigue la verdad, la cuarta novela de Barea introduce el escepticismo del destierro, donde la lengua misma, en este caso la inglesa, se convierte en un signo más de extrañamiento.
El tono de La raíz rota es sombrío y meditativo, frente al dinamismo y la intensidad histórica de La forja de un rebelde. Se puede decir que en la primera predomina la introspección y la evocación de recuerdos de un tiempo pasado. El exilio, más que un lugar, es una forma de conciencia, un espacio intermedio entre la memoria y el presente donde parece que nada arraiga de una manera plena. Antolín observa la Inglaterra de posguerra con respeto, pero al mismo tiempo con una cierta distancia. Allí lleva una existencia doble, la que define su presente: trabajo, nueva compañera sentimental, sus amistades que también forman parte del exilio; y el mundo irreconciliable del que tuvo que escapar.
Quizá uno de los temas fundamentales que toca la novela es la fractura identitaria. Barea retrata con agudeza la tensión entre el compromiso político y la necesidad personal de descanso, entre la fidelidad a una causa y la aceptación del fracaso. Antolín representa al exiliado que, sin renegar de sus ideas, comprende que ya no hay regreso posible. Esto, naturalmente, no sólo le sucede a él sino, también, a muchos refugiados con los que se relaciona. Barea muestra que la raíz rota no es sólo la del individuo, sino la de toda una generación española condenada al desarraigo.
La dimensión moral de la novela se expresa también en la relación entre Antolín y Mary, su compañera británica. Ella representa la posibilidad de reconstrucción, de una vida nueva basada en la sinceridad y el respeto. Pero su relación está marcada por la imposibilidad de compartir plenamente la experiencia del pasado. La incomunicación, aun en la intimidad, simboliza la distancia entre el mundo interior del exiliado y el entorno que le acoge.
En su dimensión histórica, La raíz rota prolonga el testimonio de La forja de un rebelde, pero lo hace desde la catástrofe. Si la trilogía podía inscribirse en la literatura de la guerra civil como testimonio de resistencia, la nueva novela pertenece ya a la literatura del exilio, donde el tiempo histórico se disuelve en la memoria y el dolor se vuelve íntimo. No obstante, Barea no cae en la desesperanza. Su mirada conserva una ética del compromiso; a pesar de que el protagonista se siente desarraigado, su integridad moral persiste como última raíz. En este sentido, la novela puede entenderse como una afirmación de la dignidad frente al olvido.
En definitiva, La raíz rota es una de las obras más profundas y menos reconocidas del exilio español. Su tono sereno, su reflexión sobre la identidad, la pérdida y la memoria, la convierten en una culminación moral de la trayectoria de Arturo Barea. No hay en ella grandes gestos heroicos ni finales redentores, sino una aceptación lúcida del desarraigo como condición humana. En relación con La forja de un rebelde, la novela cierra un ciclo vital, el de un escritor que convirtió su vida en testimonio y que en el exilio supo transformar la herida en palabra.
Otras entradas en este blog sobre Arturo Barea:
La forja de un rebelde
No hay comentarios:
Publicar un comentario