8 nov 2018

La hora veinticinco

Por Ángel E. Lejarriaga



Constantin Virgil Gheorghiu nació en 1916 en Moldavia, Rumanía, y falleció en París en 1992. Se le ha conocido, al menos en España, por una novela suya que se editó en 1949, La hora veinticinco. Hoy en día este libro es prácticamente desconocido pero en los años setenta —yo le descubrí en esa época— se debió vender bastante bien, de hecho se podía encontrar en casi cualquier librería en aquellos entrañables expositores de libros de bolsillo que se podían girar y contemplar desde todos los ángulos. Hoy en día a esta novela se la consideraría un best seller; llegó a ser traducida a treinta y una lenguas. Hasta donde yo recuerdo, la compré por simple curiosidad durante unas vacaciones de verano en las que mi familia se trasladó a un pueblo playero del levante español. Entonces la novela me impresionó, tenía dieciséis años. Hoy, al releerla, la veo de otra manera aunque soy consciente de que lo que describe Gheorghiu es el pan nuestro de cada día bajo la presentación de diferentes formatos.

En el momento que la compré ya existía una película de la que no tenía conocimiento. Con el mismo nombre que la novela, se estrenó en 1967. Se rodó en Francia, estuvo dirigida por Henri Verneuil y tuvo como actores principales nada más y nada menos que a Anthony Quinn y Virna Lisi; la producción corrió a cargo de Carlo Ponti. Otro dato a destacar es su banda sonora compuesta por Georges Delerue y Maurice Jarre.

Gheorghiu creció en una comunidad pequeña, su padre era cura ortodoxo. Con escasas distracciones en su infancia, se centró en los estudios y destacó enseguida en los mismos. Tener acceso a una formación académica en aquella época era todo un privilegio. Superó los cursos correspondientes a la enseñanza media con brillantez, y a continuación viajó a Heidelberg y a Bucarest para estudiar filosofía y teología.

Durante el crítico periodo que transcurre entre 1942 y 1943 fue funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores en la embajada de Rumanía en Zagreb. En aquel momento el país estaba sometido a la férrea dictadura del general Ion Antonescu que durante cuatro años asumió el gobierno de la nación aliado al nazismo alemán. Ascendió al poder en 1940 en coalición con la Guardia de Hierro tras una crisis gubernamental que le costó la corona al rey Carlos II. Esta frágil alianza duraría hasta 1941, año en que la Guardia de Hierro se levantó en armas contra él y fue aplastada con el apoyo de Hitler. Este partido político era en origen un movimiento fascista, ultranacionalista y antisemita, nacido en 1927. Fue fundado por Corneliu Zelea Codreanu bajo el nombre de Legión de San Miguel Arcángel. A sus miembros se les llamaba legionarios. En 1931 se formó la Guardia de Hierro propiamente dicha, de carácter paramilitar, que acabó transformada en un partido político de nombre tan original como el primero «Todo para el país». Tanto sus uniformes como su puesta en escena eran semejantes al de los nazis y el resto de movimientos fascistas europeos. Los rumanos en concreto vestían uniformes verdes y saludaban a la romana, es decir, brazo en alto. Su símbolo definitorio fue una cruz triple.

Una vez liquidados sus rivales, Antonescu llevó una política caracterizada por la estrecha colaboración con el régimen nazi alemán: sus tropas invadieron la URSS junto a Alemania, reprimió a las minorías étnicas rumanas, en concreto a la gitana y a la judía, que se llevó la peor parte. Tras la guerra mundial se le hizo responsable del asesinato de cientos de miles de judíos de Bucovina, Besarabia y Transnistria. Los gitanos también sufrieron persecución, unos veinticinco mil fueron deportados a Transnistria en 1942; se estima que la mitad perecieron. En agosto de 1944 el rey Miguel, sucesor de Carlos II, lo destituyó y lo puso bajo arresto, dos años después fue fusilado por sus crímenes.

Estas eran las amistades en Rumanía de Gheorghiu, amistades más bien peligrosas, diría yo. Así, en cuanto los soviéticos entraron en el país en 1944 él puso tierra de por medio y se exilió. Al terminar la II Guerra Mundial fue detenido por los aliados, ingresado en un campo de concentración y liberado un año después, estableciendo su residencia en Francia. En 1949 se publicó La hora veinticinco en tres idiomas, francés, inglés y rumano. Esta novela la escribió durante su periodo de detención.

Cuando su vida parecía encauzada, en 1952, salió a la luz un libro escrito en Rumanía en 1941, Ard malurile Nistrului, en el que constaban halagos significativos hacia las tropas nazis que estaban arrasando Europa, y condenaba a los «malvados» judíos. Esto creó, evidentemente, mucha polémica, fue desautorizado por la intelectualidad francesa, pero la cosa no fue más allá. En sus memorias en 1986 expresó una cierta vergüenza por aspectos sombríos de su pasado, aunque nunca mostró un arrepentimiento explícito.

Para redondear su trayectoria biográfica, en 1963 fue ordenado sacerdote. Hasta su muerte ostentó el título de patriarca de la iglesia ortodoxa en Francia. Fue un acérrimo anticomunista de joven y de viejo, y dedicó todas sus fuerzas a hacer campaña constante en contra del dictador rumano pro soviético, Ceaucescu. Su obra la componen unos sesenta libros de diversa factura, temática y género. A algunos de ellos se les ha considerado como bastante contradictorios o incoherentes.

Después de repasar por encima la historia de Gheorghiu dan ganas de dejar la novela a un lado y olvidarse de ella, pero lo cierto es que contiene ideas bastante interesantes que merecen la pena destacar.

La hora veinticinco narra la andadura desgraciada de un individuo humilde, de un campesino, Iohan Moritz, que es encerrado durante trece años en ciento cinco campos de concentración, bajo la acusación inicial de ser judío, si bien en la trastienda de la misma existía el deseo del denunciante de conseguir en su ausencia los favores de su mujer, Suzanna.
«La barbarie no es una actitud ilegal más que en ciertos casos bien determinados.»
La novela se aproxima bastante a la biografía del autor. Quizá el alter ego de Gheorgiu sea Traian Koruga, el escritor e intelectual que aparece inmerso, como Iohan, en la vorágine de los campos de concentración; con el escritor comparte trabajo semejante en una embajada, exilio a la llegada de los rusos, detención e internamiento en un campo estadounidense y una visión dramática de la historia contemporánea en la que no hay esperanza de salvación.
«—La Hora veinticinco —dijo Traian—. El momento en que toda tentativa de salvación se hace inútil.»

Las aventuras y desventuras de Iohan son a veces disparatadas otras calamitosas. En cualquier caso, los personajes que le acompañan en su travesía del desierto carcelario describen de manera precisa la sociedad que ha surgido de la revolución industrial del siglo XIX: un mundo descarnado y maquinal, carente de principios que vayan más allá de los intereses del Estado, un mundo que se desboca tras la Primera Guerra Mundial y que se manifiesta en todo su esplendor con el nacimiento del Estalinismo y la Guerra fría. El individuo parece condenado a extinguirse bajo la pesada maquinaria que lo engulle todo. Gheorghiu habla del «individuo inocente» que nada sabe de ideologías, que es devorado de manera implacable por un poder omnipotente e incuestionable; da igual que este sea nazi, soviético o norteamericano. De hecho, asevera en un momento dado del texto que lo que aplican los soviéticos lo han aprendido de la civilización occidental.
«Tras la revolución comunista, Rusia se convirtió en la rama más avanzada de la civilización técnica occidental. Rusia adoptó todas las teorías de Occidente y se limitó a ponerlas en práctica. Redujo al hombre a cero como había aprendido de Occidente.»
Por la novela circulan franceses, polacos, rumanos, húngaros, rusos y norteamericanos, seres frágiles y también crueles que tejen una trama kafkiana, burocrática e inhumana. La deportación y exterminio de millones de seres humanos es el eje central de la narración. Mas se hace mucho hincapié, sobre todo al final de la obra, en el salvajismo que aplicaba el ejército ruso en los países que ocupaba, sobre todo las violaciones sistemáticas a mujeres. Además, destaca que en aquel contexto imposible de imaginar de miedo y muerte, algunos intentaban salvarse aunque tuvieran que pasar por encima de otras víctimas de su propia etnia y condición social; no se escapan a sus críticas corrosivas los norteamericanos que de una manera ciega hacen culpables a la población de naciones enteras, actuando con ellos como invasores que cosifican a hombres y mujeres sin un atisbo de piedad. No hay respuestas plausibles ni empáticas de la máquina burocrática para los individuos con nombres y apellidos, solo son números en una lista sin sentimientos.
«La lucha actual es un choque entre dos categorías de robots que arrastran tras sí esclavos de carne y hueso.»
A pesar de todo esto, los personajes principales: Iohan, Trian, Nora West y Suzanna, tratan de mantenerse firmes en sus convicciones, con una ética que parece fuera de lugar dadas las circunstancias. Quizá esa actitud les convierte en héroes, sin embargo esa muestra de valor nadie la va a reconocer jamás.
«El amor, esa pasión suprema, no puede existir más que en una sociedad que estime que cada ser humano es irremplazable y único.»
La consecuencia que se extrae a tanto dolor es la derivada de la desesperanza en cuanto se refiere al afrontamiento del futuro.
«[…] Desde hace trece años no hago otra cosa que ir de campo en campo. Durante trece años estoy siempre dispuesto a salir de un lado y trasladarme a otro. Tú también te acostumbrarás. Lo lamento, pero todos los hombres deberían habituarse. De ahora en adelante no verán otra cosa que campos, alambradas y columnas de camiones. He pasado por ciento cinco campos. El próximo hará ciento seis. Es una lástima que no haya estado libre más que dieciocho horas. ¿Quién sabe si volveré a tener una hora de libertad antes de morir?.» (Johann Moritz)
Simplificando, La hora veinticinco es una brutal denuncia a la figura de los campos de concentración que se establecieron por toda Europa durante y después de la Segunda Guerra Mundial.

Hoy en día sabemos mucho de estos campos de refugiados, económicos o de guerra, que se dispersan de una u otra manera por todo el planeta. Ahí tenemos, sin ir más lejos, el caso de los saharauis que viven en un permanente campamento en el desierto desde hace decenas de años. O los campos de refugiados sirios actuales en Grecia, en Turquía, en Italia, los CIE en España, los campos que mantiene la ONU en África para acoger desplazados. La lista es interminable. Representan problemas sin solución o que nadie quiere solucionar porque la causa de todo ese mal reside en el propio sistema que gobierna el mundo.

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