11 abr 2013

El último viaje


Por Ángel E. Lejarriaga



La vía de servicio se aleja de la carretera principal, bordeada por taludes naturales que limitan la visión del paisaje. A lo lejos se ven unas montañas con manchas de nieve en las cumbres, la sierra de Madrid. Más cerca, los edificios de la Universidad Autónoma se distinguen desdibujados. Con la lluvia enturbiando los cristales tengo la sensación de recorrer un túnel frío y aséptico que no me comunica emoción alguna, en todo caso me aturde más si cabe. Podría estar dormido pero no lo estoy. Jugar con esa idea es pura fabulación aunque resulte consoladora. No hay túnel, no hay sueño, solo se trata de una carretera corta y apagada que conduce a un lugar determinado, por mucho que yo imagine que es infinita; pura literatura banal.
Un cartel me indica que he alcanzado mi destino. Aminoro la velocidad y giro noventa grados a la derecha para entrar en el recinto de la clínica. Una verja de hierro delimita un ambiente triste de aspecto antiguo. Detengo el coche en el aparcamiento con una maniobra brusca, estoy irritado, no me gusta el entorno, me da escalofríos. Mi mente se rebela contra la situación pero mi cuerpo se desenvuelve de manera automática. Cierro la puerta con desgana y una oleada de desagrado me golpea el estómago, como si hollara el terreno de un cementerio mísero y olvidado, como todos los cementerios lo son. Rodeo un caserón ruinoso que quizá en otro tiempo poseyó algún esplendor, hoy un vestigio patético más que sumar al conjunto. Pinos de cincuenta años escoltan mi descenso por unas escaleras que me aproximan a la entrada. Algunas personas se cruzan en mi camino con la mirada gacha y el corazón encogido. La vida parece suspendida. Antes decía que me recordaba un cementerio, es decir, un lugar sin vida. Me equivocaba. Por desgracia, sí, hay vida, pero representa su lado más grotesco.
Unos pocos escalones en ascenso me separan de la puerta, los recorro sin prisas. Dos hombres en pijama, a pesar del frío, me piden tabaco con expresión idiotizada. Sus ojos suplicantes y saltones mendigan cigarrillos, no quieren nada más; lamentablemente para ellos ya no fumo. Les sonrío y les dejo atrás sin rastro en mi memoria, como si no los hubiera visto. En contra de lo que se pudiera esperar la edad de los dos individuos ronda los cuarenta y cinco años.
Pienso que no hay mucha diferencia entre ser idiota debido a un problema biológico o serlo por elección propia. La mayoría de la población mundial, entre la que me incluyo,  nos comportamos como tales.
Esbozo la hipótesis de que gran parte de las personas ingresadas en esta clínica se encuentran afectadas de lo mismo o de algo parecido: demencias de algún tipo, producidas por problemas vasculares.
Nada más entrar en el edificio hay una sala de espera en la que una anciana fantasmagórica de pelo blanco desgreñado y rostro cadavérico dormita recostada en un sillón, envuelta en una barata bata de color carmín. Tal vez aguarda una visita que nunca llega.
La presencia de gente por los pasillos, escaleras o detenidas conversando, representa un escenario de normalidad que me asombra y enmudece. Quizá es corriente lo que sucede aquí pero preferiría estar en otro sitio, no ver lo que veo; odio la indignidad y el embrutecimiento que supone el deterioro orgánico y la pérdida de autonomía. Puedo soportarlo; sin embargo mi mente rechaza el contexto como una opción fallida.
Con la escalera a mi espalada, la recepción a un lado —más parecida a la de un hotel decadente que a la de un hospital de rehabilitación— y la cafetería al otro, aguardo con la conciencia embotada a que alguno de los dos ascensores abra sus puertas. Ambos son estrechos, anticuados, me transmiten inseguridad. Uno de ellos se abre como una boca sin dientes y entro en él en compañía de dos mujeres de mediana edad. No llevan puesta ropa de abrigo por lo que deduzco que han bajado a la planta baja a la cafetería o a hacer alguna gestión. No nos hablamos ni tan siguiera intercambiamos miradas. No tengo nada especial que decirles salvo algún socorrido tópico apto para la ocasión. Las dos me abandonan en la cuarta planta, yo continúo hasta la quinta; floto en una insensibilidad pesada.
El pasillo recorre el ala del edifico. Es pulcro, con un suelo de madera de aspecto nuevo, bien mantenido. Se diría que es un escaparate dispuesto para agradar. A lo largo de las paredes hay puertas níveas que dan acceso a habitaciones amplias en su mayoría, con ventanas sin cortinas que dejan ver el exterior, en unos casos serrano en otros urbano. Una parte del edificio da a la sierra el otro a la ciudad de Madrid. Mires hacia donde mires la lejanía te atrae, cualquier horizonte resulta más atractivo que el espacio en el que me encuentro.
Mis botas pisan fuerte pero la tarima flotante sintética amortigua bien el impacto de los pasos firmes. Al fondo hay un control de enfermería. Mientras lo alcanzo dejo que mi vista indague las habitaciones cuyas puertas están abiertas. En su interior descubro a ellos y a ellas: cuerpos asexuados, cadáveres de mirada perdida, generalmente inmóviles, acostados o sentados, solos o acompañados. Visten pijamas o camisones diversos. La lencería no parece muy exigente tanto en diseño como en  calidad. No solo veo cuerpos, también oigo voces, conversaciones de una sola voz; hay un ente que habla, a veces la televisión, y otro que está presente como puede estarlo una banqueta o una mesa.
Me admira la vida sin vida inteligente o sin vida comprensiva o sin entendimiento, qué más da.
Atravieso el control y saludo a la enfermera que me sonríe desde el otro lado del mostrador, afanada en tomar notas en formularios para mí crípticos. La puerta de la habitación 523 está cerrada, eso significa que mi madre ha estado gritando. Generalmente pide auxilio y socorro a los que pasan por el pasillo. Si alguien le hace caso, ella le pide que le acerque a la barandilla de la cama la silla en la que está sentada o que la levante de la cama, si está acostada, para caminar. También pregunta dónde está su hijo Carlos que se ha ido y no ha vuelto, al que no para de llamar.
Cuando abro la puerta la escucho decir: «¡Carlos, Carlos, Carlos!». En cuanto me ve me llama:
—¡Ven, hijo! ¡Ayúdame! Arrima la silla a la cama para que pueda ponerme de pie.
Lo hago y le doy un beso. Ella siempre tan peinada de peluquería tiene el pelo revuelto y lleno de canas; solía teñírselo todos los meses.
—Cógeme la mano y tira de ella para que pueda levantarme.
—No puedes, mamá.
—Sí, puedo.
La cojo de la mano y la levanto un poco pero no es capaz de sostenerse por sí misma y la siento de nuevo. Se queda perpleja.
—El lado izquierdo no me obedece. Está estropeado, como la izquierda de este país.
Su tono es gracioso aunque a mí no me lo parezca. A pesar de su estado demencial sabe lo que dice, políticamente hablando, siempre lo ha sabido. La mano izquierda descansa inútil sobre su regazo y ella la acaricia con suavidad.
—Dame un masaje en la mano mala.
—Sí, mamá.
Me coloco en el lado izquierdo de la silla y le masajeo el brazo.
—Quiero levantarme.
—No puedes.
—Sí, puedo.
—Esta mañana me he levantado.
—Lo has soñado.
—¡Anda, ayúdame!
Sus ojos me exigen un socorro que no puedo darle. Todavía recuerdo a la otra Jacinta que conocí hasta una noche antes de que su cabeza estallara «por culpa de un remolino», como dice ella. Entonces era una persona vital, controladora, activa, física e intelectualmente incansable. Hoy es un espectro que se arrastra; ni tan siquiera eso.
—¡Ayúdame a levantarme, hijo!      
—No puedo ponerte de pie porque no te sostienes tú sola.
—Entonces, ¿para qué has venido?
—Para verte.
—Aquí se viene a ayudarme, si no te vas.
Le cojo la mano y se la beso, ella la retira con rabia.
—¡Déjame! No quiero besos sino que me ayudes.
—¿Qué quieres?
—Levantarme
—No puedes.
Se persigna tres veces.
—¡Dios mío, ayúdame tú, que los humanos no me hacen ni caso! ¡Virgencita mía, ayúdame!
—¿Por qué rezas, si nunca lo has hecho?
—Yo siempre he creído… Rezo para que alguien me ayude ya que vosotros no lo hacéis… Quiero irme a mi casa.
—Todavía no puedes, no te han dado el alta.
—Me da igual. Quiero irme a mi casa.
—Ya te irás…
Sus ojillos marrones son inquietos, no paran un momento de buscar y buscar. Me miran, se apartan; escudriñan la puerta, vuelven a mí, chispean con una furia indómita; se concentran en el techo o mejor en algún punto del mismo en el que creen encontrar una luz de esperanza, para volver finalmente otra vez a mí. Así se mantiene con una cadencia interminable que me provoca vértigo. De pronto se detiene y me hace un ademán con la mano para que me aleje.
—¡Déjame tranquila!
—¿Quieres que me vaya?
—Sí; voy a intentar dormirme
Cierra los ojos y la habitación se queda vacía. Observo su respiración para comprobar que sigue viva; lo está, desde luego, pero no es la auténtica Jacinta, mi madre se ha ido para no volver.
Cerca de ella, en una cama semejante a la suya, otra mujer de edad similar respira con un sonido ronco que parece originarse en un abismo incomprensible. Nadie la acompaña. No ve, no oye, solo respira y tiembla. Mi madre, al referirse a su compañera de habitación, dice que la envidia porque está tranquila y ella nunca lo está.
Respeto el sueño eterno de ambas y salgo de la habitación sin despedirme. Miro a mi madre desde el pasillo y su rostro está relajado. Quiero imaginar que sueña con su jardín, con su pozo, con sus rosales florecidos y con sus paseos cortos por el camino que lleva hasta la última casa del pueblo que ama.



2 comentarios:

  1. Hoy he pasado por el mismo lugar u otro parecido, - el hospital clínico San Carlos -, planta octava de Geriatría, para visitar a alguien postrado en una cama, cercano a mí y cerca de su fin. Reconozco cada sensación y cada escena que narras. Desolador es la palabra que mejor describe el lugar, gente en soledad esperando lo inevitable, sabiendo que es inevitable, en un lugar hecho para olvidar y ser olvidado, la conclusión es: naces solo y te vas solo. Después de una vida invertida en una sociedad, esta responde no dejándote morir... ¡toma un rato más de vida por los servicios prestados! OH que caritativa, sensible y misericorde es la sociedad que componemos. ¡Pues al carajo la caridad y la misericordia! La mayor parte de la gente como Jacinta o Ángel (El abuelo que he ido a visitar), ha luchado toda su vida para ¿encontrarse con esto?, que triste... Si algo me ha enseñado la experiencia y lo que he leído aquí, es que debo luchar por cambiar. El carácter de Jacinta y Ángel podría calificarse de admirable, decir ¡Si puedo! hasta cuando la realidad te quiera aplastar como una losa de frío mármol, por muy inalcanzable que parezca la empresa. Unas personas así pueden enseñar a esta sociedad muchos valores importantes y por ello nunca se merecen ese destino. Dichos valores quedan en nosotros, a veces grabados a fuego, les debemos habérnoslos transmitido, les debemos no olvidar, les debemos seguir luchando.

    Un abrazo compañero.

    ¡Fuerza y Salud!

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    1. Gracias, compañero. En este viaje has sido un apoyo importante para mí.

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