22 nov 2018

Mi país inventado

Por Ángel E. Lejarriaga



Cuando se publica esta obra en gran medida autobiográfica en el año 2003, Isabel Allende (1942) es mundialmente famosa y tenía en su haber trece libros algunos auténticos superventas, como La casa de los espíritus (1982), novela a la que siguieron con semejante éxito De amor y de sombra (1984), Eva Luna (1987), El plan infinito (1991), Paula (1994), Hija de la fortuna (1998) y Retrato en sepia (2000). Aparte de estas novelas publicó hasta 2003 un libro de relatos cortos, otro de gastronomía y varios dedicados al público juvenil. Todos ellos los he leído por lo que tengo conocimiento de causa sobre la evolución de la escritora. Con su lectura lo he pasado bien, pero hay cuatro que para mí son muy especiales: La casa de los espíritus, El plan infinito, Paula y este que tenemos entre manos. Si bien toda la obra de Isabel Allende —que algunas voces críticas consideran subliteratura— siempre tiene alguna referencia próxima, familiar o como queramos llamarlo, algo por otra parte lógico en cualquier persona que se dedica a escribir, El Plan infinitoPaula y Mi país inventado son autobiográficos directamente. En la segunda Isabel Allende expresa, quizá sacando al exterior sus demonios interiores, el insoportable dolor que le produce la enfermedad, agonía y muerte de su hija Paula. Es una aproximación certera y sin tapujos a la tortura emocional que vivió en su seno familiar. En el tercero, el viaje tiene un recorrido histórico por los lugares que ha habitado desde su nacimiento, por supuesto por Chile y en general por Latinoamérica.

¿Es una biografía al uso? No me lo ha parecido aunque sí contiene variados eventos de su vida, referidos estos tanto a lo personal como a lo político. Ni ella ni nadie puede contar su trayecto existencial al margen de los acontecimientos históricos en que este se desarrolla. Isabel Allende tuvo que exiliarse en su momento de Chile, debido al golpe de Estado del Genereal Pinochet y la CIA contra el gobierno de la Unidad Popular presidido por su primo Salvador Allende. Sobre esto dice que el país no ha superado esa experiencia y que el Chile del momento en que escribe el libro se caracteriza por la injusticia social y la hipocresía. Pero, evidentemente, estamos hablando de Isabel Allende, eso quiere decir que el realismo mágico campa a sus anchas por el relato, sobre todo en cuando aparecen referencias a antepasados; por ejemplo, cuando su abuelo se encontró con el diablo mientras viajaba en un autobús, y luego contó que lo había reconocido por sus «pezuñas verdes». En fin. También cuenta que a una tía abuela le habían brotado alas. Todo esto muy en línea que ese ambiente sobrenatural en el que el cielo y la tierra están divididos por una línea tan liviana que llegan a enredarse. Es decir, lo imposible se vuelve posible. El relato, así como muchas de sus obras, está inspirado en recuerdos relacionados con su familia. Es obvio que no a todos los familiares les crece algo atípico en su cuerpo ni tienen contactos asombrosos, la mayoría aparecen por la narración en contextos enmarcados en las convicciones, creencias y usos, más o menos folclóricos, de la sociedad que habitan. Su discurso es feminista y de hecho su vida no es la propia de una mujer de su tiempo. Constantemente se reivindica a sí misma, tratando de conquistar el espacio que le corresponde como persona, pasando por encima de las restricciones propias del sexismo y el patriarcado que la rodea.

 
En el texto repasa con una pluma incisiva, en ocasiones hilarante, la idiosincrasia de chilenos, norteamericanos y venezolanos. Ninguno de ellos sale bien parado si bien su generalización está expresada, alegremente, desde una subjetividad que desea permitirse como ciudadana del mundo que es.

Su divorcio de Miguel Frías, según ella, consecuencia directa de su exilio y viajes continuos, y posterior matrimonio en 1987 con el norteamericano Willie Gordon son descritos en la obra con menor énfasis en el primero y con uno mayor en el segundo. Hay que decir que se divorció de Gordon en el año 2015. A pesar de ello, no se puede decir que la relación fuera mala, duro veintisiete años. No está mal para los tiempos que corren. A Willie Gordon le dedicó su novela El plan infinito (1991), un trabajo que leído con detenimiento da la impresión de ser la más distinta de todas las que ha escrito. A mí se me antojó en una ocasión denominarla como su «novela americana», la más ajena al estilo que ha caracterizado a la escritora.

Isabel Allende también habla de sí misma y se define con diversos epítetos que la hacen gracia y de los que me da la impresión se siente orgullosa: bicho raro, feminista radical, hippy. Desde joven ambicionaba ser una mujer diferente en una sociedad que tiende a la uniformidad. Sobre la escritura dice que llegó a ella por casualidad, porque era una forma de escapar a un mundo que no le gustaba nada. Más tarde, escribir se convirtió en un modo de vida y en un acto placentero.

Se podría decir sin temor a equivocarse que la narración está teñida de nostalgia, de tiempo perdido, de sueños rotos, de paisajes abandonados a toda prisa que desde la distancia tal vez parecen mejores de lo que realmente fueron. Al escribir hechos del pasado se rememora a ella misma inmersa en esos escenarios y se pregunta cómo hubiera sido su vida si la tragedia de la historia no se hubiera impuesto con violencia e irracionalidad.

El tema del nombre tiene su interés por que refleja bien su planteamiento de la narración. Ella escribe el libro fuera de Chile, muchos años después de abandonarlo, temiendo por su vida y la de su familia. Le añora y apenas conoce lo que ha sido de él después de su marcha, salvo por visitas cortas y esporádicas. De este modo, los recuerdos se funden o confunden con la realidad, y emociones de, ira, de rencor y de añoranza, hacen el resto: una invención de un Chile que es más imaginado que otra cosa. Quizá su perspectiva no sea tan descabellada por mucho que sea «inventada».

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