1 oct 2019

La chica de la Leica


Por Ángel E. Lejarriaga



Helena Janeczek (Munich, 1964) ha redondeado su currículum literario con esta obra de valor no solo narrativo sino también histórico y, por supuesto, biográfico. Sin quitarle mérito a la autora, se está hablando de Gerda Taro y eso es aproximarnos a un universo en el que las personas luchan y mueren por el común de la raza humana. Qué lejos estamos de eso, desgraciadamente. Helena Janeczek ha publicado con anterioridad varias novelas menos conocidas en nuestro país que esta última: Lezioni di tenebra (1997), Cibo (2002) y Las golondrinas de Montecassino (2010). La chica de la Leica (2018) ha recibido dos galardones y ha sido finalista en otro.
“El 1 de agosto de 1937 un desfile lleno de banderas rojas cruza París: es el cortejo fúnebre que sigue a Gerda Taro, la primera fotorreportera muerta en un campo de batalla. No había cumplido aún 27 años. André Friedmann, su expareja, y con quien Taro creó el mítico fotógrafo Robert Capa, en primera fila, está destrozado.” 
En ese cortejo emocionante y lleno de ira y al mismo tiempo de ilusión, participan obreros, intelectuales y políticos. Entre toda esa marabunta de personalidades informes se encuentran, aparte del propio Friedmann, antiguos amigos: Ruth Cerf con la que compartió casa tras huir de Alemania; Willy Chardack su pareja durante un tiempo, y George Kuritzkes, antiguo brigadista internacional. En todos ellos la figura de Gerda permanece intensamente viva. Muchos años después, una conversación a través del teléfono entre Chardack y Kuritzkes va a desencadenar una tormenta de recuerdos que construyen el esqueleto de la obra, el resto lo pone Gerda.
“Alrededor de la tumba se extendía una multitud abarrotada de pancartas y banderas rojas que volvían invisibles a quienes tomaban la palabra. Las masas obreras apestaban a sudor, pero apestaban aún más las coronas y los ramos ya marchitados por horas de camino bajo el sol. Discursos solemnes y combativos, telegramas, versos […] dedicados a una alondra desaparecida en Brunete que nunca dejará de hacer oír su propio canto. Alguien recordó que ese mismo día, 1 de agosto de 1937, habría cumplido veintisiete años ‘nuestra Gerda’, la valiente camarada que había entregado su joven vida en una lucha en la que sabía que se jugaba el futuro de todos.”
La vida de Gerda Taro está muy documentada, y a pesar de ser corta, da para mucho indagar en su exultante pasado. Podría contar abundantes anécdotas de ella y de André pero para eso está el libro. Es mejor que las emociones que produce su figura fluyan e incluso nos ilusionen. Porque ella sí lo estaba, ilusionada con su vida, a pesar de los riesgos, y con el mundo injusto que combatía.
“Gerda la temeraria, la impredecible, la astuta rubia, que no renunciaría a ningún bocado de felicidad que pudiera ser robado del presente.” 
Su generación fue muy diferente a las que le sucedieron. Hoy somos una sombra de lo que ellos y ellas, con poco más de veinte años, representaron.
«Ella fue un emblema de este deseo de libertad y para todos los que la conocieron representaba la posibilidad de realizar el viejo ideal de libertad, igualdad y fraternidad. Un sueño por el que dio su vida».
Para empezar diré que ella se llamaba Gerta Pohorylle y había nacido en Stuttgart en 1910, cuando murió tenía veintiséis años. André Friedman, luego conocido como Robert Capa, había nacido en 1913 en Budapest, era judío lo que en aquellos tiempos significaba un pasaporte para la desgracia. Ambos formaron una pareja insólita, amigos, amantes, compañeros de profesión y de lucha. Se cambiaron los nombres por una simple cuestión comercial. Se inventaron a Robert Capa por lo mismo. Capa era una especie de filántropo enamorado de la fotografía que empleaba su fortuna personal en una agencia de publirreportajes. Lo cierto es que bajo esa imagen corporativa sus fotografías se vendían bien y a buen precio, lo que no era óbice para que los dos las regalaran, si llegaba el caso, en pro de una buena causa: luchar contra el fascismo creciente.


En cuanto se produjo el golpe de estado fascista de 1936 y se inició la Guerra Civil, ambos se vinieron a España no solo para ganar dinero sino para difundir la resistencia de un pueblo al fascismo. Tengamos en cuenta que en España combatieron Alemana e Italia, más voluntarios fascistas de otros países europeos.
“―Teníamos una amiga común que murió en España. Hoy nadie sabe quién era Gerda Taro, incluso se ha perdido la pista de sus trabajo fotográfico, porque Gerda era una camarada, una mujer, una mujer valiente y libre, muy hermosa y muy libre, digamos libre en todos los aspectos.”
Una vez que nació la marca Robert Capa, todas las fotografías se firmaban con el mismo nombre: “Robert Capa”, lo que significó que tras la muerte de Gerda prácticamente no se volviera a hablar de ella, y pasara a la historia de la fotografía el mundialmente conocido Robert Capa, y ello a pesar de que Gerda fue la musa de milicianos, militares republicanos, intelectuales antifascistas, poetas y de cualquiera que tuviera contacto con su persona, enérgica y alegre; y, además, del hecho de que las mejores fotografías sobre la Guerra Civil Española que se le adjudicaron a André Friedmann fueran de Gerda.

La chica de la Leica de Helena Janeczek recupera la figura de Gerda Taro y la eleva por encima de la mediocridad de nuestro tiempo, no definiéndola tanto como a una diosa sino como alguien de carne y hueso, un ejemplo a seguir, si es que poseyéramos una décima parte del valor que tenía ella. No me voy a olvidar del hecho incuestionable de que fue la primera mujer fotoperiodista.

Su muerte fue una desgracia, atropellada por un tanque en la batalla de Brunete, en Madrid, en un maldito accidente. De todas formas, murió de esa manera tan atroz, pero siempre tenía las balas muy cerca y eso nunca le importó a la hora de disparar su Leica de manera incansable y temeraria.
“Había muerto en un estúpido y cruel accidente, si bien en una guerra que, con sus imágenes, quería ganar para todos”.
Pienso que ha quedado claro que Gerda era un ser excepcional pero también que era un ser humano que en lo personal simultaneaba lo común y lo extraordinario; le gustaba filtrear, que la cortejaran, ser admirada, salirse con la suya, reírse, bromear, ser libre por encima de todo.
“Nunca parecía preocupada. Cuando contaba sus viajes a Berlín, donde los enfrentamientos estaban a la orden del día, o cuando anunció en París que se marcharía sola a España, los otros se deshicieron en recomendaciones.”
La conclusión que he sacado al leer la novela es que Gerda tenía un carácter mucho más fuerte y decidido que André. Al principio de conocerse se reía de él, luego, sin embargo, se enamoraron de una manera apasionada. Él era tres años más joven que ella y no tenía nada que ver con sus anteriores amores, más maduros e intelectuales. Quería a André como era. Algo parecido al modo en que aceptaba la existencia. La asumía según venía. Asimilaba sus retos e intentaba ser coherente con su ideario personal, pasando por encima de quien tuviera que pasar; eso sin olvidarse de disfrutar al máximo.



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