7 feb 2023

Orfandad

Por Ángel E. Lejarriaga



En muchos momentos me absorbe una leve sensación de orfandad, de amputación, de falta de algo que presumiblemente debe ser trascendental en mi existencia. Es como si en un instante todo mi ser penetrara en otra dimensión, en una especie de vacío desconocido del que —una vez en su interior—me cuesta salir. Si no padezco un problema de tipo neurológico, ¿qué tendría que acontecer en mi vida para que tal sentimiento desapareciera? Una buena pregunta, una más, y a la vez un misterio insondable. El transcurrir de los años me pone en contacto con una oscuridad ambiental muy especial, una especie de territorio siniestro poblado por una infinitud de interrogantes que carecen de respuestas. Esta negrura reflexiva es reforzada por mi rechazo visceral al «ruido» social —me refiero a usos y costumbres que me repelen—, que día a día se magnifica y se presenta con un envoltorio edulcorado y falaz, destinado por sus creadores a generar embrutecimiento y un individualismo canallesco. Lo cierto es que si reviso la trayectoria y proyección de dicho ruido, concluyo que ha existido siempre —desde que tengo discernimiento—, las dinámicas sociopolíticas no han hecho más que deslizarse por una pendiente irracional y grotesca en el trascurso de las décadas. Quizá de esta presunción, tal vez equivocada, surge mi extrañamiento; es posible que sea mi análisis sobre el devenir del mundo el que me conduce a ese vacío tenebroso que hace que me sienta huérfano.

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Inesperadamente, he presenciado una procesión religiosa, como el que escudriña una cueva con pinturas rupestres, sin implicarme emocionalmente, con mirada analítica, inexpresiva, incluso con una leve predisposición humorística. Un paso me ha sorprendido en especial, representaba a María Magdalena —esa de la que se rumorea que fue la amante o incluso la esposa de Jesucristo—. Se trataba de una expresiva talla en madera de una mujer joven, bella, doliente, sin oropeles, con una larga melena oscura que le llegaba hasta la cintura y una diadema. Si exceptúo a la imagen, el desfile en sí ha sido bastante lamentable, impregnado del boato que caracteriza este tipo de espectáculos que surgen de lo más profundo del inconsciente colectivo humano. Me ha llamado la atención, también, un grupo de mujeres, entre veinte y cincuenta años, que abría la marcha en fila india, formando dos columnas paralelas, vestidas elegantemente de negro, con un gran cirio encendido en las manos —supongo que para iluminar al mundo ante la etapa de oscuridad y barbarie que atraviesa— y en la cabeza peineta y mantilla. Por un momento he tenido la impresión de encontrarme ante un desfile de Carnaval pero en el mes de junio. Aunque lo he deseado, no he logrado penetrar en el pensamiento de las personas participantes en la procesión, es obvio; mas no he podido evitar preguntarme por el motivo de su participación en dicho espectáculo popular, ¿lo hacían por simple fe o ejecutaban un rol para el que habían sido educadas? No lo sé. Como me aportaba poco la visión, mucho menos la música que interpretaba la banda que acompañaba la marcha, y aún menos la presencia de las fuerzas vivas del pueblo, con la alcaldesa a la cabeza, he optado sabiamente por visitar un pequeño bar de mi barrio donde las consumiciones son asumibles y leer el periódico, sin descuidar, desde luego, las conversaciones cercanas de algunos parroquianos próximos, por cierto, desconcertantes. Así pasa la vida.

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Durante mi visita a la feria del libro de Madrid me han asaltado sensaciones agradables que han rozado una calificación máxima entre cero y diez. No entiendo el porqué. Los puestos de libros eran semejantes a los que hay siempre, los que he visto desde niño, y el ambiente también; quizá el solo hecho de estar allí haya resucitado en mi memoria emocional impresiones del pasado que en otros tiempos me confraternizaron con el mundo. En esos fugaces instantes, se ha adueñado de mí una gran ansia de vivir. El parque del Retiro es un marco incomparable que ha contribuido a ese éxtasis fugaz. Los libros, evidentemente, han sido el suceso paradigmático. El resto lo ha puesto el ir y venir de personas nerviosas, en apariencia contentas, al menos en sus gestos, que se movían por el espacio circundante sin hacer demasiado caso al intenso calor que llovía sobre el pavimento.

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A pesar de la suma de años que me definen, sigo teniendo ganas de aprender, de compartir conocimientos, de estudiar la sabiduría acumulada durante tantos siglos. El saber nunca nos falla, siempre está en construcción. Comprender el pensamiento de las personas que reflexionaron sobre el mundo antes que nosotros me enriquece, aunque eso suponga que entro en contacto directo con mi ignorancia, esa que crece sin cesar al ser consciente de todo lo que no sé, ni podré aprender jamás. Recuerdo a Fausto y sus tribulaciones de última hora, resueltas de un modo fantástico y sobre todo cruel. Mas entiendo su zozobra, no por el hecho de presentir el fin de sus días, sino por su deseo de seguir gozando de las bondades, no siempre al alcance, de la existencia material.

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El universo humano es demasiado variado y extremo. Me gustan los buenos modales, el respeto al otro, la libertad de expresión y de continua aproximación al conocimiento. Me gusta el amor sin posesividad, sin demasiado apego, compartir en sí. Me gusta mirar a las estrellas y soñar que me elevo sobre la tierra hasta una altura desde la que modificar las pequeñas perspectivas que nos determinan. Sí, son diminutas y tal vez grandes cosas al alcance, hasta cierto punto, de nuestra limitada comprensión. Hoy el ser humano retrocede a sus funciones básicas: nacer, crecer, reproducirse y morir. Volvemos al punto de partida.

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En mi cabeza surgen dos líneas de pensamiento que se enfrentan de continuo, una autodestructiva y otra constructiva. La primera expresa mi falta de interés por la existencia humana tal y como la conocemos, lo que implica necesariamente desapego en el hecho mismo de estar vivo. Por otro lado, dentro de mí existe un impulso desconocido, constructivo, que me conduce hacia la «utopía», hacia la concepción de un mundo mejor, un mundo que carezca de los aspectos perniciosos de este en el que vivimos. Ambas caras forman parte de la misma moneda conviven, se toleran, incluso se combaten con posturas en ocasiones nihilistas. ¿Qué prima en mi interior? Hasta ahora la «utopía» me ha ayudado a afrontar el camino, el arduo camino de la lucha por la vida. No obstante, el lado oscuro del pensamiento me abruma. Mis pesimistas reflexiones no son un suceso excepcional. He leído las Meditaciones de Kafka y me identifico con él, si bien desde la distancia del tiempo que nos separa.

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Viendo fotos y videos de mi madre he sido plenamente consciente de su carácter: cariñosa y exigente, irascible, mordaz, risueña, desdramatizadora a ratos, melodramática en otros, adaptativa y afable. La he perdido, y presumo que ya la había perdido antes de morir; mi atención entonces estaba centrada en otros aspectos de la realidad. En cualquier caso, ya no está y los escenarios que compartí con ella no pueden ser recuperados más que con la memoria.

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El mundo es como es, dominado por un orden claro, bien definido; nuestra comprensión pretende entender sus reglas, sus argumentos, sus objetivos, y por supuesto sus consecuencias. Cada amante de la libertad y la justicia social es un propagandista que en todo momento debe buscar la coherencia con esa filosofía con la que interpreta el mundo, en la medida de lo posible, sin mesianismos ni espíritu de mártir, pero con firmeza. Quizá ese sembrar sea lento pero si conseguimos plantar en las buenas gentes la semilla de la duda sobre los valores en vigor, tal vez esta germine con el tiempo y desarrolle, al menos, un pensamiento crítico que rompa con la reproducción ideológica del sistema.



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