Por Ángel E. Lejarriaga
Humbert se pasea por la habitación como si nada hubiera
ocurrido, como si el cuerpo de Lo no estuviera y su presencia fuera un
espejismo quimérico. La adora y la odia porque su torturado cerebro le
estrangula con un impulso entre contrarios, razón y emoción, moral y deseo sin
límites. El hombre de mediana edad que es, temeroso y atento, sentado ante los
muslos adorables de su hijastra, se lamenta. No finge, no tiene que hacerlo, no
existe un observador que vaya a emitir un juicio en su contra, no hay nada que
disimular. Sus lágrimas no son pura apariencia e impostura. Llora de amor; él
así lo cree. Ama a Lolita aunque ese amor sea imposible, aunque lo que ocurre
no debiera estar ocurriendo; lo sabe bien y tiene dudas, se lo recrimina
incluso. Pero la ama por encima de todo, de la vida y de su fin esperado. Su
mente sofisticada, culturalmente superior, hace que el momento se extienda más
allá de la cópula y el estertor de la «pequeña muerte». No entiende su locura.
Es comedido en todo menos en esa vorágine que le empuja a poseer ese pubis lampiño
que le atrae como una droga. Sin la emergencia de Lolita vive en un pozo negro
lleno de monstruos podridos, letales, como él es. A veces piensa que, tal vez,
haber perdido a su madre a los tres años sea la causa de ese anhelo animal que
le domina.
Quisiera hablar a Lo y explicarle por qué hace lo que hace,
ella tan solo tiene doce años y no conoce apenas nada de las peripecias de la
existencia. No es correcto que él sea su profesor en esa materia, no es la
persona más indicada para enseñarle.
Humbert es capaz de hablar en francés, en inglés, hasta en latín,
y podría describir a la perfección sus sentimientos en una mezcolanza de esas
lenguas. Tal vez así conseguiría expresar la zozobra demente que es su dueña. Es
un experto en palabras, a fin de cuentas es profesor de Literatura, sin embargo,
no sabe mucho de esa fogosidad que le hace viajar de un lado a otro, recorrer
un continente de motel en motel, disfrutando de horas carnales y voluptuosas,
salpicadas de un temor cierto a que la carrera llegue a su fin en cualquier
momento.
Si no hubiera visitado los EEUU quizá nada hubiera pasado,
no habría conocido a Charlotte Haze, la madre de Dolores, no se hubiera casado
con ella en el colmo de la depravación; era la única forma de estar cerca de
Lo. Charlotte era una mujer decente, tal vez algo solitaria y replegada sobre
sí misma. Había enviudado joven y vivía sin prisas, sin urgencias, hasta que el
guapo profesor británico apareció en su vida. Destino cruel el suyo. Humbert le
resultó hermoso y educado, perfecto para gozar de un presente tranquilo. Ella
buscaba un compañero y él, el fruto prohibido que vio tras la mirada enigmática
de su hija. Humbert la recuerda con lástima. A su modo era bella pero no lo
suficiente. Es posible que de niña fuera una Dolores impúber y magnética, sin
embargo, esa presencia única ya había desaparecido cuando él la conoció. Humbert
no le deseó ningún mal pero se lo hizo a sabiendas. Su lado oscuro se impuso
como una maldición, arrollando cualquier obstáculo que se interpusiera entre él
y Lolita. La destrozó con sus revelaciones inoportunas en su diario de
pervertido confeso. Lo demás fue liberación. El azar actuó nuevamente a favor
de él y en contra de ella. A Charlotte la redimió del dolor de su desgraciado y
patético papel, mientras que a él le regaló la oportunidad de quedarse a solas
con su «nínfula» amada. El cuadro fue perfecto; nunca imaginó que pudieran
precipitarse los acontecimientos de ese modo. El orden fantaseado con
intensidad se instauró de repente y sus sueños se materializaron más allá de su
monomanía interior. Estaba vivo, seguía vivo a pesar de la muerte de Charlotte.
No tenía que superar ningún duelo y la ley le amparaba en la protección de la niña.
Sus colmillos se afilaron sádicos y su boca babeó una saliva espesa cuando imaginó
devorar el cuerpo sin desarrollar de Lolita. Ya había dado el paso, había
logrado su objetivo; estaban él, Lo y su deseo insaciable de transgresión.
El insomnio se ha mantenido desde entonces a pesar del sumo placer
logrado. Sus paranoias no han cesado ni un instante. Ha satisfecho su deseo de mal
o su deseo de bien, según se mire; pero el hombre maduro y afectado que es se
pudre en sus propias excrecencias. Sí, la tiene en el lecho, la acaricia, recorre
con la lengua hasta el último milímetro de su piel; pero es no es suficiente
porque ese universo en el que vive, creado por su voluntad, no puede mantenerse
mucho tiempo.
Con las yemas de los dedos roza levemente la piel de seda de
Lo y desde su estómago sube una bocanada de dolor que le anticipa más dolor;
sus ojos rompen en un mar líquido incontenible. Ella eleva los párpados, y
aunque está desnuda no se cubre, no le importa, de momento cree pertenecer a
Humbert, si bien en realidad no pertenece a nadie, ni tan siquiera tiene claro
si se posee a sí misma. Humbert gimotea y ella querría ayudarle a soportar su
malestar pero siente una ira áspera y cruel por haber sido arrastrada a esa
penumbra hecha de encuentros furtivos, con un hombre que tendría que protegerla
y no acostarse con ella.
Humbert se desespera ante la frialdad de Dolores. Cada día
la reconoce más lejana, más ausente. La tiene prisionera, la acompaña al
servicio porque teme que en cualquier instante en que vuelva la vista, habrá
desaparecido. Entiende la lógica de esa fugacidad pero no puede soportar la
idea. Vagabundea en el vacío y se ve en una habitación sin ella, solitaria,
sucia, perdida en cualquier rincón ignoto de un país que, como buen inglés,
desprecia por primitivo. Vivir sin Lo no es una opción admisible, no puede serlo,
para él sería preferible dejar de respirar. Coge la mano de ella y la retiene
blanda. Lo se ha ido si bien está allí en posición fetal, dándole la espalda. Su
cuerpo todavía no se ha eclipsado, sin embargo, su esencia ha huido hace mucho.
Ha iniciado un viaje sin él que la conducirá hacia otros holocaustos. Los dos
serán sacrificados en un altar hecho de irracionalidad y frenesí sensual.
Quitty se encuentra cerca, Humbert lo huele, tan enfermo
como él, quiere su juguete, y en absoluto pretende compartirlo.
Cuidado Humbert, tu reinado se acaba. Lo no está y la suma
de todo el conocimiento acumulado no te va a ayudar a soportar lo insoportable,
su ausencia. Tienes que acabar con todo, contigo mismo incluido. Te odias y
odias al mundo porque no aprueba ese amor desvergonzado. Ya es tarde para
arrepentirte, para hacer un acto de contrición. La posibilidad de encontrar una
verdad que explique lo sucedido se ha desintegrado, solo te resta cauterizar
tus recuerdos y esbozar un final brillante, que pase a formar parte de los
anales putrefactos del ser humano, escrito con la pasión del poseso, el amor de
un ser infantil y perverso, y la determinación fría de un asesino.
Texto inspirado en la novela de Vladimir Nabokov, Lolita.
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