Por Ángel E. Lejarriaga
La novela que quiero comentar, El príncipe destronado, se publicó en 1973, y nos cuenta las vivencias durante un día de un niño de tres años, a punto de cumplir los cuatro. El título hace referencia a las conductas que ciertos niños y niñas desarrollan en el momento que dejan de gozar del primer puesto en la atención de los cuidadores, en este caso la madre y las criadas, al ocupar su lugar, en lo que se refiere a prioridad en los cuidados, un hermano o una hermana. No me ha quedado claro que las conductas que manifiesta el personaje central en la novela estén definidas por este «síndrome». Quizá, sí, entiendo, quiere que se le preste una atención que necesita tanto por la energía que despliega como por su curiosidad. De hecho, no me parece que el resto de los componentes infantiles de la familia reciban una atención más esmerada que la que recibe él mismo. Son las «sirvientas» las que se encargan de esas tareas. La progenitora aparece y desaparece de escena, con taconeos sonoros, pisando fuerte, casi siempre enfadada, molesta o desbordada por un tipo de vida que le hastía y que no ve recompensada; de continuo se queja amargamente de no ser atendida por el marido como se merece.
Quien se sumerja en la novela va a descubrir aspectos que van más allá de las travesuras de un niño desplazado. Quico es el testigo incómodo, desde luego siempre presente, que pregunta, que desea respuestas urgentes, que comunica lo que piensa sin retorcimientos ni auto limitaciones, con una imaginación prodigiosa que convierte un tubo de dentífrico tanto en una pistola como en un camión o en un cañón. Si en ocasiones hace cosas que pueden molestar a los adultos no queda evidenciado por el texto que su pretensión sea esa, como podría esperarse de un «príncipe destronado», sino más una consecuencia directa de su afán de experimentación, la propia de una criatura de tres años. Sus sentidos le permiten entrar en contacto con aspectos de la vida que no entiende porque no tiene edad para ello.
Mi idea de conjunto sobre la novela es que Delibes utiliza como excusa al hipotético «príncipe destronado» para exponer los entresijos de una familia acomodada perteneciente al bando que ganó la Guerra Civil. Tengamos en cuenta que el narrador no es el niño, es un observador anónimo, omnipresente, que describe lo que el pequeño puede estar viendo, lo que dice y hace. Así, la descripción del narrador nunca es infantil, es la propia de alguien que sí entiende lo que sucede aunque no se implique críticamente en explicarnos nada y deje las diversas historias, que emergen durante la narración, abiertas; se podría decir, que permite al lector entrar y mirar libremente en esos escenarios cerrados que son propios de la familia nuclear. De este modo, como si espiáramos a través del ojo de la cerradura, podemos constatar en directo las relaciones de servilismo entre las empleadas domésticas y la madre, por momentos despóticas, por momentos tolerantes. También contactamos con una narración que el niño comprende menos todavía, la de la guerra que ha vivido su padre, en la que ha luchado como un «héroe» y causado más de cien muertes entre las personas pertenecientes al bando contrario. Todo un reto de asimilación, tanto para niños como para adultos. El padre no está presente apenas en la novela; es un espíritu que flota sobre los personajes, sobre todo sobre la madre de Quico; es un ente que atemoriza, repele y es admirado por el mayor de los hijos, por Pablo. De la Guerra Civil se habla poco; sin embargo, queda constancia que existe un dolor subyacente en la madre que transpiran sus poros porque ella, más bien su familia, estaba en el lado de los derrotados, y todavía tiene que dar gracias por no haber sido represaliada y gozar de un bienestar manchado con sangre, que el Régimen les regala por los méritos contraídos.
Los seis vástagos resultantes del matrimonio sobreviven como pueden en un entorno seguro en lo económico pero congelado en lo meramente afectivo. El ambiente resulta soporífero por momentos, cuando no estresante, siempre con la idea de pecado y de castigo flotando sobre las cabezas de los personajes como una enfermiza y castrante lacra. Las criaturas sobreviven como pueden entre el mundo nuevo que se avecina (años 70) y la oscuridad siniestra que se oculta entre las sombras de un negro pasado no tan lejano. Todos ellos son alimentados, peinados y cuidados pero poco más. Quico, quizá, busca su sitio en medio de ese maremágnum de acontecimientos que se precipitan y de sensaciones nuevas, pero lo hace de un modo grupal, con todos, con su hermana pequeña, Cristina; con su hermano Juan y con los demás. Solo quiere, desde la limitación derivada de su corta edad, disfrutar de lo que él considera privilegios de mayores, como ir al colegio o salir a la calle solo. Además, están los miedos, intensos y concretos miedos de niño; estos son muy reales y nos son familiares porque cuando la luz se apaga, la oscuridad se puebla de monstruos que acechan y amenazan; en esos instantes terribles no queda más remedio que gritar y llamar a la madre y rogar un poco de luz, y si es posible el tacto de una cálida y protectora mano.
Aunque mi infancia está lejana, esta novela ha recuperado en mí muchas sensaciones que creía olvidadas. Mi madre dando órdenes (éramos seis de familia en una casa minúscula). Voces de llamada amenazantes, quejas, bofetones esperados, peleas entre hermanos, la odisea de ir al colegio todas las mañanas, a lo que se sumaban los miedos infinitos que me acosaban: miedo a que me pegara el profesor, miedo a no saberme la lección y que me pegara el profesor (el profesor te podía pegar sin ningún motivo, por el simple hecho de estar presente, porque esa era su potestad como verdugo escolar), miedo a que me castigara mi madre, miedo a que no me quisiera mi madre, miedo a que se muriera mi madre, miedo a que no viniera mi padre, miedo a la oscuridad, miedo a que se fuera la luz, miedo al infierno, miedo al cura y a sus demonios, miedo a un dios inculcado que no entendía ni cuya presencia intuía a mi alrededor, miedo a tener miedo.
La infancia es una experiencia temible. Sin embargo, lo peor vino después cuando los miedos comenzaron a tomar otras formas más concretas y severas, más propias de mayores. Hasta los cinco o seis años todavía poseía una ingenuidad que me protegía de los rigores de la existencia. La imaginación me salvaba y me empujaba hacia dimensiones en las que habitaban mosqueteros, piratas y los asilvestrados vaqueros del lejano oeste norteamericano. Luego llegaron las exigencias y con ellas el fin de la infancia, entonces sí fui destronado, para siempre.
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