Por Ángel E. Lejarriaga
Como ocurre con otros muchos autores, sus obras están cargadas de contenido autobiográfico, es decir, se inspiran en su experiencia personal durante su infancia y juventud en África, y luego en la Gran Bretaña. Sus textos están teñidos de crítica al militarismo y al imperialismo, a la desigualdad y a la injusticia, y, desde luego, a la condición de la mujer.
Aunque su obra es muy extensa y variada, la novela que la catapultó a la fama fue El cuaderno dorado (1962), llena de reivindicaciones feministas. Después llegarían otras de consideradas de relevancia en la literatura del siglo XX como La buena terrorista (1985), El quinto hijo (1988) o Bajo mi piel (1994). En el año 2007 se le concedió el Premio Alfred Nobel de Literatura.
La buena terrorista es una novela que hay que leer con cuidado y no sacar conclusiones precipitadas, porque describe muchas imágenes que se desplazan al mismo tiempo en una corriente que no se sabe muy bien hacia dónde pretendía que fuera la autora. Por ello hay que dividirla en partes, y considerar cada una por separado; aunque, de hecho, eso sea imposible, porque hablamos de las dos caras de la misma moneda. Narra las aventuras y desventuras de Alice Melling, una joven de treinta y tantos años que vive en una comuna de squatters en un barrio humilde. Los componentes de dicha comuna son en su mayoría de filiación comunista y pro IRA. Lessing desnuda a los hijos e hijas de una decadente clase media inglesa, sin expectativas de futuro, sin motivación, que viven de la caridad municipal o de lo que sustraen a sus padres; tal es el caso de Alice. La única esperanza que tienen de cambio es una «revolución» difusa, sangrienta, rabiosa, cargada de desengaños. Alice lleva el peso de la historia y representa la encarnación de la frustración, la negación de la propia individualidad, la sumisión a un grupo que en el fondo la desprecia; el sometimiento a un compañero sentimental que la explota miserablemente, la inestabilidad emocional, el vacío y la deriva hacia ningún sitio. Su papel fundamental, entre otros, es cuidar a los demás miembros de la comuna. Nadie la ha obligado a hacerlo, nadie se lo ha pedido pero ella lo desarrolla con eficacia, esperando un reconocimiento que nunca llega. Es una revolucionaria en un submundo difícil de encasillar, que se desvive por ejercer de madre protectora, dispuesta a todo por sus cachorros.
Otro protagonista importante es la propia casa —una buena casa—, que los intereses especulativos de la corporación municipal quieren destruir a toda costa para construir un edificio de pisos. Los okupas la salvan temporalmente pues la burocracia administrativa es implacable con aquellos que se encuentran en los límites de la sociedad. Son personas de orden políticamente correctas las que destrozan las cañerías, los conductos del gas, la instalación eléctrica —funcionarios respetables— para que nadie pueda aprovechar ese bien común que sería de gran utilidad a los más desfavorecidos. La caridad la gestionan los burócratas como quieren, cuando quieren y con quien quieren. Esa es su prerrogativa.
Una vez descritos estos dos ejes dramáticos, nos queda el tercer eje, compuesto por el resto de los personajes que pululan por las páginas: comunistas, policías desmesurados y violentos, desclasados, agentes del KGB, militantes del IRA, los padres de Alice, vecinas curiosas o dementes y funcionarios que se comportan magnánimamente de manera puntual. Este eje es muy desconcertante. Pienso que Doris Lessing le pasa factura a una experiencia o a alguien en concreto que no conocemos, porque el discurso que rellena el esqueleto de la novela nos presenta —cosa que algunas veces es cierto— a izquierdistas marginales, aislados de la realidad, rechazados socialmente, que se desenvuelven en una sociedad consumista, carente de valores, tratando de sobrevivir de una manera despiadada e insolidaria. Los personajes, masculinos y femeninos, incluyendo a Alice, emplean una verborrea izquierdista fuera de lugar; son autocomplacientes en su estupidez, caprichosos e irascibles. Lessing se recrea en la ridiculización de las situaciones y de los protagonistas, a cual más esperpéntico, que se excitan ante la fabricación de bombas con elementos caseros, para hacerlas estallar indiscriminadamente sin más motivos que los derivados de la diversión y el aventurerismo. Algo insostenible y patético. Todo esto en medio de un contexto plagado de sombras acechantes, militantes del IRA y agentes del KGB que se mueven con absoluta libertad por el escenario. En fin, un texto, para mi gusto, poco serio.
A La buena terrorista se la considera una de las novelas más importantes del siglo XX, yo tengo mis reservas al respecto, no tanto sobre la forma como con un contenido ridículo, que en nada beneficia a la imagen pública de todas esas personas que a diario mantienen en alto la bandera de la resistencia, de la lucha de clases, pasando por encima de su bienestar y seguridad. Que cada una saque sus propias conclusiones al leerla.
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