1 jun 2017

El cuaderno rojo

Por Ángel E. Lejarriaga



Este librito de apenas 90 páginas apareció en 1992. Recopila pequeñas historias, que pretenden ser autobiográficas. Sobre su veracidad no vamos a especular, en el universo de Paul Auster (1947), realidad y ficción se confunden, y, necesariamente, tenemos que creernos lo que nos cuenta, gozando de paso con ello. Qué más da si lo que nos cuenta no es fiel a los hechos; lo que recordamos de nuestro pasado tampoco lo es y podemos soportarlo con un desenfado infinito.

Los relatos describen situaciones que definen muy bien el sol que ilumina los escenarios del autor: el azar. En ellos nos habla de casualidades, de sucesos poco probables que ponen en contacto a individuos dispares. ¿Nos suena el tema? Pues claro. Es Auster puro. Cuentos sencillos de vidas sencillas que nos describen a nosotras mismas, ansiosas de certezas y de ejercer un control exhaustivo sobre el mundo.

En una de estas significativas historias —«anécdotas» las ha llamado algún que otro analista sesudo—, describe cómo se planteó la estructura narrativa de Ciudad de Cristal (1985), una de las novelas cortas que componen Trilogía de Nueva York (1987). Las llamadas inquietantes a media noche, que preguntan por alguien que no es el que contesta; llamadas que hacen que la imaginación del receptor de las mismas se desencadene para construir posibilidades que vayan más allá del cubículo infecto en el que vive. Coincidencias, errores trascendentales, sino, fatalidad: la vida misma.

La biografía que conocemos de Paul Auster cuenta que siendo un adolescente, durante una excursión por una zona forestal, se desató una tormenta de tintes muy agresivos. La persona que conducía el grupo les ordenó que se colocaran en fila india para cruzar una alambrada. Así lo hicieron. Un compañero llamado Ralph se sitúo delante de Paul. En el momento de saltar cayó un rayó y mató al chico. Dicen que Auster tiene un pensamiento obsesivo desde entonces «¿Qué habría sucedido sí el rayo me hubiera caído a mí?» En realidad, es una preocupación vana o inútil, como todas las obsesiones lo son; la respuesta a la suya es clara: estaría muerto, sin más. Fin de la historia.

Su caso, desde luego, es extremo; generalmente la existencia nos sitúa en encrucijadas en que no vemos tan clara las consecuencias, salvo a posteriori, cuando el tiempo ha pasado. «¿Qué hubiera sucedido si hubiera hecho esto o aquello?» «Si aquel día no hubiera cogido el metro no habría conocido a X.» Así es, a eso lo llamamos azar. No podemos hacer nada ni a su favor ni en su contra. Nos queda la voluntad como arma transformadora. A pesar de ella, seguimos teniendo que elegir en todos los cruces de caminos, ¿cuál es el esperamos que sea mejor?; a veces ni eso, el camino, un evento, o alguien elige por nosotros. Esto es El cuaderno rojo. Auster nos dice claramente que «el mundo es un misterio».

El librito sabe a poco.
«Un día, mi futura cuñada estaba hablando con una amiga norteamericana, una joven que también había ido a Taipei a estudiar chino. La conversación tocó el tema de sus familias en Estados Unidos, lo que dio pie al siguiente diálogo:
—Tengo una hermana que vive en Nueva York -dijo mi futura cuñada.
—También yo -contestó su amiga.
—Mi hermana vive en el Upper West Side.
—La mía también.
—Mi hermana vive en la calle 109 Oeste.
—Aunque no te lo creas, la mía también.
—Mi hermana vive en el número 309 de la calle 109 Oeste.
—¡La mía también!
—Mi hermana vive en el segundo piso del número 309 de la calle 109 Oeste.
Su amiga suspiró y dijo:
—Sé que parece un disparate, pero la mía también.
Es prácticamente imposible que haya dos ciudades tan lejanas como Taipei y Nueva York. Están en las antípodas, separadas por una distancia de más de quince mil kilómetros, y cuando es de día en una es de noche en la otra. Mientras las dos jóvenes se maravillaban en Taipei de la sorprendente conexión que acababan de descubrir, cayeron en la cuenta de que sus dos hermanas probablemente dormían en aquel instante. En el mismo piso del mismo edificio del norte de Manhattan, cada una dormía en su apartamento, ajena a la conversación que, acerca de ellas, tenía lugar en el otro extremo del mundo.»

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