Robert Louis Stevenson (1850-1894), escocés universal escribió mucho más allá de lo imaginable, su vida era la pluma. Así, su intelecto produjo novelas, libros de viajes, poesía y ensayo. A pesar de la magna extensión de su obra, se le conoce fundamentalmente por unas cuantas novelas que cuando era niño leí con avidez: La isla del tesoro (1883), El extraño caso del doctor Jekyll y Míster Hyde (1886) y La flecha negra (1888).
Su vida empezó a resultar interesante —supongo— desde el mismo momento de su nacimiento, su padre era constructor de faros. Esa idea me produce vértigo. ¿Puede existir algo más fantástico y entrañable que un faro? Es probable. Pero sin faros la navegación se habría complicado mucho; además, qué decir de esos sujetos que vivían aislados del mundo, siempre pendientes de que la linterna del faro permaneciera encendida para iluminar la noche con destellos que suponían la diferencia entre la vida y la muerte. La imagen da mucho juego literario. Para añadir mayor relevancia al hecho en sí de tener un padre que construía faros, diré que su abuelo, Robert Stevenson, sus tíos Alan y David, sus primos David, Charles y Alan, todos Stevenson, fueron ingenieros y constructores de faros. Otro detalle para el anecdotario es que Graham Green (1904-1991) era, por línea materna, sobrino nieto de Robert Louis Stevenson.
Su infancia estuvo dominada por dos circunstancias, una su estado enfermizo debido a problemas respiratorios, mal que compartía con su madre; la segunda eran las temáticas religiosas, sus padres eran presbiterianos y su niñera, Alison Cunningham, calvinista. Esta última impresionó especialmente al niño Stevenson, hasta el punto de provocarle pesadillas. La vida de Robert L. estaba constantemente bañada por el diluvio universal, el cuento aún más desagradable de Caín y Abel y demás historias truculentas procedentes de la Biblia. Hasta tal punto le influenciaron que apilaba sillas y mesas para construirse púlpitos desde los que jugaba a ser pastor. Según contó su madre en sus diarios, antes de cumplir los cinco años empezó a escribir.
A los siete años comenzó a ir al colegio dos horas al día pero en poco tiempo una bronquitis le impidió mantener la escolarización y sus padres decidieron que recibiera clases en su casa. A los once años lo intentaron de nuevo con una escuela superior de Edimburgo y no le fue mal pero también la abandonó. De esa escuela pasó por un internado de Londres durante un año, aproximadamente, en que volvió a su tierra para ingresar en una escuela de su ciudad.
El niño prodigio que era, se pasó todo este tiempo escribiendo hasta el punto que en 1966 vio la luz su primera novela Pentland Rising. La novela pasó por las librerías sin pena ni gloria, y el padre se vio obligado a comprar todos los libros que no se habían vendido en el tiempo acordado. Esto era algo habitual en aquellos tiempos. Pues bien, esta obra que fue considerada de poco valor literario, dos décadas después alcanzó precios de escándalo. ¡Cómo somos!
Como los problemas de salud de madre e hijo persistían, la familia decidió comprar, cerca de Edimburgo, la casa que sería un refugio de Robert L. Stevenson en el futuro: Swanston Cottage.
Después de algunos viajes de trabajo, acompañando a su padre, entró en la universidad de Edimburgo para mantener bien alta la bandera de los Stevenson en cuanto a estudios se refiere, se matriculó en ingeniería náutica. Sin embargo, Robert rompió el molde y cambió los estudios de ingeniería por los de derecho. Con veinticinco años empezó a trabajar de abogado pero sin demasiado interés, lo suyo era la lengua y la literatura. Escribía compulsivamente siempre que tenía ocasión.
Robert Louis estaba atrapado con el asunto peliagudo de su precaria salud, los primeros síntomas de tuberculosis aparecieron enseguida. A pesar de ello se decidió a viajar por Europa, siempre a la busca de lugares en los que pudiera estabilizar su salud. Durante una estancia en Francia, en Grez, conoció a la que iba a ser su esposa, Fanny Osbourne, una ciudadana norteamericana. En 1880 se casaron en California.
La enfermedad lo determinaba, y él no ayudaba, precisamente, con su apego al alcohol. Cada día que pasaba estaba peor. Así que la pareja emprendió viajes para buscar sosiego en climas que supuestamente podían atemperar su mal. Tuvo momentos moderadamente soportables pero escasos. A pesar de ese estado de continua zozobra, no dejó de viajar. Sus últimos destinos fueron Nueva York —donde hizo amistad con Mark Twain—, San Francisco y por último a las islas del Pacífico Sur, lugar en el que se estableció para acabar sus días. En 1894 murió de una hemorragia cerebral a la edad de cuarenta y cuatro años.
La obra de Robert Louis Stevenson, como ya he dicho al principio, es muy extensa. Publicó, según mis datos, trece novelas, seis libros de cuentos, numerosos relatos, seis libros de poemas, ocho libros de viajes y once libros de ensayos. Seguro que me dejo algún manuscrito en el recuento.
El libro que voy a comentar brevemente es una recopilación de relatos que apareció en España bajo el título El diablo de la botella y otros cuentos, entre los que se cuentan: La playa de Falesá, El diablo de la botella, Olalla, Los ladrones de cadáveres y Markheim. Fue publicado en 1979 por Alianza Editorial, Madrid.
Los cinco relatos están enmarcados por cuatro variables definitorias del estilo de Stevenson: la minuciosa descripción de los escenarios en que se desenvuelven las historias, el estudio psicológico de los personajes, la moraleja que acompaña a cada relato y el ambiente sobrenatural.
El diablo en la botella fue publicado por el New York Herald en 1891. Cuenta la historia de Keawe, un hawaiano que llega a San Francisco, y deambulando por sus calles se siente atraído por una hermosa casa en la que habita un sujeto de aspecto triste que le muestra una botella que emite cautivadores destellos, en la que habita un diablo que concede lo que se le pide, pero con un coste. En la vida todo tiene un precio. Según avanza el relato, la angustia crece y la resolución del mismo no parece fácil. ¿La moraleja? Interpreto que sería algo así como que el amor merece cualquier sacrificio.
Olalla se publicó en 1885. Esta historia también va de amor, en este caso de un amor imposible. Un comandante se instala como huésped en una casa en la que suceden cosas extrañas, más que extrañas; a pesar de ello, se enamora perdidamente de una joven, Olalla, que habita en la mencionada casa y que carga con un gran peso difícil de sobrellevar. Su amor no tiene ninguna posibilidad de realizarse porque el pozo en el que los protagonistas se encuentran, supera cualquier impulso de liberación. Stevenson deja el final abierto, con lo que todas las conjeturas de los lectores son admisibles. A este relato se le ha calificado como ejemplo del «terror gótico». No digo más.
El ladrón de cadáveres se publicó en 1884. También es un relato de terror que da mucho juego al robo de cadáveres para la investigación; algo bastante corriente en la época. Hay sujetos de aspecto patibulario, sombras, oscuridad, noches cargadas de presagios y sudores fríos. La moraleja del mismo iría a poner sobre la mesa tanto a la ambición como a la avaricia desmedidas.
Markheim lo escribió en 1884 pero se publicó en 1885. Es una historia de un crimen, algo parecido a lo que sucede en Crimen y castigo de Dostoyevski. Este relato es una reflexión sobre la oscuridad que podemos llevar dentro y que en ciertas circunstancias puede manifestarse en todo su esplendor. No somos tan buenos como nos creemos.
Por último, nos queda La playa de Falesá publicado en el Illustrated London News en el año 1892. Esta obra es el resultado de su estancia en Samoa. El protagonista va con ideas muy románticas a las islas, para ejercer el comercio, y poco a poco descubre que detrás de ese paraíso en la tierra se oculta un infierno muy real. Sin ningún tipo de ambages, con este relato Stevenson denuncia el imperialismo de la Gran Bretaña, lo mismo que lo hará Joseph Conrad con El corazón de las tinieblas. De facto, este texto fue censurado por el editor.
En síntesis, los relatos de Robert Louis Stevenson representan una forma distinta de penetrar en su mundo, saltando por encima de La isla del tesoro y el inefable «Míster Hyde».
Su vida empezó a resultar interesante —supongo— desde el mismo momento de su nacimiento, su padre era constructor de faros. Esa idea me produce vértigo. ¿Puede existir algo más fantástico y entrañable que un faro? Es probable. Pero sin faros la navegación se habría complicado mucho; además, qué decir de esos sujetos que vivían aislados del mundo, siempre pendientes de que la linterna del faro permaneciera encendida para iluminar la noche con destellos que suponían la diferencia entre la vida y la muerte. La imagen da mucho juego literario. Para añadir mayor relevancia al hecho en sí de tener un padre que construía faros, diré que su abuelo, Robert Stevenson, sus tíos Alan y David, sus primos David, Charles y Alan, todos Stevenson, fueron ingenieros y constructores de faros. Otro detalle para el anecdotario es que Graham Green (1904-1991) era, por línea materna, sobrino nieto de Robert Louis Stevenson.
Su infancia estuvo dominada por dos circunstancias, una su estado enfermizo debido a problemas respiratorios, mal que compartía con su madre; la segunda eran las temáticas religiosas, sus padres eran presbiterianos y su niñera, Alison Cunningham, calvinista. Esta última impresionó especialmente al niño Stevenson, hasta el punto de provocarle pesadillas. La vida de Robert L. estaba constantemente bañada por el diluvio universal, el cuento aún más desagradable de Caín y Abel y demás historias truculentas procedentes de la Biblia. Hasta tal punto le influenciaron que apilaba sillas y mesas para construirse púlpitos desde los que jugaba a ser pastor. Según contó su madre en sus diarios, antes de cumplir los cinco años empezó a escribir.
A los siete años comenzó a ir al colegio dos horas al día pero en poco tiempo una bronquitis le impidió mantener la escolarización y sus padres decidieron que recibiera clases en su casa. A los once años lo intentaron de nuevo con una escuela superior de Edimburgo y no le fue mal pero también la abandonó. De esa escuela pasó por un internado de Londres durante un año, aproximadamente, en que volvió a su tierra para ingresar en una escuela de su ciudad.
El niño prodigio que era, se pasó todo este tiempo escribiendo hasta el punto que en 1966 vio la luz su primera novela Pentland Rising. La novela pasó por las librerías sin pena ni gloria, y el padre se vio obligado a comprar todos los libros que no se habían vendido en el tiempo acordado. Esto era algo habitual en aquellos tiempos. Pues bien, esta obra que fue considerada de poco valor literario, dos décadas después alcanzó precios de escándalo. ¡Cómo somos!
Como los problemas de salud de madre e hijo persistían, la familia decidió comprar, cerca de Edimburgo, la casa que sería un refugio de Robert L. Stevenson en el futuro: Swanston Cottage.
Después de algunos viajes de trabajo, acompañando a su padre, entró en la universidad de Edimburgo para mantener bien alta la bandera de los Stevenson en cuanto a estudios se refiere, se matriculó en ingeniería náutica. Sin embargo, Robert rompió el molde y cambió los estudios de ingeniería por los de derecho. Con veinticinco años empezó a trabajar de abogado pero sin demasiado interés, lo suyo era la lengua y la literatura. Escribía compulsivamente siempre que tenía ocasión.
Robert Louis estaba atrapado con el asunto peliagudo de su precaria salud, los primeros síntomas de tuberculosis aparecieron enseguida. A pesar de ello se decidió a viajar por Europa, siempre a la busca de lugares en los que pudiera estabilizar su salud. Durante una estancia en Francia, en Grez, conoció a la que iba a ser su esposa, Fanny Osbourne, una ciudadana norteamericana. En 1880 se casaron en California.
La enfermedad lo determinaba, y él no ayudaba, precisamente, con su apego al alcohol. Cada día que pasaba estaba peor. Así que la pareja emprendió viajes para buscar sosiego en climas que supuestamente podían atemperar su mal. Tuvo momentos moderadamente soportables pero escasos. A pesar de ese estado de continua zozobra, no dejó de viajar. Sus últimos destinos fueron Nueva York —donde hizo amistad con Mark Twain—, San Francisco y por último a las islas del Pacífico Sur, lugar en el que se estableció para acabar sus días. En 1894 murió de una hemorragia cerebral a la edad de cuarenta y cuatro años.
La obra de Robert Louis Stevenson, como ya he dicho al principio, es muy extensa. Publicó, según mis datos, trece novelas, seis libros de cuentos, numerosos relatos, seis libros de poemas, ocho libros de viajes y once libros de ensayos. Seguro que me dejo algún manuscrito en el recuento.
El libro que voy a comentar brevemente es una recopilación de relatos que apareció en España bajo el título El diablo de la botella y otros cuentos, entre los que se cuentan: La playa de Falesá, El diablo de la botella, Olalla, Los ladrones de cadáveres y Markheim. Fue publicado en 1979 por Alianza Editorial, Madrid.
Los cinco relatos están enmarcados por cuatro variables definitorias del estilo de Stevenson: la minuciosa descripción de los escenarios en que se desenvuelven las historias, el estudio psicológico de los personajes, la moraleja que acompaña a cada relato y el ambiente sobrenatural.
El diablo en la botella fue publicado por el New York Herald en 1891. Cuenta la historia de Keawe, un hawaiano que llega a San Francisco, y deambulando por sus calles se siente atraído por una hermosa casa en la que habita un sujeto de aspecto triste que le muestra una botella que emite cautivadores destellos, en la que habita un diablo que concede lo que se le pide, pero con un coste. En la vida todo tiene un precio. Según avanza el relato, la angustia crece y la resolución del mismo no parece fácil. ¿La moraleja? Interpreto que sería algo así como que el amor merece cualquier sacrificio.
Olalla se publicó en 1885. Esta historia también va de amor, en este caso de un amor imposible. Un comandante se instala como huésped en una casa en la que suceden cosas extrañas, más que extrañas; a pesar de ello, se enamora perdidamente de una joven, Olalla, que habita en la mencionada casa y que carga con un gran peso difícil de sobrellevar. Su amor no tiene ninguna posibilidad de realizarse porque el pozo en el que los protagonistas se encuentran, supera cualquier impulso de liberación. Stevenson deja el final abierto, con lo que todas las conjeturas de los lectores son admisibles. A este relato se le ha calificado como ejemplo del «terror gótico». No digo más.
El ladrón de cadáveres se publicó en 1884. También es un relato de terror que da mucho juego al robo de cadáveres para la investigación; algo bastante corriente en la época. Hay sujetos de aspecto patibulario, sombras, oscuridad, noches cargadas de presagios y sudores fríos. La moraleja del mismo iría a poner sobre la mesa tanto a la ambición como a la avaricia desmedidas.
Markheim lo escribió en 1884 pero se publicó en 1885. Es una historia de un crimen, algo parecido a lo que sucede en Crimen y castigo de Dostoyevski. Este relato es una reflexión sobre la oscuridad que podemos llevar dentro y que en ciertas circunstancias puede manifestarse en todo su esplendor. No somos tan buenos como nos creemos.
Por último, nos queda La playa de Falesá publicado en el Illustrated London News en el año 1892. Esta obra es el resultado de su estancia en Samoa. El protagonista va con ideas muy románticas a las islas, para ejercer el comercio, y poco a poco descubre que detrás de ese paraíso en la tierra se oculta un infierno muy real. Sin ningún tipo de ambages, con este relato Stevenson denuncia el imperialismo de la Gran Bretaña, lo mismo que lo hará Joseph Conrad con El corazón de las tinieblas. De facto, este texto fue censurado por el editor.
En síntesis, los relatos de Robert Louis Stevenson representan una forma distinta de penetrar en su mundo, saltando por encima de La isla del tesoro y el inefable «Míster Hyde».
John Silver fue mi ídolo, casi lo adopté como segundo padre
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