22 ene 2018

La historia de mi máquina de escribir



Por Ángel E. Lejarriaga



Si digo que Paul Auster siempre logra sorprender a sus seguidores me quedó corto, a veces incluso nos abruma con su atrevimiento, convirtiendo lo aparentemente trivial en un acontecimiento de primera magnitud. En este caso hablamos de su máquina de escribir. ¿Se puede editar un libro sobre tu máquina de escribir? Pues sí. Auster lo hizo en el año 2000. Un minúsculo texto bellamente ilustrado por el pintor Sam Messer, trastornado con la máquina de escribir de Paul Auster, sobre la que ha pintado numerosas obras repartidas por medio mundo.

Esta historia se inicia en 1974, Auster llega a New York y se queda sin herramienta para escribir —a él siempre le ha gustado escribir a mano, a bolígrafo o a pluma—, en este caso sin su máquina Hermes que no había sobrevivido a su último viaje. Azarosamente, como ocurre casi siempre en nuestras inescrutables vidas, unos pocos días después un viejo amigo de la facultad le invitó a cenar, y durante el encuentro salió a colación el tema de su máquina de escribir. Su amigo le planteó que se quedara con la suya, que estaba prácticamente nueva; se la habían regalado al terminar el bachiller y la tenía guardada en un armario. Se trataba de una Olympia portátil que de inmediato enamoró a Paul Auster. Cuarenta dólares tuvieron la culpa de que la máquina cambiara de dueño. La máquina era un artefacto originario de Alemania Occidental con capacidad para ser casi eterna si se le proporcionaban los cuidados necesarios. Todavía —según parece— no se había inventado la obsolescencia programada. Después de aquella compra, Auster tuvo la oportunidad de cambiar de máquina, cambiándola por una eléctrica, pero, según escribió, no le gustaba el sonido que emitía. La Olympia, a pesar del traqueteo y trabajo con que Auster la castigó, parecía indestructible. Según confesó tuvo que cambiarle los rodillos en dos o tres ocasiones. Y una vez su hijo de dos años le partió la palanca de retroceso, accidente que fue subsanado por una hábil soldadura de un taller de reparaciones próximo a su casa.


Paul Auster rechazó las máquinas eléctricas pero también rechazó los primeros procesadores de textos; las leyendas urbanas de entonces hablaban entre susurros de pérdidas inconfesables de material escrito por cortes de la luz y demás accidentes posibles. Más adelante llegaron las computadoras de sobremesa y aunque sus amigos se pasaron a los nuevos artilugios, él permaneció fiel a su Olympia. Temiendo lo peor, es decir que desaparecieran los consumibles —las cintas— para la misma, llegó a encargar a una papelería de Brooklyn todas las cintas que encontrara a la venta. Se dice que compró cincuenta.

En fin, esta es la historia de la dichosa máquina de escribir a la que inmortalizó San Messer, amigo íntimo de Auster, que se obsesionó con la Olympia, más si cabe que el propio escritor.







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