4 dic 2018

La música del azar



Por Ángel E. Lejarriaga


Esta es una de las obras de Paul Auster (1947) que mejor le sitúa en su universo interior, el del azar, que precisamente da título a la novela de 1990, La música del azar, y que se publicó en España en 1997. Era la quinta. Antes habían aparecido Jugada de presión (1982), La trilogía de Nueva York (1991), El país de las últimas cosas (1987) y El palacio de la luna (1989). Todo un prodigio de producción literaria que dejó sin aliento al buen lector norteamericano, en aquellos años.

Los individuos que aparecen en la novela son corrientes, arrojados a un mundo en el que vagan, unos aguardando expectantes que el azar les sonría, otros sin esperar nada más que vivir el día a día con las pretensiones justas. En este texto no hay grandes consideraciones filosóficas sobre la existencia humana salvo una cierta sensación perturbadora que parece decir que hagas lo que hagas te va a dar igual; aun así, los personajes no se abandonan del todo y se agarran como garrapatas a obsesiones de las que podrían prescindir y que, desde luego, generan efectos perniciosos sobre sus vidas. La narración no es compleja en contraposición a otras obras de Paul Auster pero sí obliga a seguir leyendo una vez que posas los ojos en la primera página, porque quieres saber en qué va a concluir el viaje nada épico de los dos anti héroes, dos individuos que nada saben del oficio de vivir porque solo han vivido una vez y, obviamente, no parece que vayan a repetir. Desde una testarudez digna de ser alabada, se mantendrán firmes en sus planteamientos hasta la última página, con un posicionamiento individual que roza lo demencial. 
Nashe, el bombero, es un buen hombre, alguien como nosotros, abandonado al curso inexorable definido por el hecho mismo de nacer, que intenta pasar el rato lo mejor que puede. Una herencia inesperada le permite dejarlo todo y hacer algo tan norteamericano como echarse a la carretera, una forma como otra cualquiera de rebelión contra la estupidez de la vida cotidiana. En principio parece que el azar le da un respiro y sonríe satisfecho. En esas anda cuando aparece el joven Pozzi, la imagen perfecta del perdedor que no sabe que lo es, que vive como puede —como un corcho a la deriva—, sin asideros de ningún tipo.

Los dos forman un tándem paterno filial pero sin demasiado apego entre ellos, digamos que se hacen compañía porque el camino es más llevadero si es compartido. En una encrucijada se van a encontrar con Flower y Stone; ahí comienza otra historia, quizá inverosímil, pero también lo sería, visto desde otro planeta, si analizáramos las vidas que llevamos desde que nacemos, sacrificadas en la máquina que todo lo devora a la que denominamos trabajo. En mis oídos resuena la frase determinante que tantas veces he escuchado «Así es la vida», es cierto así es, pero ocurre lo que ocurre porque nosotros lo permitimos, ese estigma no lo llevamos en nuestros genes. Que nadie crea que Nashe y Pozzi se hacen estos planteamientos tan profundos, ya lo he dicho al principio, su acontecer es mucho más prosaico que todo esto.

No sabría decir si los dos juegan con el azar o es el azar el que juega con ellos, más bien lo segundo; en cualquier caso, la suerte no dura siempre, ni para bien ni para mal, aunque haya gente a la que parece la ha mirado un tuerto por el ensañamiento malévolo que recibe de hados invisibles e inmisericordes.

Con los elementos que he mencionado ha construido Paul Auster esta trama, por momentos increíble, por momentos muy próxima. De alguna manera inconsciente e imprevisible, ambos protagonistas han sido juzgados y condenados desde el momento de nacer, y deben cumplir su pena en una cárcel que aparentemente no tiene rejas. ¿Nos suena a algo esta metáfora?



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