22 ene 2019

Las apariencias


Por Ángel E. Lejarriaga



A estas alturas nadie discutirá que Antonio Muñoz Molina (1956) es un escritor que se ha formado y crecido a través de un periodismo de columna semanal que ha marcado su posterior escritura, pasando de la narración exquisita, yo diría que poética, a la más crítica y contundente con la sociedad de finales del siglo XX y principios del siglo XXI. Las colecciones de sus artículos publicados son variadas: El Robinson urbano (1984), recopilación de escritos editados en el periódico Ideal; Diario del Nautilus (1986); Las apariencias (1995); La huerta del Edén (1996); Unas gafas de Pla (2000); La vida por delante (2002); Travesías (2007), que contiene un buena colección de sus columnas publicadas en el diario El País entre los años 1993 y 1997.

Las apariencias se presentó en Madrid por el filósofo Emilio Lledó, en el Museo Thyssen. Contiene una selección de artículos publicados entre los años 1988 y 1991, en el diario ABC bajo el título La cueva de Montesinos y en el diario El País en la columna de nombre Las apariencias. Los artículos están ordenados cronológicamente por fecha de publicación en los diarios que les acogieron, salvo el primero que sirve de presentación: La manera de mirar.

En estos artículos, Muñoz Molina trasciende el mero ejercicio de observador del mundo, desde su atalaya inaprensible, para tomar partido sobre lo que ocurre a su alrededor, es decir, toma partido, da su opinión, su visión de los acontecimientos.

El prólogo lo escribe Elvira Lindo con maestría y agudeza analítica. Sabe bien dónde hacer hincapié a la hora de revisar el contenido de los textos que presenta. En dicho prólogo cuenta muchas cosas sobre Muñoz Molina entre ellas que para él los artículos son ensayos rápidos sobre lo que vendrá después, las narraciones más largas y elaboradas; eso, por supuesto, no les resta mérito, más bien al contrario, son una especie de aperitivos que presentan procesos de indagación del autor que tomarán forma más adelante. Ella dice que las columnas periodísticas so su “laboratorio” y, obviamente, su contacto más cercano con el público que le sigue. Además, Elvira Lindo matiza y destaca que Muñoz Molina recupera la tradición corrosiva y crítica que la mayor parte de los escritores han abandonado para no afear al establishment. Él no se corta y se manifiesta abiertamente como laico, republicano y de izquierdas. Antonio Muñoz Molina alaba la existencia del periodismo y de los periódicos, en ese momento ni siquiera intuía en lo que se iban a convertir veinte años después.

A modo de reflexión personal, resulta doloroso constatar, una vez más, que los temas y las críticas que realiza el autor permanecen vigentes hoy día si no han empeorado.

Muñoz Molina es uno de los representantes más eminentes del gremio de columnistas y se sitúa en esa escuela en decadencia del periodismo literario; para entender el alcance de su narrativa hay que tener en cuenta su labor periodística, sin lugar a dudas.

Quiero destacar uno de los textos del libro, aunque todos son igual de buenos, porque define muy bien la idiosincrasia cultural española:
A los cráneos privilegiados del Consejo de Universidades no les gusta nada la literatura española. Están en su derecho. La literatura española tampoco le gusta al Ministerio de Educación, que la expulsa gradualmente de sus exiguos reductos en el bachillerato, ni a la mayoría de los españoles, que en esto, como en tantas otras cosas, secundan la convicción ejemplar de sus dirigentes políticos, herederos de aquella célebre consigna lanzada a principios de los setenta por un hombre injustamente postergado hoy día de nuestras instituciones educativas. Hablo, claro, de don José Solís Ruiz, la sonrisa del régimen -el otro, el que nunca existió-, y de unas palabras que hoy deberían estar inscritas en bronce, o en metacrilato, en el frontispicio del gran templo de nuestra ignorancia: "Más deporte y menos latín". Con el latín, y con el griego, ya se ocuparon de acabar los penúltimos educadores franquistas. La tarea animosamente emprendida por nuestros gobernantes actuales es acabar con el español. Por el modo en que ellos hablan se diría que ya lo han conseguido. Si uno se para a pensarlo, un idioma con tantos miles de palabras es tan arcaico como una fábrica con varios miles de obreros: gastos innecesarios, dificultades de gestión, falta de eficacia. Así que del mismo modo que para modernizarnos han cerrado tantas fábricas y despedido a tal número de trabajadores, también han resuelto clausurar capítulos enteros del diccionario y de la historia de la literatura y arrojar al desempleo de la inexistencia la mayor parte de las palabras del idioma. Y dando un ejemplo de austeridad que felizmente cunde entre la población, ellos han logrado hablar con una soltura y una riqueza de vocabulario dignas de los boxeadores sonados y de los cronistas de fútbol. Al Consejo de Universidades y al Ministerio de Educación lo que les gusta es la lingüística, que al fin y al cabo es una ciencia, si no tan noble como la informática, la pedagogía o la animación sociocultural, sí mucho más respetable que la literatura., que como es sabido trata de gente que no existe y más de una vez ha enloquecido a lectores incautos transmitiéndoles sentimientos de concupiscencia y rebeldía. Gracias a los nuevos planes de estudio, los alumnos obtendrán un conocimiento exhaustivo de las leyes del idioma sin el menor peligro de contagio. No sabrán poner correctamente un acento ni articular una frase de más de cinco palabras, ni tendrán por qué haberse molestado en leer una novela, pero el fonema no guardará ningún secreto para ellos. Si el ejemplo se extiende, muy pronto la medicina no servirá para curar, sino para explicarles a los enfermos los pormenores de su dolencia, y la gastronomía podrá estudiarse en ayunas, y los capitanes de barco se jubilarán después de largos años de aprenderlo todo sobre la didáctica de la navegación y las mareas sin haber tenido necesidad de embarcarse nunca. La tarea es larga y difícil, pero por lo pronto ya se ha conseguido que un número creciente de españoles pase por la escuela, el instituto y la universidad como pasaron Daniel y sus amigos por el foso de fuego, milagrosamente indemnes, libres de todo rastro de daño y de conocimiento, y sobre todo de esa funesta manía de pensar que tan heroicamente combatió otro insigne reformador de nuestro sistema educativo, el rey don Fernando VII, el cual, por carecer en su tiempo de inteligencias pedagógicas como las que actualmente nos rigen, no tuvo más remedio que cerrar las universidades y sustituirlas por escuelas de tauromaquia.
Que el Ministerio de Educación se ocupe de fomentar la ignorancia y que a los futuros profesores de literatura se les exima de la tediosa obligación de conocerla pueden parecer decisiones paradójicas, pero en el fondo obedecen a un cierto modelo de conducta que ha mostrado su indudable eficacia en los últimos quince años de la vida española, desde que se comprobó, primero con desconcierto, y luego con un poco de babosa gratitud, que los más berroqueños franquistas se convertían en sonrientes demócratas de traje azul marino, y los republicanos de siempre, en monárquicos leales hasta las lágrimas. Inaugurada así la lógica de los imposibles, el paso de los años la ha ido mejorando: una de las tareas de ciertos servicios antiterroristas consistía en organizar actos terroristas; los mayores beneficiarios del socialismo en el poder son los banqueros y los especuladores; la política de repoblación forestal sirve para extender el desierto; los directivos de la Agencia del Medio Ambiente andaluza dedican sus ocios a cazar ciervas preñadas; dos hombres que abusan de una muchacha oligofrénica salen en libertad porque en el fondo se dejaron llevar por una comprensible explosión amorosa; cuando el tráfico ha vuelto inevitable una ciudad, se abren zanjas estratégicamente calculadas para perfeccionar el desastre; a un pirómano contumaz se le prescribe como terapia que trabaje de bombero, y el hombre, para no ser indigno de la confianza recibida, provoca en cuanto puede un incendio capaz de colmar las más ambiciosas expectativas de sus benefactores.
En su trato con la literatura, el poder siempre ha tenido la tentación de la piromanía, y no lo digo por esa concejala de Cultura que el año pasado se hizo momentáneamente célebre al quemar algunos libracos de hace dos o tres siglos con objeto de ampliar el espacio de su biblioteca pública. La literatura es la gran memoria universal de los hombres, el archivo viviente de sus mejores rebeldías, de su desasosiego, de su instinto de felicidad y de razón, el testimonio amargo o exaltado pero casi siempre ejemplar de su rabia contra la mansedumbre y de su ironía frente a lo indiscutible. La existencia de la literatura implica una doble soberanía de conciencia, la de quien escribe y la de quien lee, la licitud de la imaginación y la solidaridad inviolable de los desconocidos. La literatura nos explica la parte de lucidez que hay en la locura y de compañía íntima en la soledad, y porque nos permite viajar a lugares donde nunca hemos estado y compartir las palabras y las sensaciones de hombres que vivieron mucho antes de que naciéramos nosotros dilata nuestra conciencia más allá de los límites obligatorios del espacio y del tiempo. Gracias a la literatura aprendemos a no descartar lo imposible y a desconfiar de lo evidente, a venerar las palabras que pueden contamos la verdad y a saber que con frecuencia son armas de la mentira. Entendiendo a los héroes de la literatura nos entendemos a nosotros mismos: viajando por su mediación al pasado aprendemos a descifrar las raíces que constituyen el presente.
La literatura, pues, es un saber inútil. Tan inútil que ni una sola tiranía se ha olvidado de someterla al tribunal de los inquisidores y al celo de los pirómanos. En un entremés de Cervantes, un candidato a alcalde protesta airadamente cuando le preguntan si sabe leer. Tan orgulloso de su analfabetismo como de su condición de cristiano viejo, declara que los libros llevan a los hombres al brasero y a las mujeres a la casa llana. Quién sabe si lo que el bombero incendiario se proponía al prender fuego a un bosque era evitar que la madera de sus árboles acabara en el futuro convertida en papel, en hojas olorosas de libros. Quién sabe si gracias a las sabias medidas pedagógicas del Ministerio de Educación y del Consejo de Universidades los posibles incendiarios del porvenir no lograrán satisfacer su vocación de oscurantismo sin necesidad de prohibir los libros o de condenarlos al fuego. La más hermosa y necesaria utopía de aquella izquierda española exterminada para siempre en la guerra civil fue la democratización del saber. Pero los tiempos cambian y el viejo sueño de la Instrucción Pública, como el de la decencia pública, se ha vuelto un anacronismo que ya sólo parece conmover a unos pocos sentimentales incurables. Yo no sé si en el futuro todos los bomberos serán incendiarios convictos, y los violadores, rodeados del afecto de sus convecinos, dirigirán cursillos de convivencia marital. Por lo pronto, la incompetencia, la demagogia, el cinismo, con la ayuda de esas buenas intenciones de las que según dicen está empedrado el infierno, van implantando entre nosotros la obligatoriedad de la ignorancia.
Los bomberos pirómanos (El País, 31 de mayo de 1990)
FUENTE: El País



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