21 abr 2022

Dormidos y despiertos


Sueña, dulcemente, disfruta de esos amaneceres luminosos que las sombras enturbian. El mundo gira como lo que es, una piedra redonda, grande, que flota en el espacio vacío, algo corriente en el universo conocido. Me domina una cierta sensación de extrañeza ante el paso de los días, ante el hoy turbulento e imprevisible. Las presencias que me rodean, en su inmensa mayoría, me inquietan cuando no me irritan. Las horas se apagan en medio de un silencio sepulcral, sin números ni medidas. A pesar de tanta desazón el orden de las cosas simula tener sentido: gente pasea por la calle con un rumbo determinado o no, lo desconozco; un niño se desliza por un tobogán glacial, una vez abajo repite el ascenso de la corta escalera, hasta el cénit, y se deja caer de nuevo por la superficie lisa. Un bebé, muy cerca, agita pies y manos; tal vez reivindica una atención de la que en ese momento carece. Esta dimensión es prosaica, posible. Siento una llamada en mi interior que me impulsa a abrazar, a sentir el calor de esos dos cuerpos infantiles, también a los árboles, incluso al aire frío que barre la calle. Me conformo con esto último, lo primero sería difícil de aceptar por los adultos, no estamos preparados para los abrazos inesperados ni para las sonrisas no buscadas. El escenario me resulta irreal. ¿Lo estaré creando yo con mi patética imaginación?, me preguntó, desolado. Vuelvo al bebé, y le hago un gesto discreto con la mano para no molestar a la madre. La criatura me mira, no sabe quién soy, no puede saberlo, ni tan siquiera me reconoce como entidad factible de aprehender. ¿Ha nacido en un buen momento histórico? Quizá ninguno lo sea del todo. Es importante su presencia porque representa el futuro; existe alguna probabilidad de que testifique sobre nuestro paso por la tierra, si es que nos recuerda. No será de mí, desde luego, de quién hable. Vivimos entre tantas turbulencias que su presencia resulta insólita, milagrosa. Estás dos vástagos humanos sobreviven a pesar del colapso social y planetario en el que estamos instalados, por el que resbalamos sin ser demasiado conscientes de ello. Me intrigan los movimientos espasmódicos, sin aparente sentido, del bebé, nerviosos, tiernos.

No voy a compartir mucho tiempo con estos niños, apenas unos escasos segundos, insuficientes. ¿Cuáles son sus nombres? Me conformo con reconocerlos en mi fuero interno. Existencia líquida la nuestra, inestable, frágil. Podría, con el permiso de sus progenitores, dirigirme a ellos, hablarles ―me producen más confianza que los adultos― y contarles cómo ha sido mi vida; hacerles participes de esos otros mundos que he visitado, las cumbres simbólicas a las que he ascendido; sin pretender venderles mi verdad, ni que la hagan suya, nada más lejano a mi deseo. Compartiría con ellos, con sumo placer, el conocimiento que he adquirido, que no me ha hecho más libre sino más bien al contrario, más esclavo de este universo siniestro y podrido en el que habitamos. Generalmente deseo que el planeta estalle en millones de partículas, que se desintegre; mas al descubrir a estos niños me contengo, y me obligo a imaginar, de manera infantil, la llegada de un mundo mejor.

¿A esa madre que se abstrae con el teléfono, qué podría contarle? No lo sé, poco; probablemente, al dirigirme a ella, pensaría que voy a robarla, a venderle algo, que es lo mismo. Si fabulo un poco, quizá me pidiera que dejara hablar a mi corazón, aunque este sea solamente un músculo.

No entiendo estas emociones que surgen desde mis vísceras. Son una mezcla de alegría y pesadumbre. La inocencia me genera mucho dolor. Es posible que el miedo sea el auténtico gesto de este relámpago tiempo. He llegado hasta aquí dañado por la experiencia, como la mayoría de las personas, hay poco de original en ello.

Las sensaciones que me invaden me conducen a preguntas misteriosas. ¿Sería mejor que no hubieran nacido? ¿Podemos verdaderamente protegerles? Ya no tiene remedio, su nacimiento es un hecho. Hemos asumido una responsabilidad con ellos que no parece tener límites. Cada año nacen menos niños y niñas. Sin su presencia la especie humana se extinguirá. Es obvio que ese suceso no es tan trágico como a primera vista pudiera resultar. Ahora mismo existe una cierta seguridad; pero, ¿mañana? Vivimos en estado de guerra permanente contra otros pueblos, contra el cambio climático, contra la precariedad laboral y la destrucción de derechos fundamentales. El Estado se afana en promulgar leyes represivas para que la vida social se sustente en base a la obediencia y la aprensión. Estas guerras son antiguas, se suman a otras nuevas; en total, una guerra permanente de todos contra todos. Ignorando este panorama desolador y obscuro, vuelve la primavera, florece la tierra, sentimos amor, ternura, deseos de aprender, de crear; con estas condiciones elementales somos capaces de modificar nuestra vida interior, más adelante, si así lo imaginamos, tal vez lo hagamos con el resto del mundo.

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