Por Ángel E. Lejarriaga
Si miramos atrás solemos encontramos con escenarios que nos obsesionan, que pensamos y repensamos con reiteración, empeñados en la búsqueda de claves maestras que hubieran podido conducirnos a enfocar la resolución de los mismos de un modo diferente. Hubiera podido ser así, casi seguro. Existen infinitas formas a la hora de ejecutar ciertas tareas, pero por lo general en un momento dado solo se nos ocurre una.
Después de transcurrido mucho tiempo, resulta extravagante rememorar acontecimientos que permanecen borrosos en nuestra memoria. ¿Lo que ocurrió entonces, sucedió realmente como lo recordamos? ¿Lo que percibo en mi pensamiento consciente son recuerdos reales o pura ficción, divagaciones, fabulaciones que mi cerebro completa en ausencia de datos fehacientes? ¿Qué esperamos entonces en el momento presente? ¡Ah, sí!, la verdad. ¡La verdad! Todopoderosa e insustituible, la marca de nuestro hogar interior, la que nos distingue de las otras entidades que nos rodean. Pero, ¿dónde se encuentra, donde emplazarla para que conecte con nuestro hoy y nos exponga al detalle, como un video cualquiera, la rememoración de aquellos distantes hechos. Si tanta importancia le damos a dicha rememoración, a su vez, ¿no sentimos un reverente temor ante lo que podemos encontrar en esas cogniciones que surgen del pasado? ¿Y si la verdad no fuera de nuestro agrado; si la persona que emerge de los años transcurridos, que fuimos, representa a un ser monstruoso, uno entre otros, que se enseñorea en su pequeño macrocosmos como un depredador despreciable? ¿Es mejor detener la indagación, aceptar el decorado que nos envuelve, y conformarnos con sensaciones difusas que poco dicen y a la vez comunican lo que básicamente queremos saber?
Estamos hechos de miedo; miedo a no ser personas lo suficientemente capaces, desde el punto de vista productivo; a no ser aceptadas, a no ser queridas, a no ser valiosas, a no conseguir nuestros objetivos vitales, a quedarnos solas, a ser incapaces de afrontar la muerte y el sufrimiento con el necesario valor. Tantos miedos nos abruman que vivimos atrapados a un temblor continuo, aligerado por las pequeñas distracciones derivadas de la vida cotidiana. Dormir es un buen aliciente. Sin embargo, incluso durante el sueño el miedo nos ataca con virulencia. Al final, un miedo nos encadena a otro, y ese a otro, hasta el infinito, y todos ellos, paradójicamente, nos mantienen vivos. Extraño.
Después de transcurrido mucho tiempo, resulta extravagante rememorar acontecimientos que permanecen borrosos en nuestra memoria. ¿Lo que ocurrió entonces, sucedió realmente como lo recordamos? ¿Lo que percibo en mi pensamiento consciente son recuerdos reales o pura ficción, divagaciones, fabulaciones que mi cerebro completa en ausencia de datos fehacientes? ¿Qué esperamos entonces en el momento presente? ¡Ah, sí!, la verdad. ¡La verdad! Todopoderosa e insustituible, la marca de nuestro hogar interior, la que nos distingue de las otras entidades que nos rodean. Pero, ¿dónde se encuentra, donde emplazarla para que conecte con nuestro hoy y nos exponga al detalle, como un video cualquiera, la rememoración de aquellos distantes hechos. Si tanta importancia le damos a dicha rememoración, a su vez, ¿no sentimos un reverente temor ante lo que podemos encontrar en esas cogniciones que surgen del pasado? ¿Y si la verdad no fuera de nuestro agrado; si la persona que emerge de los años transcurridos, que fuimos, representa a un ser monstruoso, uno entre otros, que se enseñorea en su pequeño macrocosmos como un depredador despreciable? ¿Es mejor detener la indagación, aceptar el decorado que nos envuelve, y conformarnos con sensaciones difusas que poco dicen y a la vez comunican lo que básicamente queremos saber?
Estamos hechos de miedo; miedo a no ser personas lo suficientemente capaces, desde el punto de vista productivo; a no ser aceptadas, a no ser queridas, a no ser valiosas, a no conseguir nuestros objetivos vitales, a quedarnos solas, a ser incapaces de afrontar la muerte y el sufrimiento con el necesario valor. Tantos miedos nos abruman que vivimos atrapados a un temblor continuo, aligerado por las pequeñas distracciones derivadas de la vida cotidiana. Dormir es un buen aliciente. Sin embargo, incluso durante el sueño el miedo nos ataca con virulencia. Al final, un miedo nos encadena a otro, y ese a otro, hasta el infinito, y todos ellos, paradójicamente, nos mantienen vivos. Extraño.
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