13 dic 2022

La despedida (I)

15-2-15

Ángel, mi padre, se deteriora a ojos vista. Va a cumplir noventa y cinco años. ¡Qué temeridad! Vivir tanto tiempo, con un buen estado intelectual, debería ser un privilegio; sin embargo, en su caso solo supone un suplicio lento y lamentable. Él sigue vital pero se siente solo en la residencia, y lo está, aunque yo le visite todos los días. La palabra adecuada que lo define no es “soledad” sino indefensión. Sí, se encuentra indefenso. A pesar de la ampulosa apariencia de la residencia en la que vive, según él un hotel de cinco estrellas, la realidad es otra: carece de la atención que sería necesaria para personas con dificultades para valerse por sí mismas.


17-2-15

De vez en cuando, Ángel me llama por teléfono, y habla y habla y habla, de sucesos triviales o para pedirme algo, pero no contesta a mis preguntas, no podemos mantener una conversación, supongo que no me oye.

26-2-15

Para mi mayor asombro, Ángel se encuentra bastante bien. Posiblemente, el aparente deterioro anterior estaba relacionado con la depresión reactiva que sufre por lo que está viviendo (mi madre murió el seis de febrero de este año).

7-3-15

¡Cumpleaños feliz!

Antaño así habría sido, hoy hay poco que celebrar. El siete de marzo de 1957 nacieron Carlos y José, mis hermanos, este sábado cumplirían 58 años y nos igualaríamos los tres en edad. No ha podido ser. He estado en el cementerio a llevarles flores. Hace un día maravilloso, soleado, que anuncia la primavera. He pasado una buena mañana. Le he comprado el periódico a mi padre, le encanta. A pesar de su malestar su lectura le abstrae.

12-3-15

Ángel vuelve a estar deprimido, no puede soportar que su organismo se vaya deteriorando progresivamente. Nada le hace ilusión. Vive pensando en el paso de las horas.

15-3-15

Es medio día y me avisan que le han llevado al hospital, ha pasado mala noche. Cuando llego duerme plácidamente. Mientras vigilo su sueño leo a Annaïs Nin, dos de sus frases me llaman la atención: “La amistad es lo que nos salva” y “Cualquier forma de amor que encuentres vívelo”.

16-3-15

La una de la madrugada, mi padre sigue en urgencias. Intento leer. Me dejan que entre a estar un rato con él, duerme. Cuando se espabila, brevemente, me dice que le duele mucho una rodilla. El oxígeno en sangre le está subiendo por momentos, ya está en el 95%. En la calle hace frío. La mañana se despierta triste; el mensaje de un buen compañero me comunica que Juan Claudio Cifuentes ha muerto, el jazz pierde a un gran valedor, y yo me voy quedando más huérfano de referentes vitales. ¡Achuchones y carantoñas, amigo!




17-3-15

Llevo días yendo al hospital, mi tiempo transcurre entre el trabajo y las visitas a mi padre. Me encuentro muy cansado.

19-3-15

Estoy con el abuelo. Tiene buena cara. Le han dado un andador y se maneja bien con él. Está contento. Elegimos el menú del día siguiente. Habla por teléfono con su hermana Pili, que es un poco más joven que él. Le he comprado una crema en el herbolario hecha con arpagofito y árnica para que se la dé en la rodilla. Las piernas le han mejorado mucho.

Ángel me acaba de confesar que en su época los jóvenes se iban de putas. Yo le he preguntado a si él también había ido. Me mira y no me responde, se sonríe, observa la televisión; hoy lo tenéis fácil, entonces hacíamos lo que podíamos. Yo he insistido en la pregunta, y él me ha respondido que había una chica en su barrio, que era costurera y a veces ejercía la prostitución, con ella tuvo algunos encuentros en los que aprendió lo que no sabía. Le pregunto por lo que opina sobre la prostitución y responde que no es un oficio, resulta miserable; ninguna mujer debería someterse a semejante acto de violencia. Añade que lo hombres en ese aspecto y en otros muchos somos repugnantes. Tenía un compañero de colegio, que acabó siendo médico, y alguna vez se lo encontró, antes de casarse, en un bar que había en la Latina hablando con las putas. Le gustaba el ambiente de libertad que se respiraba entre ellas, su desparpajo, su desvergüenza.

También me ha contado que en una ocasión, trabajando en RENFE, fue detenido por contrabandista de tabaco rubio. Lo transportaban camuflado en los trenes que venían de Algeciras. Un inspector le ofreció que delatara a sus cómplices a cambio de quedar indemne. Él se negó. El policía se llamaba Claverías y según él era un sinvergüenza. A través de un familiar adepto al Régimen se solucionó el asunto sin denunciar a nadie. Tuvo que pagar, eso sí, una multa. Le pillaron con cuarenta cartones de tabaco. Jacinta, mi madre, entonces su novia, le ayudó a pagar la multa. Ganaba poco en RENFE. Pagaron la multa en pesetas de papel. El contrabando venía en los trenes correo.

Escondían el tabaco en los respaldos de los vagones de primera del tren correo de Andalucía. Un amigo suyo, Julio, el marido de Amalia, preparaba compartimentos debajo de los trenes para traer contrabando.

En otra ocasión se encontró una maletita llena de regalos caros. Ya estaba casado y no andaban bien de dinero, así que vendido el contenido a buen precio.

Mi abuelo Ángel, el padre de mi padre, era comercial y vendía en los puestos de la Guardia Civil, desde un traje hasta un gramófono. La empresa para la que trabajaba, “maison wattenberg”, hacían los uniformes de paseo. La zona geográfica que recorría era extensa, desde Francia hasta Murcia. El año que estalló la guerra civil le iban a dar un coche a cada comercial. La FAI detuvo al jefe, Don Juan, y mi abuelo lo salvó; era un pequeño cargo de la UGT en Madrid, en el sindicato de viajantes. La empresa fue colectivizada por la UGT. En la tienda en la que mi padre trabajaba de aprendiz estaban escondidos un coronel golpista y dos frailes. Aunque mi abuelo estaba enfermo desde abril de 1939, hasta el momento en que murió, el jefe les dio a la familia el sueldo integro. Cuando murió en octubre de ese año, un grupo de falangistas al mando de un militar fueron a buscar a mi abuelo para darle el paseíllo, mi abuela les recibió con frialdad y les dijo que pasaran a por él, al encontrarle muerto, uno de los falangistas propuso que se llevaran a mi padre que ya tenía 19 años. El militar se opuso y se marcharon.

Su padrino era un “chorizo” y un “putero”. Era un amigo de su padre: Cesar Barrio.

Mi abuelo y mi padre se dedicaban a vender sellos de correos los domingos en la Plaza Mayor. Los domingos, también, iba al Cine Monumental toda la familia; cogían un palco. Luego en la plaza Matute había una freiduría y comían bocadillos de calamares por 35 céntimos. Si eran de sardinas les costaban quince céntimos.

Cuando mi abuelo se marchaba de viaje, mi abuela lloraba mucho, no quería que se fuera. Siempre pensaba que no iba a volver. Al producirse el levantamiento fascista de julio de 1936, mi abuelo estaba en Valencia y le costó mucho regresar a Madrid. Mi abuela estaba desesperada.

Su amigo Alberto, el día de la victoria, el 1 de abril de 1939, salió a la calle con el uniforme falangista, gritando ¡Viva Franco!

La sastrería en la que mi padre trabajaba hizo monos para los milicianos y él los fue a entregar, con un compañero, a la Iglesia del barrio (Lavapiés), Jesús de Medinaceli, donde estaba instalada la CNT, y se los pagaron de inmediato. En la puerta había un niño Jesús con un gorro de la CNT-FAI y una pistola (se ríe cuando lo cuenta). Los anarquistas fueron muy considerados con ellos y les trataron bien.

La aviación bombardeo el edificio de la tienda y por suerte no hubo muertes.

En el sótano de la tienda se juntaban varios facciosos con los que estaban escondidos, y seguían la guerra en un mapa. Mi padre lo sabía pero no les denunció. De haberlo hecho habría acabado mal.

Un día bombardearon la iglesia de San Isidro que era utilizada para cuadras… Comían carne de caballo a un precio módico. Estaba buena pero era un poco dura. Había que ponerla en vinagre la noche anterior, antes de guisarla. También se comían los perros y los gatos. Tenían cartilla de racionamiento.


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