13 feb 2024

Feliz año 2024



Por Ángel E. Lejarriaga



Otra Nochevieja ha transcurrido sin pena ni gloria. Aunque he de reconocer que tuvo momentos dife­rentes y también buenos. No añoré nada ni desee nada que no estuviera presente en ella. La situación, en su perfecta definición y contextualización, me resultaba en gran medida irrelevante. La primera fase de la misma fue la de preparación: mecánica, ordenada, realizada con método; los cubiertos y los platos fueron colocados en el lugar y orden adecuado, con las copas como acompañantes imprescindibles. Luego llegaron los comensales previstos, felices de concluir el año en un aceptable estado físico y psíquico. Sin sorpresas se escanció un buen vino, y la comida entró en escena en abundancia, como era de esperar. Los apetitos se saciaron sin voracidad. Las conversaciones fueron mesuradas, en armonía con la cadencia irrefrenable de la masticación, teñida con el regocijo que el evento se merecía; esta última parte pudo componer la segunda fase.

A continuación comenzó la tercera fase, llegaron los postres y los licores, ya desganados, muy atentos a la hora para que no nos sorprendiera el instante decisivo e irrepetible anualmente, ese que marca el reloj de la Puerta del Sol. Por cierto, antiguo centro de tortura durante la dictadura franquista, desgraciadamente maquillado y olvidado hoy. Cada vez que paso por su puerta me gustaría gritar ¡aquí se torturaba! La desmemoria es una enfermedad grave de difícil sanación, sobre todo cuando no se desea tal cura.

Entre la recogida de la mesa y alguna que otra broma corrieron los minutos, sin desasosiego, como es habitual, no nos sorprendió su sucesión, fue la esperada. Sabíamos lo que nos aguardaba a las 12 de la noche, a las 00 horas. Nuestras miradas estaban cautivadas por esos extraños personajes que suelen presentar las campanadas de fin de año en la televisión; cada cadena tiene sus protagonistas, masculinos y femeninos, algunos y algunas indescriptibles por lo grotesco de su oratoria y presentación. No todas las personas presentes en la cena pensaban lo mismo que yo sobre el espectáculo retransmitido, la convención tiene sus reglas y preferencias idiosincráticas. Lo que para unas podía suponer asco y tedio, para otras significaba regocijo, y formaba parte de su bagaje vital. Es evidente que no existen verdades generales o exportables para todo el mundo, salvo que impusiéramos una ortodoxia de carácter autoritario, y no era el caso.

Cuando llegó el momento decisivo los presentes nos mostramos ciertamente inquietos, más por la tensión general que por el hecho en sí. Primero sonaron los cuartos y luego, por fin, las esperadas campanadas: una dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once y doce. ¡Feliz año 2024! Vocearon los presentadores del canal que teníamos conectado, lo mismo coreamos las reunidas, nos abrazamos y besamos en absoluta promiscuidad. Deseo pensar que ese abrazo era sentido, quién sabe; simultáneamente, las botellas de cava dejaron escapar en estampida corchos explosivos que se estrellaron contra el techo, con algún que otro sobresalto. Las copas se racimaron con estrépito de cristal, y recibieron una lluvia amarilla de burbujas que flotaron en el aire durante unos segundos. Bebimos, nos refrescamos las gargantas, y nos deseamos lo mejor para el año que acababa de nacer. Trescientos sesenta y cinco días impredecibles nos planteaban un desafío, provocadores; tal vez cargados de esperanza. ¡Ojalá! Esta palabra tan necesaria se me atraganta sólo de pensarla, la incertidumbre es la dueña y señora de nuestras vidas. En última instancia, nos deseamos mutuamente que la vida nos fuera bien. No es mala aspiración, por líquida que sea. El azar se encarga en su momento de colocarnos en nuestro sitio, nosotros como siempre tenemos que poner la voluntad.

Después de tantas emociones se inició la cuarta y última fase, un compás de espera o, si se quiere, unos minutos de tránsito en los que unas personas se preparaban para marcharse a una fiesta o entorno más apetecible, mientras que el resto nos conformábamos con lo que en ese instante podíamos tener a nuestro alcance. En ese intervalo de tiempo, no demasiado largo, la televisión asumió aún más protagonismo; en nuestro caso a través de un programa de nombre “Cachitos” que presentaba fragmentos de actuaciones musicales de hacía 50 años, por lo menos. Las canciones que presentaban de aquellos tiempos remotos eran muy populares; tampoco había demasiado donde elegir. Esa noche al escucharlas y ver la actuación de las artistas, me resultaron risibles, ridículas, proporcionaban una idea aproximada del televidente al que iban dirigidas, probablemente acrítico y con un paladar musical y cultural poco exigente. Me llamó poderosamente la atención que la mayoría de las presentes se congratularan ante el espectáculo, cantaran las canciones e incluso las bailaran.

¿Qué hacía yo en aquellos años? Me pregunté intrigado. En lo que recuerdo no veía la televisión, no tenía; escuchaba la radio, generalmente música anglosajona, básicamente rock; también oía discos de música clásica, de jazz, de folk y de cantautores; leía mucho, libros y revistas, y participaba en todo tipo de actividades culturales. Ninguna de estas conductas coincidía, por supuesto, con los escenarios expuestos en la televisión, ni con la experiencia manifestada por mis compañeras de velada. Por un momento llegué a pensar que era evidente que me había perdido algo. Incluso me sentí extraño, como un náufrago en una isla desierta. Más tarde, en los albores del sueño, se fue encendiendo una luz en mi cabeza, primero de manera tenue, hasta cobrar intensidad; en ese relámpago, casi místico, me sentí afortunado de no haber participado de esas vivencias, y a la vez orgulloso de esas otras, particulares, que me convirtieron en una persona diferente al conjunto social. He de agradecer a esa velada de Nochevieja una toma de conciencia que me ha permitido alcanzar la conclusión de que mi vida, después de todo, no ha sido tan mala como yo la recordaba, sino más bien al contrario, fue rica y creativa.

Después de todo lo dicho hay que concluir que cada persona tiene su forma de sumergirse en las agitadas aguas del mundo, y en este mundo hay muchos mares. Sin desear ser demasiado reduccionista ―aunque entonces y hoy sigue existiendo una perenne separación crítica, y cada persona está a un lado u otro de ella―, hay que reconocer que en ambos lados existen barricadas secundarias que nos obligan o coaccionan a posicionarnos en uno u otro sentido, cada uno con sus reglas y condicionamientos. Y las gentes que poblamos el planeta, según el grado de comprensión que nos define, nos distribuimos en las distintas dimensiones posibles, sin poseer una visión global del conjunto. Desde ese punto de vista todas estas visiones son válidas, al menos para el individuo en sí mismo. La perspectiva cambia si nos elevamos del suelo y valoramos desde arriba lo que significa un criterio u otro. Cuanto más reducida es la perspectiva menos vislumbramos el conjunto, y por tanto menor es, a su vez, nuestra visión transformadora.

Así está hecho nuestro universo social, y es difícil que se produzca una comunión coincidente de visiones que impulse una línea de desarrollo progresivo de la historia. Las dinámicas sociales las catalizan las masas, las mayorías, manipuladas o no. Ponerse delante de esa multitud para intentar frenarla o reconducirla es un esfuerzo infecundo que conlleva sacrificios inútiles. Esto no quiere decir que los “pocos” nos sumemos a los muchos, y es escasamente probable que el fenómeno se produzca en sentido contrario. Los “pocos” nos recreamos en nuestras posiciones, nos reafirmamos en ellas e intentamos aproximarnos al presente con la objetividad que en alguna medida nos proporciona el conocimiento. Desde este enfoque somos capaces de valorar lo afortunados que somos. Intentar cambiar el mundo, si bien es loable y necesario, no deja de ser una pretensión mesiánica dadas las circunstancias. Nadie puede salvar a nadie. El común social se salva a sí mismo o perece en el intento, para reiniciarse más tarde en un nuevo común que siempre está por determinar.

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