26 mar 2015

La fragilidad de existir

Por Ángel E. Lejarriaga



T
ratar de escribir la historia de un viaje es como intentar narrar minuto a minuto una relación apasionada: difícil, quimérico, un reto inalcanzable. Cualquier descripción, por precisa que sea, jamás logrará aproximarse a la auténtica naturaleza del suceso. Reflejar en un texto sensaciones, sentimientos, reflexiones, dolor y alegría, todo ello ordenado cronológicamente, es un esfuerzo sobresaliente en el que me aventuro porque no quiero olvidar.
No sé qué puede surgir de esta narración pero en cualquier caso será una aportación parcial, a lo que ha vivido individualmente la suma de los protagonistas.
Voy a empezar por presentarme. Me llamo Modesto, mis apellidos no son significativos. Al nacer ni tan siquiera tenemos nombre por lo que poco pueden interesar los apellidos de mis padres, que a pesar de ser respetables nada dicen de lo que represento yo como ser humano; por eso con Modesto es suficiente.
Además de ser conocido por ese nombre entre mis amigos, familiares y compañeros de trabajo, tengo que descubrir algunos datos más sobre la persona que soy, sin desnudarme del todo; cuando uno cuenta su historia siempre miente. El pudor exige que me contenga aunque las hojas en blanco me inviten a saltarme la frontera de lo políticamente correcto. Sí, voy a decir que estoy casado con la mejor compañera que se puede tener. De nuestro matrimonio han nacido dos hijos a los que quiero y con los que comparto menos tiempo e intimidad de lo que deseara. Mi documento nacional de identidad indica que tengo cuarenta y cinco años. Esa cifra solo se refiere a mi edad biológica porque hace mucho decidí detener mí tiempo psicológico en los veintiuno: un período de mi vida que me gustó y en el que vivo desde esa fecha; lo que me supone algún que otro problema de adaptación que solvento del mejor modo posible. Dicho de otra forma: tengo veintiún años mentales. La edad de mi cuerpo es otra, naturalmente. No me avergüenzo de ella. Estoy físicamente bien; hay días que hasta me encuentro atractivo, pero odio envejecer. Es innecesario que nadie me diga que tal emoción es una estupidez, lo sé; cada uno tiene sus peculiaridades. Yo quiero ser como Dorian Gray: eternamente joven. Por ello me molesta que mi querida compañera me diga que la mayoría de mis amigos parecen más juveniles que yo, entre ellos incluyo a Miguel que tiene más años. El comentario me es indigerible —pura vanidad por mi parte—; sin embargo escucharlo me enerva. A pesar de que se lo recrimino con acritud, mi amada esposa se mofa y juega con su juicio temerario, es decir, lo menciona a la menor oportunidad que tiene con una nueva comparación, para mí siempre odiosa y despectiva.
No es mucho lo que he contado. Un observador neutral obtendría de la descripción que he hecho la imagen de que soy un hombre de edad mediana, felizmente casado, con dos hijos, un oficio indeterminado y que me jacto de haberme quedado mentalmente congelado en los veintiún años. A lo que podría añadir, deduciéndolo de la forma en que hablo, que parezco un individuo común, con sentido del humor, algo cínico, y con una pose excéntrica que unas veces roza la idiotez y otras la genialidad. Ni una cosa ni otra, me manifiesto como puedo y como me dejan.
Tras estos prolegómenos imprescindibles para que el lector tenga un mínimo conocimiento del narrador, he de matizar que lo que cuento está construido en base a recuerdos, anotaciones, fotografías y material impreso que Miguel y yo acumulamos durante el viaje, y que al final pusimos en común [...] Leer libro

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