21 abr 2015

También esto pasará

Por Ángel E. Lejarriaga



Este libro me llamó poderosamente la atención por su título, También esto pasará. Una frase corta y definitoria de un posicionamiento frente a la vida que me ha acompañado durante años, sirviéndome de ayuda en diversos lances dolorosos. Es obvio que no he sido original en mi elección de «mantra» ya que otras muchas personas han hecho, hacen y harán uso de él, Milena Busquets entre otras. La autora —a la que se podría considerar como escritora tardía dado que entrada en los cuarenta solo ha publicado dos novelas— ha desarrollado una novela que va más allá de un largo monólogo con su madre, justo en el momento en que comienza su duelo por su fallecimiento. Entiendo muy bien de lo que está hablando, he pasado por un acontecimiento semejante no hace mucho, quizá todavía me encuentre inmerso en él, y el monólogo de Blanca sea también mi monólogo. Es inevitable desarrollar este diálogo para poder seguir adelante sin el lastre de la pérdida irreparable. Es cierto que el dolor de la muerte «pasa» pero como expresó muy bien Isabel Allende en La casa de los espíritus, nuestros muertos viven entre nosotros: en las palabras familiares, en los olores, en las comidas, en las bebidas, en la música, en las fechas señaladas, en los gestos cotidianos; son todos esos aspectos de nuestra esencia conductual los que los mantienen exentos del olvido, y en un segundo nos hacen reír y llorar, sin que deseemos contener esa emoción porque surge de lo más íntimo de nuestro ser.
Cuando ellos y ellas mueren, los que queremos, nosotros morimos también porque deseamos no prescindir de su presencia y por tanto seguir la senda de la existencia cogidos de la mano, atrapados en un apego que nos une irremediablemente.
Esta obra, además, cuenta otras cosas. Algunas de las críticas literarias que la presentaron en medios periodísticos hicieron mucho hincapié en la utilización del sexo por parte de Blanca, la protagonista, como bálsamo paliativo del dolor. Al leer las ciento setenta y dos páginas del libro me doy cuenta de que esos cronistas no lo han leído o simplemente deseaban ofrecer carnaza morbosa a un público necesitado de excitantes. La Blanca de la novela —no sabemos si se iguala a la Milena del mundo real— afronta la muerte de su madre en un momento crítico, cumplir los cuarenta, y se interroga sobre muchos temas, entre ellos sobre lo que imaginaba que sería su vida a los treinta años «viviendo el amor de mi vida y con unos cuantos hijos». Ha superado esa barrera y algo se ha cumplido de lo que fue su deseo juvenil: los hijos; pero del amor han quedado muchos capítulos escritos, tal vez, acabados, quizá inconclusos. En cualquier caso, se siente decepcionada: «Mamá, me prometiste que cuando murieras mi vida estaría encarrilada y en orden, y que el dolor sería soportable, no me dijiste que tendría ganas de arrancarme mis propias vísceras y comérmelas».
Nadie nos habla del desgarro que es vivir y ver morir a otros, se nos oculta y cuando llega hacemos lo que podemos para seguir vivos. Blanca considera que «lo único que no da resaca y que disipa momentáneamente la muerte […] es el sexo». Y es consecuente con ello, ¿por qué no? Nuestra existencia es demasiado difícil como para renunciar a lo poco que es gratis y que depende solo de nosotros. Además, «el sexo me gusta porque me clava en el presente». Admirable. «[…] no hay desgracia, disgusto o decepción que el sexo no pueda arreglar. ¿Estás triste? Folla. ¿Te duele la cabeza? Folla. ¿Se te ha estropeado el ordenador? Folla. ¿Estás en la ruina? Folla. ¿Se ha muerto tu madre? Folla. A veces funciona».
Es obvio que podría solucionar todos esos inconvenientes cotidianos ayudada por eso que llaman amor, pero Blanca desiste de antemano: «El amor es lo menos fiable del mundo. […] No hay marcha atrás en una historia de amor, una relación es siempre una carretera de sentido único». Sin embargo, a pesar de ese descreimiento patente, se puede entrever que su universo personal tiene hambre de amor y está lleno de amor: por las palabras, por los gestos y por los hechos; y por supuesto por los recuerdos. «El amor pone todos los marcadores a cero, y si hay suerte, el siguiente hombre volverá a ser el más guapo, sexy, listo, divertido y asombroso del mundo aunque sea medio tonto y jorobado». Cuando todo eso falle quizá estemos próximos al final.
Su abuela le dijo una vez: «¿Sabes una de las cosas más duras de hacerse viejo? Darse cuenta de que lo que explicas ya no le interesa a nadie». ¿Eso invalida lo vivido? No necesariamente: «Considerando que la vida es una putada, la mía ha estado muy bien». Aún hay esperanza al reafirmar que no todo ha sido en vano, que a pesar del dolor y la frustración han existido momentos buenos, muchos, que tal vez han compensado el mal sabor de boca que deja respirar a diario.
No sé qué transmitimos a las nuevas generaciones, prefiero no imaginarlo, solo sé, como dice Blanca, que «amamos como nos han amado en la infancia», y esto tampoco sé bien lo que quiere decir, porque tal vez nuestra incapacidad para amar verdaderamente, sin subterfugios ni convencionalismos, se deba a que no nos han amado bien o al menos no suficientemente. Pero ¿cómo decir eso de nuestros padres y cuidadores? ¿Cómo tan siquiera imaginarlo sin rompernos por dentro y por fuera? Desolador.
Pasamos página y nos aferramos a la vida sin obviar el hecho de que tenemos cita previa con lo desconocido, con la soledad insalvable que supone sentirte el próximo en la lista: «Cuando el mundo empieza a despoblarse de la gente que nos quiere, nos convertimos, poco a poco, al ritmo de la muerte, en desconocidos». Esta toma de conciencia de finitud podría impulsarnos a vivir a grandes tragos; sin embargo renunciamos de manera expresa a esos «paraísos perdidos en los que nunca hemos estado», así, «[…] somos más las cosas que hemos perdido que las que tenemos».
Triste y dulce duelo el de Blanca, descansando en Cadaqués, cómodamente, en compañía de sus mejores amigos y amigas —y, por supuesto, con sus hijos—, tomando el sol, bebiendo champán francés, fumando mariguana, comiendo marisco y echando algún que otro polvo. No somos iguales ante la vida tampoco ante el duelo, siempre ha habido clases. Esto lo refleja muy bien la autora así como el contexto sociológico de los personajes: «[…] niña pija que vive de renta, que no ha pisado un hospital público en su vida y que protesta cuando quedamos en los “barrios bajos”. […] No te engañes, la que vive en una jaula y en un mundo de fantasía inventado, que tiene muy poco que ver con la realidad, eres tú».
Y aquí se acaba esta historia burguesa, atemporal, de cuenta de pérdidas y ganancias, de la que podemos aprender si nos olvidamos momentáneamente de que es difícil para mucha gente llegar a fin de mes, de lo mal que está la enseñanza, de las listas de espera en la sanidad, de la precariedad laboral, de la falta de perspectivas de futuro, de la corrupción política, de…

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