27 nov 2015

Empatía

Por Ángel E. Lejarriaga


La neoyorquina Sarah Schulman, nacida en 1958, en esta novela le da un repaso a muchas cosas de su tiempo, el de su juventud, en el que se encuentra situada la narración. Refleja de una manera un poco «loca» el marco de activismo en el que se ha movido desde sus primeros tiempos en la universidad. Empezó a escribir muy pronto. Antes de la aparición de Empatía (1992) publicó otras cuatro novelas que tuvieron buenas críticas: The Sophie Horowitz Story (1984), Girls. Visión and Everything (1986), After Delores (1988) —traducida a ocho idiomas— y People in Trouble (1990). Ha escrito teatro y también diversos ensayos sobre la condición sexual y el genocidio de Palestina, entre otros.

Ya en su periodo de universidad estuvo implicada en diversas acciones pro derecho al aborto. Después participó en organizaciones de defensa de los derechos de gays y lesbianas, así como de denuncia de los problemas de segregación y abandono de los enfermos de SIDA en los momentos más álgidos de la epidemia. Durante la primera «guerra del golfo» fue detenida junto a otras personas mientras se manifestaban en contra de la misma. En la actualidad se mantiene muy activa; participa en el movimiento LGTB y contra la guerra.

Como decía al principio, la novela, de lectura ligera y cargada de un humor sangrante, da un repaso corrosivo a muchos temas del contexto histórico en que está escrita, y lo hace de una manera provocadora, insidiosa, para escandalizar. Me ha recordado mucho, salvando las distancias literarias, que son muchas, a la novela de Philip Roth, El lamento de Portnoy. ¿Por qué me acuerdo de Philip Roth? Porque la novela agrede en cierta medida a la ortodoxia judía de Nueva York y a su propia familia. La protagonista, Anna O., es lesbiana, sin dinero, que trabaja de lo que puede. Para resolver sus inestabilidades internas se busca un psiquiatra que no es psiquiatra pero que tiene diván, algo trascendental. («PSICOANÁLISIS A PRECIOS REDUCIDOS. ESPECIALIDAD EN DIVÁN.») Eso sí, los resultados de la intervención tienen que verse rápidamente. El tiempo de permanencia en la terapia es muy limitado por lo que hay que espabilar. Anna O. representa a Bertha Pappenheim, el auténtico nombre de una paciente de Josef Breuer y Sigmund Freud, a la que el primero denominó «Anna O.» Se dice que en base a los trabajos que desarrollaron con esta mujer —líder del movimiento feminista que murió en un campo de concentración nazi—, se sentaron las bases de la futura psicoterapia psicoanalítica. La novela se mofa de Freud y de sus teorías por una razón obvia: «En el contexto freudiano las mujeres no existen fuera de los hombres, o los odian o quieren ser como ellos, pero no pueden coexistir. El proceso de Anna es precisamente existir».
«Aquella mujer era de las que te lo hacían pagar antes de correrte. Sexo en una cabina telefónica, en el malecón, en unos aseos públicos. La beso con el olor de otro sexo en el aliento.»
«Un día, llevándose un nacho a la boca con sus uñas pintadas. Lupita va y dice: “Eres la decimoquinta persona en mi vida a la que le he dicho: ‘Que bien me follas. ¿Cómo puede alguien follarme tan bien?’”»
Queda claro que la autora no solo pretende escandalizar y sacar a la luz las vicisitudes de la población LGBT sino también abrir puertas a un enfrentamiento directo contra la sociedad represiva en la que vive, sin partir de cero, utilizando las experiencias de otras personas que lucharon contra la segregación y la injusticia antes que ella.

Sarah Schulman no tiene ningún inconveniente en reconocer que la novela es autobiográfica, y que a través de ella grita no solo su condición de lesbiana, sino que la enarbola como un objeto arrojadizo contra una sociedad hipócrita y puritana, luchando por su derecho a ser visible, a su libertad individual. Reniega de la sociedad de los Reagan y los Busch, la punta del iceberg representativa de un ciudadano norteamericano medio ignorante, belicista, patriotero, irracional y mendaz.
«Nunca he tenido una amante que me presentara a sus padres.»
«¿Cuántas veces tendré que hacer una declaración de principios como lesbiana?»
En la época que vive la autora suceden acontecimientos que desbordan la capacidad de sufrimiento de mucha gente. Ella lo expresa de un modo «divertido» que duele. Es una época de «crisis económica», una más, que afecta a los de siempre.
«Ciertamente, aquellos trescientos homeless que vivían al otro lado de la calle, en el parque, habían cambiado la vida de Doc. Ahora habían aparecido los “recolectores” que cada noche rasgaban las bolsas de basura y desparramaban su contenido a ver si encontraban algo que llevarse a la boca.»
«Entonces entramos en el metro y pillamos asientos. Bueno, fue un poco más complicado. En la boca del metro había siete personas pidiendo. Había gente pidiendo junto a las taquillas. Había gente pidiendo junto a los torniquetes. Pasados los torniquetes, ya en el andén, había gente durmiendo, gente con la mirada perdida, gente que orinaba, gente que apestaba a carne podrida.»
También estaban presentes en ese escenario apocalíptico los «colgados del crack», los camellos, los «porteros físicos de los cajeros automáticos. Abrían y cerraban las puertas, alargándote un vaso de papel para que les echaras unas monedas». (En noviembre de 2015 mientras visitaba la tumba familiar, un hombre mayor, de unos sesenta y cinco años, me ofreció la posibilidad de limpiar la lápida a cambio de «la voluntad».). Pero también estaba omnipresente el SIDA; los amigos se le mueren con una cadencia fatal, determinista, apática. Le gustaría vengarse de tanta podredumbre pero es obvio que la maquinaria del Sistema es demasiado poderosa para ella. ¿Realmente es posible un cambio?: «La política y la moral tienen muy poco que ver con el funcionamiento humano. La triste realidad es que la gente ni escucha ni quiere ser responsable».
«[…] de repente todo nos parecía normal. O sea, los primeros que murieron sabían lo que les estaba pasando. Luego vino la segunda oleada de enfermos, y todos esperaban que apareciera la cura milagrosa […]. Pero todos sabemos lo que nos espera. Ya no hay misterio. Ni romance. No hay salida. O sea, hace diez años, si se muere un colega de treinta y tres, todo su círculo de amigos se habría quedado destrozado. Nunca lo superarían. Ahora es normal morir a los treinta y dos. Los abandonamos cuando están a medio camino del purgatorio, entre casa y el hospital y el hospital y casa. Ya ni siquiera aguardamos su muerte. La cola es demasiado larga […]»
«Me siento como si la cantidad de muertes me hubiera deshumanizado y ya no me afligiera verdaderamente con cada una.»
Vivir, sentir y empatizar con todo esto destroza a Anna: «—Mira, Doc, déjame que te lo explique. Soy una víctima. ¿Lo entiendes o no? Soy una víctima». Le provoca sentimientos de culpa por todo, por ser lesbiana, por no ser como su familia quiere, por no poder ayudar a los amigos que se mueren, por no poder acabar con la pobreza, ni parar la guerra.
«[…] No podían saber que todos los norteamericanos pasarían las siguientes semanas pegados a unos noticiarios y telediarios que no les decían nada. No podían saber que al cabo de tres días toda la nación llevaría unos lacitos amarillos en la solapa, como si sus hijos estuvieran jugando al futbol en lugar de matando. […] Pronto 165.000 iraquíes serían masacrados en una guerra informatizada que sería presentada a los americanos como un videojuego. Nunca se reconocerían las cifras de muertos iraquíes, su destrucción. Morirían más americanos en la ciudad de New York víctimas de tiroteos que en la Guerra del Golfo.»
El personaje, y por tanto la propia Sarah Schulman, se manifiesta con desesperación e impotencia: «Anna O. sabía que la suya era la última generación que creyó en un futuro mejor».

Y muy lúcida concluye con rotundidad: «La razón de la Guerra no era tener a los rusos controlados, era tenernos a nosotros controlados».


1 comentario:

  1. Este libro fue muy popular en su momento entre los grupos LGTB. Se consideraba representativo o en línea con el movimiento. A mi me resultó difícil de leer; me ha gustado más el artículo, ya a años vista.

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