19 ene 2016

El Robinson urbano

Por Ángel E. Lejarriaga


Este libro es una sorpresa más entre las muchas que se nos presentan a diario cuando nos introducimos en páginas desconocidas; cada libro en sí lo es: una fuente de asombro inesperada que nos seduce o nos repele. Este, en concreto, procede de la mano de un autor de prestigio de nuestro tiempo: Antonio Muñoz Molina. Sus 144 páginas recopilan 31 artículos aparecidos en el Diario de Granada entre 1982 y 1983; y uno, Todos los fuegos, el fuego publicado en la revista Olvidos, también de Granada. El Robinson urbano fue su primer libro (1984) y pasó inadvertido, siendo reeditado años después, en 1988, y entonces sí, se le situó en la posición que le correspondía, como primera aventura periodística de un escritor que se ha convertido con el paso de los años en uno de los narradores más importantes de nuestro país.

El libro no es un simple ejercicio de escritura de un autor novel que pretende hacer gala de sus cualidades como escritor. Va mucho más lejos, aunque sí, es cierto, que muestra sin ambages el talento que posee y que va a explotar más tarde con obras que han pasado a formar parte de la Historia de la Literatura Española y Universal. Los artículos hablan de Granada, la ciudad que amó como estudiante y a la que debe un tributo poético. Para él, y para otros muchos, Granada es una «ciudad literaria», lo mismo que lo son Alejandría, Estambul, El Cairo o Lisboa. La dimensión creativa del narrador hermana estas ciudades que forman parte del patrimonio cultural de la humanidad.

Antonio Muñoz Molina tiene la excusa, está en el sitio adecuado y posee las herramientas para dibujar escenarios vivos que cualquier mirada curiosa puede descubrir por su cuenta. Tanto él, como yo, como otros vagabundos del pensamiento, obsesionados siempre con la plasmación narrativa de todo escenario hermoso o inverosímil, tenemos nuestro propio disfraz identificable para los demás, en lo que respecta al hecho mismo de ver más allá de las sombras. Necesitamos poseer una «mirada» concreta, un traje especial tras el que ocultar nuestra desnudez miserable y, también, desempeñar un rol, que Antonio Muñoz Molina define a la perfección con la figura soberbia de Robinson, de un «Robinson urbano» que pasa inadvertido, al que no ves aunque te mire de manera directa, porque has despertado su interés. Que sueña y relata y se pierde en las calles milenarias de la ciudad que adora.
«Dicen que si uno pasea tranquilamente y sin objeto por las calles de algunas ciudades americanas, se vuelve sospechoso para la policía; nadie más sospechoso que un hombre que no va a ninguna parte.»
Como bien dice Muñoz Molina, todos los Robinsones se parecen mucho al Ulises de Homero con una diferencia abismal, Ulises sabe a dónde va, tiene una Ítaca que marca su destino y una Penélope que le espera ansiosa. Aunque también existe ese otro Ulises que dibujó Joyce, más perdido que encontrado, que camina como un sonámbulo y que merodea por el mundo con rumbo pero sin destino. Desde luego hay parecidos y similitudes con uno y otro, si bien no sé qué pensar.

Cuando ejercemos de Robinson nos volvemos perezosos, quizá porque el tiempo ha dejado de tener utilidad, de cumplir su función medidora, y pasamos a transgredirlo a ignorarlo; además, nuestra actitud es plácidamente demencial o enfebrecida porque no respetamos horarios ni protocolos ni nos movemos en lo parámetros definidos por lo correcto. A partir de este deambular existencial ilógico, socialmente hablando, exploramos la ciudad que nos embelesa y echamos un vistazo con intención aviesa, hambrientos de sensaciones sencillas y fuertes, aproximándonos a lo morboso con una naturalidad que asombra y es temida, desde luego.

¡Ay, Robinson! ¡Qué extraño es tu viaje y a la vez, qué vivo!
«Robinson desea un instante a una mujer que no verá nunca más.»
¿Eso es suficiente? Sí y no, mas ese es otro cantar. Desde luego, existen más sensaciones. Una rodilla femenina puede convertirse en una experiencia tórrida si la imaginación ayuda, que lo hace. El ensueño trasnochador del vagabundo que no pide limosna, pero que sí roba imágenes, convierte esa parte de la anatomía femenina —también podría ser masculina pero en este texto no toca— en una escalada sensual de dedos que ascienden lentos y sinuosos hacia cotas ardientes. Metido ya en harina, Robinson recuerda los años veinte y todas aquellas rodillas saltarinas que se acompañaban de flequillos a lo Cleopatra, seductoras y alegres.

Robinson mira rodillas y muslos y manos y ojos y espaldas y movimientos de caderas que hablan y sugieren; pero llega más lejos, por supuesto, visita parques en los que se narran historias de otros tiempos, parques como islas donde se refugia unos minutos para empezar de nuevo su deambular. Pero claro, el Robinson de este texto, aunque es universal, se encuentra en Granada, y esta ciudad, a pesar de los arquitectos posmodernos, tiene una atemporalidad que hace que las dimensiones se entremezclen y ocurran fenómenos extraños como que de pronto descubras lugares que son recuerdos ficticios o que están ahí, tapados por la inconsistente mano del hombre: «Sobre el plano visible de la ciudad se impone una segunda ciudad imaginaria y el solo gesto de subir una escalera o entreabrir una puerta del Albaicín puede conducirnos a una estancia imaginada por Washington Irving». Así es,  «[…] cada gesto es una sublevación contra el olvido».

Pero bueno, Robinson no es solo ni un mirón de rodillas magnéticas, ni un escudriñador de recuerdos grabados en la piedra y la tierra, también es crítico con su mundo y no le gusta nada ni la mendacidad, ni la superstición por eso habla de cosas que no son del todo de interés para el gran público. Que guste o no lo que rumia le es indiferente porque él va a lo suyo que es mirar y sentir con plenitud.
«Desde las calles seguras y conocidas, las gentes de bien temen, calculan, imaginan una gran región sin nombre ni leyes escritas de la que vienen heraldos de cuero negro y navaja, gitanos, chorizos, delincuentes, mendigos que esconden bajo los harapos la daga […] y terribles adolescentes que roban y violan en las esquinas de la noche y antes del amanecer regresan al otro lado de sus fronteras.»
A lo mejor estas visualizaciones de Robinson pueden escandalizar pero es lo que hay, no se puede hacer nada porque él es así, libre y algo anárquico, y le da igual lamer un arco de dos mil años que un muslo parlante en sus movimientos; o bien fijar en su retina las expresiones de miedo reflejadas en los rostros bien pensantes de una sociedad que casi siempre mira para otro lado cuando se cruza con la pobreza.

En fin, Robinson sale de un portal disfrazado de lo que le apetece, se mueve, cruza una calle, llega a algún lugar y se va; él es así. Cuando amanezca, Robinson volverá a su cubil y entrará en otra fase de su vida diaria, disfrutando de una soledad que le es propia, participando de un mundo que construye desde sí mismo. Pocas horas después se pondrá de pie y se colocará la careta que le corresponde para ese día porque así debe ser.
«Por un portillo de su palacio, el califa Harun Al Raschid, disfrazado de mendigo, escapa a su nombre para atreverse a ser otro o a ser nadie entre la muchedumbre y los callejones de Bagdad.»
Por eso, cuando caminemos por las calles, cuando miremos a través de una ventana, al ver nuestro reflejo en un escaparate, si observamos atentamente quizá podamos ver a una figura difusa que se escurre a nuestra vista como si en realidad nunca hubiera estado ahí; tal vez incluso sintamos una mirada de deseo clavada en nuestro cuerpo, con insistencia, y cuando la busquemos con curiosidad descubramos que ha estado pero ya no está. En esos momentos no debemos temer nada, se trata solo de Robinson, de un Robinson en su viaje diario, en su eterno retorno al principio de seguir viviendo alimentado con los elementos que le son propios y ajenos: la existencia.


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