Sándor Márai nació en Košice, Hungría, hoy Eslovaquia, el 11 de abril de 1900. Su nombre auténtico era Sándor Károly Henrik Grosschmid de Mára, todo un reto para la memoria. Pertenecía a una familia acomodada que trató de educarle con severidad, sobre todo dado que el joven Sándor se fugó varias veces de su casa para correr aventuras con diversa suerte. Estas conductas inaceptables para su época y origen social, le condujeron directamente a un internado religioso en el que permaneció hasta que inició sus estudios de periodismo en Leipzig. No terminó la carrera porque prefirió continuar con lo que había dejado pendiente: sus escapadas. Estas le llevaron a recorrer Europa, quedando cautivado por París, ciudad en la que estuvo en contacto con lo más granado de las vanguardias estéticas. Tras este periplo, que podríamos denominar como de formación, en el año 1928 se instaló en Budapest. Durante los años treinta su escritura destacó, primero en alemán, lengua que conocía desde la infancia, y luego en húngaro. Su nombre era tan prestigioso, tanto en su país como en Europa, que su prosa llegó a ser comparada con la del premio Nobel de Literatura Thomas Mann.
Con el advenimiento del nazismo, Márai aprobó los Acuerdos de Viena en los que Alemania «recuperaba» territorios, que afirmaba le pertenecían, de Checoslovaquia y Rumanía. Pero esto fue solo un espejismo, la Alemania nazi apuntaba maneras inaceptables, y Márai se declaró «antifascista», actuando en consecuencia a través de su afilada pluma con artículos que condenaban el régimen de Hitler. Fueron muchas las voces filonazis que se levantaron en su contra; sin embargo, su fama le salvó de la represión.
La ocupación de Hungría por parte de los ejércitos soviéticos cambió su destino, de héroe pasó a ser considerado villano; su escritura fue calificada por los nuevos señores como «burguesa», y aunque fue respetado, abandonó el país en 1948, instalándose en New York en 1952, tras estancias temporales en Suiza e Italia.
Terminada la II Guerra Mundial, Sándor Márai fue prohibido en Hungría y, literalmente, fue olvidado, no solo en su país natal sino en toda Europa. Sirva como ejemplo lo siguiente. Allá por el año 2007, accidentalmente, durante una comida en una universidad española, coincidí con una ciudadana eslovaca, doctora en economía, con la que entablé una conversación ligera. En un momento dado de la misma le pregunté por Sándor Márai y me respondió que conocía el nombre pero que no sabía nada de él, ni había leído ninguna de sus obras.
Con la caída del muro de Berlín en ciernes, su figura fue redescubierta y sus libros reeditados en todo el mundo. A pesar de ese postrero reconocimiento, siempre le abrumó la idea de ser un extraño en su tierra de nacimiento (estaba nacionalizado en su país de acogida).
En 1989 Sándor Márai su suicidó en San Diego, California. Los motivos del suicidio, según su diario, que escribió hasta el final, estaban justificados. Él era una persona disciplinada, que leía y escribía todos los días. Pero concurrieron circunstancias en su vida que le inducían racionalmente a buscar un atajo para el descanso eterno. Su mujer, Illona, había muerto hacía cuatro años, el resto de las personas con las que mantenía vínculos afectivos también, era una persona dependiente y apenas veía. Que cada una saque sus propias conclusiones.
La obra de Sándor Márai tocó muchos palos, escribió novela, teatro, ensayo, poesía y artículos periodísticos. Sus escritos, aparte de contar cuál era el entorno en el que se desenvolvía su acomodada vida, desde la Primera Guerra Mundial hasta la ocupación soviética, también expresaron bien la decadencia de la burguesía húngara.
Mis obras favoritas de Márai son las siguientes, las pongo por orden de agrado: La mujer justa (1941), La amante de Bolzano (1940), Divorcio en Buda (1935), El último encuentro (1942), Confesiones de un burgués (1934), ¡Tierra, tierra! (1972) y Diarios: 1984-1989.
El último encuentro es una novela tensa, en la que temes, a lo largo de sus páginas, que algo grave ocurra en cualquier instante. Sobre ella flota un «misterio» que te atrapa, cuya búsqueda te mantiene absorta hasta el final. La narración describe una cita, esperada durante cuarenta y un años, entre dos viejos amigos, dos varones, antiguos compañeros de carrera militar, que compartieron una fraternidad que se rompió abruptamente; el primero de ellos —de origen noble—, alcanzó el grado de general, el segundo —de origen plebeyo— abandonó el ejército.
¿Qué busca el general? Aclarar hechos que ya carecen de relevancia en sus vidas, ha pasado demasiado tiempo, no se puede hacer nada con ese conocimiento, quizá encontrar algo de paz interior, a lo sumo. El dolor y la traición, si bien son estigmas que suponen un peso que pude hundir a los personajes, también se esfuman porque de alguna manera hay que sobrevivirles.
Con el advenimiento del nazismo, Márai aprobó los Acuerdos de Viena en los que Alemania «recuperaba» territorios, que afirmaba le pertenecían, de Checoslovaquia y Rumanía. Pero esto fue solo un espejismo, la Alemania nazi apuntaba maneras inaceptables, y Márai se declaró «antifascista», actuando en consecuencia a través de su afilada pluma con artículos que condenaban el régimen de Hitler. Fueron muchas las voces filonazis que se levantaron en su contra; sin embargo, su fama le salvó de la represión.
La ocupación de Hungría por parte de los ejércitos soviéticos cambió su destino, de héroe pasó a ser considerado villano; su escritura fue calificada por los nuevos señores como «burguesa», y aunque fue respetado, abandonó el país en 1948, instalándose en New York en 1952, tras estancias temporales en Suiza e Italia.
Terminada la II Guerra Mundial, Sándor Márai fue prohibido en Hungría y, literalmente, fue olvidado, no solo en su país natal sino en toda Europa. Sirva como ejemplo lo siguiente. Allá por el año 2007, accidentalmente, durante una comida en una universidad española, coincidí con una ciudadana eslovaca, doctora en economía, con la que entablé una conversación ligera. En un momento dado de la misma le pregunté por Sándor Márai y me respondió que conocía el nombre pero que no sabía nada de él, ni había leído ninguna de sus obras.
Con la caída del muro de Berlín en ciernes, su figura fue redescubierta y sus libros reeditados en todo el mundo. A pesar de ese postrero reconocimiento, siempre le abrumó la idea de ser un extraño en su tierra de nacimiento (estaba nacionalizado en su país de acogida).
En 1989 Sándor Márai su suicidó en San Diego, California. Los motivos del suicidio, según su diario, que escribió hasta el final, estaban justificados. Él era una persona disciplinada, que leía y escribía todos los días. Pero concurrieron circunstancias en su vida que le inducían racionalmente a buscar un atajo para el descanso eterno. Su mujer, Illona, había muerto hacía cuatro años, el resto de las personas con las que mantenía vínculos afectivos también, era una persona dependiente y apenas veía. Que cada una saque sus propias conclusiones.
La obra de Sándor Márai tocó muchos palos, escribió novela, teatro, ensayo, poesía y artículos periodísticos. Sus escritos, aparte de contar cuál era el entorno en el que se desenvolvía su acomodada vida, desde la Primera Guerra Mundial hasta la ocupación soviética, también expresaron bien la decadencia de la burguesía húngara.
Mis obras favoritas de Márai son las siguientes, las pongo por orden de agrado: La mujer justa (1941), La amante de Bolzano (1940), Divorcio en Buda (1935), El último encuentro (1942), Confesiones de un burgués (1934), ¡Tierra, tierra! (1972) y Diarios: 1984-1989.
El último encuentro es una novela tensa, en la que temes, a lo largo de sus páginas, que algo grave ocurra en cualquier instante. Sobre ella flota un «misterio» que te atrapa, cuya búsqueda te mantiene absorta hasta el final. La narración describe una cita, esperada durante cuarenta y un años, entre dos viejos amigos, dos varones, antiguos compañeros de carrera militar, que compartieron una fraternidad que se rompió abruptamente; el primero de ellos —de origen noble—, alcanzó el grado de general, el segundo —de origen plebeyo— abandonó el ejército.
«La amistad de los dos muchachos era tan seria y tan callada como cualquier sentimiento importante que dura toda la vida. Y como todos los sentimientos grandiosos, también contenía elementos de pudor y de culpa. Uno no puede apropiarse de una persona y alejarla de todos los demás sin tener remordimientos. Ellos supieron desde el primer momento que su encuentro prevalecería durante toda su vida. (…)»Es precisamente ese «encuentro» un auténtico duelo en el que no hay armas presentes, el punto temporal exacto en el que uno exige al otro, respuestas sobre los acontecimientos que condujeron a su separación sin una despedida siquiera. Se podría decir que el relato tiene dos partes largas y una corta. La primera está constituida por recuerdos del viejo general (los dos están en una edad que les aproxima a la muerte inexorablemente), la segunda es un discurso, también del general, que conduce hacia unas preguntas que nunca acaban de aparecer; y el tercero, en las últimas páginas de la narración, son las preguntas en sí mismas.
¿Qué busca el general? Aclarar hechos que ya carecen de relevancia en sus vidas, ha pasado demasiado tiempo, no se puede hacer nada con ese conocimiento, quizá encontrar algo de paz interior, a lo sumo. El dolor y la traición, si bien son estigmas que suponen un peso que pude hundir a los personajes, también se esfuman porque de alguna manera hay que sobrevivirles.
«Uno se pasa la vida preparándose para algo. Primero se enfada. A continuación quiere venganza. Después espera. Él lleva mucho tiempo esperando. Ya no se acordaba ni siquiera del momento en que el enfado y el deseo de venganza, habían dado paso a la espera. El tiempo lo conserva todo, pero todo se vuelve descolorido, como en las fotografías antiguas. La luz y el paso del tiempo desgastan los detalles.»Krisztina, la fallecida esposa del general, siempre está presente entre ellos, como una sombra, es un recuerdo imborrable que podría iluminar más la historia, pero Márai nos cuenta poco de ella. La reflexión moral del autor se impone sobre la realidad de los personajes, que se desenvuelven por la historia como fantasmas.
«¿Exigir fidelidad no sería acaso un grado extremo de egolatría, del egoísmo y de la vanidad, como la mayoría de las cosas y de los deseos del ser humano? ¿Es acaso nuestro propósito que la otra persona sea feliz? Y si la otra persona no es feliz en la sutil esclavitud de la fidelidad, ¿amamos a la persona a quien se la exigimos? Y si no amamos a esa persona ni la hacemos feliz, ¿tenemos derecho a exigirle fidelidad y sacrificio?»Se ha escrito sobre El último encuentro que representa «la búsqueda de la verdad como fuerza liberadora»; lo que sucede es que la suma de incontables años y la cercanía del fin de la vida, relativizan y convierten en material vago tanto los recuerdos como las emociones que albergaron.
«¿Crees tú también que el sentido de la vida no es otro que la pasión, que un día colma nuestro corazón, nuestra alma y nuestro cuerpo, y que después arde para siempre, hasta la muerte, pase lo que pase? ¿Y que si hemos vivido esa pasión, quizás no hayamos vivido en vano? ¿Qué así de profunda, así de malvada, así de grandiosa, así de inhumana es una pasión?... ¿Y que quizás no se concentre en una persona en concreto, sino en el deseo mismo?...»
Me encanta la trama. Me lo tienes que dejar. No he leído nada de Sándor Márai.
ResponderEliminarCuando nos veamos te lo llevo
EliminarA pesar del éxito de este libro, a mí me aburrió sobremanera. No lo dejé porque me lo habías recomendado. La historia en un principio me gustó pero luego, según corrían las páginas, tuve la sensación de que al discurso le faltaban cosas y fue perdiendo el interés. Al final mis temores se cumplieron... He leído otras cosas de Márai que me han gustado mucho. Es un autor interesante, sobre todo sus diarios.
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