Por Ángel E. Lejarriaga
Este poema está incluido dentro del poemario "El circo de los necios" (2018).
Media noche deshabitada,
doce campanadas lóbregas
anuncian la muerte de un día
y el nacimiento de otro
alumbrado por unos ojos celestes,
a pesar de no estar presentes,
que deslumbran en la oscuridad;
dos lanzas de fuego
que hablan sin palabras
con un estupor vivo
que derrama alegría,
como el agua fresca
que desborda la fuente
en la que los amantes beben
hasta ahogarse.
La sonrisa fiel acompaña
a las pupilas desamparadas
por los besos ausentes
de ese hombre hosco
que mira y admira,
perplejo,
la belleza del fulgor,
desde la distancia,
desde el vértigo de la huida,
siempre enajenado,
atemporal,
que se expresa con lenguaje
de meteoros abruptos,
aferrado a un tiempo
que no conocerá
porque no hay marcha atrás
en el curso de la historia,
y su impulso suicida,
incluso genocida,
le convierte en una pobre y mísera voz
que clama en el desierto.
Mas esos ojos le escrutan con ansia
y le llaman
con una voluptuosidad juvenil
sin comprender del todo
el desamparo del hombre que pena
ni su discurso lleno de arengas
y lamentaciones.
La sonrisa de ella bebe su desaliento
para compensar la derrota,
el mal de la memoria que le oculta,
y esa energía que exhala
y explota como dinamita negra,
sin herir a nadie
salvo a sí mismo
y a sus labios de miel.
La luz se desvanece gris
con un último e inerte hálito,
exasperado,
que describe cuentos de piratas,
de viajeros olvidados
y de una piel pálida
que se estremece
en un estrépito
de luces y sombras,
que susurra y muerde,
que grita de placer
y exige más,
que se adormece
en un abrazo satisfecho
nunca suficiente.
12-10-17
Media noche deshabitada,
doce campanadas lóbregas
anuncian la muerte de un día
y el nacimiento de otro
alumbrado por unos ojos celestes,
a pesar de no estar presentes,
que deslumbran en la oscuridad;
dos lanzas de fuego
que hablan sin palabras
con un estupor vivo
que derrama alegría,
como el agua fresca
que desborda la fuente
en la que los amantes beben
hasta ahogarse.
La sonrisa fiel acompaña
a las pupilas desamparadas
por los besos ausentes
de ese hombre hosco
que mira y admira,
perplejo,
la belleza del fulgor,
desde la distancia,
desde el vértigo de la huida,
siempre enajenado,
atemporal,
que se expresa con lenguaje
de meteoros abruptos,
aferrado a un tiempo
que no conocerá
porque no hay marcha atrás
en el curso de la historia,
y su impulso suicida,
incluso genocida,
le convierte en una pobre y mísera voz
que clama en el desierto.
Mas esos ojos le escrutan con ansia
y le llaman
con una voluptuosidad juvenil
sin comprender del todo
el desamparo del hombre que pena
ni su discurso lleno de arengas
y lamentaciones.
La sonrisa de ella bebe su desaliento
para compensar la derrota,
el mal de la memoria que le oculta,
y esa energía que exhala
y explota como dinamita negra,
sin herir a nadie
salvo a sí mismo
y a sus labios de miel.
La luz se desvanece gris
con un último e inerte hálito,
exasperado,
que describe cuentos de piratas,
de viajeros olvidados
y de una piel pálida
que se estremece
en un estrépito
de luces y sombras,
que susurra y muerde,
que grita de placer
y exige más,
que se adormece
en un abrazo satisfecho
nunca suficiente.
12-10-17
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