Por Ángel E. Lejarriaga
Podría escribir un “libro sobre el desasosiego”, un “ensayo sobre la ceguera” o tal vez un “ensayo sobre la lucidez”, y a continuación quemarlos, sonriente, hastiado de palabras superpuestas e impuestas en unas coordenadas absurdas, imprecisas, inconexas, inconscientes, incandescentes, inacabadas e insuficientes. Sí, podría escribir, por supuesto, un ensayo sobre el mal, sin obviar el bien como contraste, o escribir sobre el bien, y regodearme con la contemplación del mal. ¿Acaso importaría? No. No importaría a nadie. Somos levedad, cada día pretendemos pesar menos, ser más livianos, apenas un ronce en el cruce entre dimensiones opuestas. No puede trascender lo que escriba porque los pensamientos de un ahora impreciso, carecen de valor de cambio, no poseen precio, no cotizan en bolsa, no existe un mejor postor que desee pujar por ellos. Probablemente, ni tan siquiera serán leídos, mucho menos retenidos, conservados, fechados, preservados para la posteridad desconocida que se aventura tras este instante. ¡Ay!, perversidad qué poco te prodigas en estas horas ardientes de verano tórrido. Podrías proponer juegos corruptores, infames, incluso repugnantes, como imaginarnos en el papel de banqueros o de verdugos insaciables, eso sí, bien pagados, para mayor gloria de los lectores invisibles e imposibles, hambrientos de sensaciones esenciales, esos que pueblan las sinuosidades de nuestro tiempo. Tantas escenas truculentas restan por ser citadas que me abruma una impaciencia demente. Tiene que ser así, sentirme así, porque si estuviera cuerdo en estos puntos cardinales que ordenan el consenso social, debería acelerar mi muerte para no atragantarme con las convenciones ridículas y los usos correctos que el escenario reverente exige. No pide, no, eso no, reclama con urgencia, impone sumisión, obediencia ciega, y yo me niego a acatar orden alguno, al menos lo intento, ni la más nimia de las sugerencias aunque estas me sean beneficiosas, por si acaso me acostumbro a besar manos e incluso a lamerlas. La distancia es muy corta ente una y otra conducta. No estoy ciego, incluso es posible que roce una cierta lucidez, a pesar de encontrarme asfixiado por una tribulación que me convulsiona como si mis tripas fueran magma volcánico. Pensar por uno mismo tiene estos inconvenientes, hasta graciosos y corrosivos; mas tras tanta vanidad escrita solo encuentro oscuridad, negra, impenetrable, soportable, por momentos insufrible. Quizá debiera copiar los libros citados de Saramago y de Pessoa, sin complicarme la vida con más párrafos y soliloquios pueriles. Ellos escribieron bien y de manera transparente sobre el mundo y sus circunstancias, dijeron lo que tenían que decir, después se murieron, como debía ser. Aunque muertos sigan moderadamente vivos para los que les recuerdan. Hay que precisar que yo, aunque me sienta vivo, ya estoy discretamente medio muerto. ¡Qué cosas tiene el lenguaje! Es una gran gimnasia. Sorprende el fluir de las palabras, formando nubes de frases que se apilan en estas hojas como si quisieran decir y significar algo.
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