Por Ángel E. Lejarriaga
En El gran teatro del mundo, Calderón de la Barca construye una alegoría en la que la vida aparece como una obra dramática organizada por un «autor divino». A cada ser humano se le asigna un papel —rey, rico, pobre, labrador, niño, niña— y el sentido de la existencia radica en representar con dignidad y responsabilidad ese rol, sabiendo de antemano que la función es efímera y que al final del «acto» se juzgará el desempeño. Esta concepción barroca, donde el mundo es visto como teatro, puede servir de espejo de la situación actual del planeta, aunque el escenario se haya transformado y la noción de autor divino esté puesta en cuestión.
Si pensamos en la globalización como un teatro planetario, vemos que los papeles están repartidos de forma desigual. Las naciones más ricas y poderosas ocupan lugares centrales en la acumulación de riqueza, con acceso ilimitado a los recursos de cualquier tipo, a la tecnología y a la dirección de la trama general. Otros países desempeñan el rol de extras o figurantes, subordinados a las decisiones de los protagonistas. Lo mismo sucede a nivel individual. En este gran escenario contemporáneo, las posiciones sociales, económicas o culturales parecen predeterminar el alcance de cada «actuación». La movilidad social es posible, pero las estructuras son rígidas, como si Calderón hubiese anticipado que la ficción de libertad esconde guiones ya escritos.
Las redes sociales, por su parte, intensifican el carácter teatral de la vida. Millones de personas ensayan y representan papeles frente a audiencias invisibles: la persona de éxito, la rebelde, la solidaria, la mística. Como en la obra barroca, se trata de convencer al público de que el rol se ejecuta con perfección. Sin embargo, la diferencia es que hoy ya no hay un único «autor» trascendente que juzgue al final, sino un tribunal difuso compuesto por algoritmos, comunidades virtuales y una opinión pública acrítica y manipulada. El aplauso o el rechazo llegan de inmediato, y la función nunca se suspende, es continua, sin descanso ni telón que caiga en un momento dado.
En El gran teatro del mundo existía también una dimensión moral, no bastaba con representar el papel asignado, había que hacerlo con virtud, entendiendo que la apariencia era pasajera y que lo eterno era el alma. En la actualidad, esa trascendencia se ha desvanecido, sustituida por criterios de éxito cuantificables: visibilidad, riqueza, influencia. El mérito ya no se mide en virtud. En consecuencia, la ética barroca de Calderón hoy se convierte en una ética pragmática de supervivencia en un escenario competitivo y violento.
Sin embargo, la analogía no debe verse sólo en términos de pérdida. También es posible rescatar del drama calderoniano una enseñanza vigente, que todo papel, incluso el más humilde, puede tener grandeza si se representa con conciencia y responsabilidad. La pandemia, la crisis climática, las acciones bélicas, nos recuerdan que la obra no la escriben solamente los poderosos, la solidaridad y el apoyo mutuo, en todos los órdenes de la vida, se manifiestan en las situaciones más críticas, a pesar de la alienación y el escepticismo.
En definitiva, el mundo actual sigue siendo, indudablemente, un teatro, pero sin un director único, muy por el contrario, con guiones fragmentarios y audiencias dispersas e indolentes. Tal vez la tarea que tenemos pendiente sea aprender a improvisar sobre la marcha, con responsabilidad, en este escenario incierto, recuperando sin dogmas, la intuición calderoniana; el valor de la función que representamos no depende tanto del papel asignado como de la manera en que se la interpreta.
Si pensamos en la globalización como un teatro planetario, vemos que los papeles están repartidos de forma desigual. Las naciones más ricas y poderosas ocupan lugares centrales en la acumulación de riqueza, con acceso ilimitado a los recursos de cualquier tipo, a la tecnología y a la dirección de la trama general. Otros países desempeñan el rol de extras o figurantes, subordinados a las decisiones de los protagonistas. Lo mismo sucede a nivel individual. En este gran escenario contemporáneo, las posiciones sociales, económicas o culturales parecen predeterminar el alcance de cada «actuación». La movilidad social es posible, pero las estructuras son rígidas, como si Calderón hubiese anticipado que la ficción de libertad esconde guiones ya escritos.
Las redes sociales, por su parte, intensifican el carácter teatral de la vida. Millones de personas ensayan y representan papeles frente a audiencias invisibles: la persona de éxito, la rebelde, la solidaria, la mística. Como en la obra barroca, se trata de convencer al público de que el rol se ejecuta con perfección. Sin embargo, la diferencia es que hoy ya no hay un único «autor» trascendente que juzgue al final, sino un tribunal difuso compuesto por algoritmos, comunidades virtuales y una opinión pública acrítica y manipulada. El aplauso o el rechazo llegan de inmediato, y la función nunca se suspende, es continua, sin descanso ni telón que caiga en un momento dado.
En El gran teatro del mundo existía también una dimensión moral, no bastaba con representar el papel asignado, había que hacerlo con virtud, entendiendo que la apariencia era pasajera y que lo eterno era el alma. En la actualidad, esa trascendencia se ha desvanecido, sustituida por criterios de éxito cuantificables: visibilidad, riqueza, influencia. El mérito ya no se mide en virtud. En consecuencia, la ética barroca de Calderón hoy se convierte en una ética pragmática de supervivencia en un escenario competitivo y violento.
Sin embargo, la analogía no debe verse sólo en términos de pérdida. También es posible rescatar del drama calderoniano una enseñanza vigente, que todo papel, incluso el más humilde, puede tener grandeza si se representa con conciencia y responsabilidad. La pandemia, la crisis climática, las acciones bélicas, nos recuerdan que la obra no la escriben solamente los poderosos, la solidaridad y el apoyo mutuo, en todos los órdenes de la vida, se manifiestan en las situaciones más críticas, a pesar de la alienación y el escepticismo.
En definitiva, el mundo actual sigue siendo, indudablemente, un teatro, pero sin un director único, muy por el contrario, con guiones fragmentarios y audiencias dispersas e indolentes. Tal vez la tarea que tenemos pendiente sea aprender a improvisar sobre la marcha, con responsabilidad, en este escenario incierto, recuperando sin dogmas, la intuición calderoniana; el valor de la función que representamos no depende tanto del papel asignado como de la manera en que se la interpreta.
Publicado en la revista La Idea, nº 44, noviembre de 2025
Estoy muy de acuerdo con este artículo. En este gran teatro del mundo actual, falta un público crítico y exigente y sobran actores que se conforman en interpretarse a sí mismos. Todo ello sin un director, un guía, un líder…
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