10 ene 2011

No hay libertad en la miseria (I)

Noche sombría

Por Ángel E. Lejarriaga


La noche me pesa como una losa ardiente. Me aprisiona con un estupor de hierro, me atrapa en una jaula de pensamientos amenazadores. ¿Qué soy sin ellos? ¿Qué soy con ellos? No puedo desconectar mi mente de sus imperiosas reclamaciones. Me exige que actúe, que recupere mi dignidad, que lave mi honradez de esclavo de la suciedad impuesta por el desprecio de los que me han encarcelado en esta celda sin puerta. Soy un servidor sumiso, lo he sido durante toda mi vida. Mis últimos veinte años han estado dominados por esa húmeda mansedumbre que se deriva de agachar la cabeza sin replicar nunca las órdenes del amo. No he sido nada más que una mercancía, aparentemente valorada, solo eso, una herramienta sólida y barata que se podía usar y tirar. Tarde me doy cuenta. No valgo nada. No me merezco ni el respeto imprescindible de una despedida agradecida y generosa. Las herramientas somos desechables, yo lo soy, lo sé. Quizá lo he sabido siempre y me he auto engañado. Llegué a pensar que era un miembro más de la familia. ¡Imbécil! He sido un iluso. Ellos no tenían la obligación de quererme, no significaba nada en sus vidas. ¿Por qué llegué a creerme sus promesas, sus mentiras? Cómo no iba a hacerlo si significaban una garantía de futuro. No debían fallarme, aunque lo hayan hecho.
Casi todos en el pueblo me han dado de lado. Piensan que soy raro porque visto diferente, porque a veces, cuando bebo más de la cuenta, me creo mis propias fantasías de buenos y de malos, de forajidos y comisarios heroicos.
Me gusta la caza, aunque no esté orgulloso de matar animales. Lo hago por costumbre y por sentirme vivo. Acecharles me hace comprender el orden del mundo. Les mato pero les quiero y me duelen sus muertes. Sin embargo, de alguna manera misteriosa e irracional, dispararles genera en mi interior un equilibrio que no logro de otro modo. Probablemente la violencia que siento contra esta sociedad la desfogue sobre mis pobres compañeros de infortunio. Cuando me como sus cuerpos desgarrados noto cómo les incorporo a mi esencia más primitiva y de un modo extraordinario les hago renacer en la fusión con mis órganos. Estas ideas son las propias de un loco. Sería justo que otros depredadores hicieran lo mismo conmigo, que me cazaran también. Mi relación con las bestias es más veraz que con la mayoría de los humanos con los que he convivido hasta hoy.
Me doy cuenta de que no existe la fidelidad. No he conocido mujer que no haya pagado y no sé, por tanto, qué supone el hecho de asumir una responsabilidad de pareja. No he sido fiel más que a mí mismo, a mis padres, a mis jefes y a las leyes de los hombres. He aprendido mucho de esa relación opresiva.
Soy consciente de la cadena de agresiones en la que vivo y de la que no he sabido defenderme. He nacido para ser un siervo y eso lo resume todo. El hecho de que me lo esté cuestionando ahora responde más a mi enfermiza personalidad, debido a la desesperanza que me domina, que a un verdadero acto de esclarecimiento. No hay libertad en la miseria.
Lo estoy perdiendo todo: el trabajo, la casa y hasta el respeto de mis vecinos. Mis jefes me apartan de su lado, se ríen de mi ignorancia y estupidez; me dan un cheque sin fondos como a un tonto se le da un papel de periódico, diciéndole que es un billete de lotería premiado. En el banco también se mofan de mi pobreza, me amenazan con quitarme lo que me ha costado una vida de esfuerzo. En la tienda me miran alarmados. Claro, llevo seis meses sin cobrar mi sueldo y lo saben, no puedo pagarles. Sobro, no soy un cliente, no tengo dinero. Mis derechos como ciudadano se extinguen al quedar desposeído de mi categoría de mercancía en uso: soy un parado. Las leyes no me protegen. Sí salvaguardan al banco, a los empresarios o a los políticos corruptos pero yo carezco de auxilio; no soy nada, no valgo ni el pedazo de tierra en que serán enterradas mis cenizas.
¿Cómo voy a vivir a partir de mañana? ¿Cómo puedo seguir respirando desde mi nueva categoría de desecho? No lo sé o no quiero imaginarlo. Tal vez simplemente no deseo vivir de ninguna manera. He perdido bienes materiales y eso lo puedo sobrellevar; pero ¿qué hago con la desesperación que me domina? Siento una presión en la garganta como si me estuvieran estrangulando, me falta el aire. Miro por la ventana y los primeros rayos de luz iluminan esta calle que conoce bien mis pasos y que ahora descubro como extraña. No hay sosiego en mi corazón, no puedo descansar sin recuperar mi estima personal. Me resulta inverosímil cerrar simplemente los ojos y pasar página como si nada hubiera ocurrido. Necesito una reparación, la última, la definitiva. Es posible que el fuego cauterice mis heridas.
Sé lo que estoy haciendo en esta hora nefasta. También sé lo que voy a hacer a no tardar mucho. Mis manos limpian el arma que ha sido mi estimada compañera durante mucho tiempo, ella nunca me ha fallado; hoy tampoco lo va a hacer. Ignoro si es justa mi decisión más ya no me importa. La tormenta que me domina necesita expiación, una salida a tanto odio concentrado.
Estoy preparado; nada, salvo un milagro, puede detenerme. Es el destino del ser humano matar y morir con una niebla triste en las pupilas. No hay retorno. Ellos son culpables, yo lo soy también por haberles cedido mi libertad; por haber puesto mi vida en sus manos. Una voz en mi interior me dice que tendría que marcharme lejos y escapar de la sangre que pronto explotará ante mis ojos, pero no puedo hacerlo, ya no, es demasiado tarde. Tienen que pagar por lo que han hecho. Soy el único ser que lo entiende. Soy víctima y a la vez verdugo.
Ahí están… Se les ve bien a pesar de mi dolor. Ni siquiera imaginan lo que estoy sufriendo. El horror está presente, sus ojos lo reflejan, saben que van a morir, todos hemos de hacerlo en un momento u otro. Lo siento por ti, chico, no era tu hora. El olor a pólvora me embrutece. ¿Qué estoy haciendo? Nadie me quita el arma que me quema los dedos. Aún hay tiempo de apaciguar mi cólera. Oigo gritos lejanos y rostros descompuestos y más sangre y el silencio…
La conciliación de la muerte y el hastío ha hecho su trabajo. Puedo descansar en paz. A. E. L.

Inspirado en la última noche sombría de Pere Puig


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