18 oct 2011

No hay libertad en la miseria (II)

El grito mudo



Por Ángel E. Lejarriaga



Las pupilas del hombre se abren ante el sol que decae, un misterio en forma de sombra funesta le rodea con una consigna desesperada. ¿Qué le ocurre? ¿Por qué tiembla? ¿Por qué duda? No tiene nada que perder. Dos pasos más adelante le aguarda una cita espesa de emociones.
Es solo un hombre perdido. Podría ser también una mujer, un niño, una persona, un indignado, un solitario, una arpía, un imbécil, un transeúnte, un desalentado, tal vez un parado. La digresión lingüística se ha detenido ante esa categoría evolutiva infernal: un parado, un desasistido, un paria. Una realidad biológica que existe a pesar de que se trate de obviar.
Es una especie antigua que se oculta bajo las alfombras de la opulenta Europa. Una entidad poco útil, siniestra. Un merodeador nato que da vueltas y más vueltas, sin sentido, sin orden, sin unos puntos cardinales que le orienten en una dirección. En ocasiones se le ve sentado en un banco solitario, a la espera de que ocurra algo excepcional que le libere del estigma que le condena al ostracismo de la no existencia.
El individuo que observo ni tan siquiera reflexiona sobre estos términos; orden, sentido, futuro, carecen de significado en el caos atemporal en el que vive. Su mente acumula un rencor fiero, ardiente. Una bocanada de bilis le abrasa la lengua con un ácido denso que surge de lo profundo de sus entrañas. Su mundo se ha derrumbado hace tiempo y desde entonces permanece sumergido en un universo hecho de nada y de la nada no se sale porque en ella no hay esperanza.
Avanza unos metros y se detiene, su respiración es entrecortada. Su corazón escupe latidos como gritos, anhelando una ayuda imposible, un sortilegio balsámico que lo eleve sobre su cotidianidad de mugre y hastío. A veces piensa que ya no es un ser humano. Su conciencia le sugiere la idea peregrina de que quizá ha penetrado en un submundo hecho de horror y desprecio, en el que las miradas huidizas de los otros le atraviesan como espadas de acero.
Él se esconde, no hiere, le hieren. Él no humilla le humillan. Él ya no habla porque le cortaron la lengua el día en que le convencieron de que si era bueno en su trabajo triunfaría, si era obediente la sociedad le recompensaría, si cumplía las reglas alcanzaría la gloria del bienestar indefinido. Todo ese conglomerado de frases ampulosas se ha derretido ante el muro ignominioso que le circunda. Está fuera, le han expulsado de la sociedad de los prodigios, a pesar de haber sido el más sumiso de los ciudadanos, y eso no puede soportarlo. Es joven todavía, lo es aunque ronde los cincuenta años. Tiene esposa e hijos, que le miran con un poso de lástima. ¿Qué va ser de él? ¿Qué va a ser de ellos? ¿Qué va ser de todos nosotros?
Sus puños apretados se aferran al metal indiferente que sostiene. No hay dureza en su rostro, tampoco lágrimas. Quiere morir de una vez y no sabe cómo hacerlo. Le dicen que está deprimido pero no lo entiende, él solo quiere trabajo y nadie le escucha. Le enseñaron que ese era su fin en la vida, vender su fuerza al mejor postor. Lleva ese mensaje tatuado en la piel de manera imborrable. Lo marcaron como a una res al nacer y desde entonces ha respondido de manera eficiente a lo que se esperaba de él, ha cumplido con su deber de ciudadano decente. Pero ahora ha perdido sus derechos, que creía inalienables, porque ya no cobra un salario ni tan siquiera un subsidio. De repente es un ente infecundo. Los amigos le han dado de lado para que no les pida dinero aunque nunca lo ha hecho, por si acaso. Da miedo ver a un parado cerca, es presagio de miseria y la miseria puede contagiarse, es peor que la lepra.
Desea vivir a pesar de todo. En un rincón peregrino de su destartalado cerebro todavía existe un atisbo de luz. Antes quería morir y en este instante se resiste a ello. Da dos pasos más en dirección al supermercado. Está dentro. La cajera le mira con ojos despavoridos, no le reconoce, no entiende por qué lleva la cara tapada y por qué empuña una escopeta. Él no quiere hacer daño a nadie pero todos los que le rodean son culpables, nadie es inocente si permanece pasivo ante la pobreza y la exclusión de sus semejantes. Con sus manos sudadas acaricia inútilmente el gatillo del arma descargada, porque no tiene dinero para comprar cartuchos. Aún así un arma es un arma y sus dos ánimas, como dos ojos negros amenazadores, encañonan a los rostros aterrados que le observan. Apenas puede hablar, balbucea, con la escopeta señala la caja registradora. El resto de los personajes flotan en la escena embriagados por un hedor gélido que proviene del pozo de la historia.
Le gustaría expresar el dolor que siente ante ese arrebato de necesidad y a la ve de justicia. Pide el dinero, más bien lo suplica, con lágrimas en los ojos. La cajera le entiende pero no es capaz de moverse, presiente la tragedia en los labios cortados del hombre sin rostro. Él la empuja con el cañón para que le obedezca y ella al fin reacciona. Es escaso el tesoro que obtiene pero aún así lo coge, se vuelve hacia la calle y de pronto las piernas se le doblan, algo le ha golpeado en el pecho con violencia. Ha creído escuchar un estampido, como un petardo infantil. Le confunde que las piernas no le sostengan. Se deja caer sobre un costado, muy cansado, mientras una masa viscosa carmesí le rodea como un aura. Oye gritos y palabras entrecortadas, confusas. Desde el suelo, muy cerca, percibe dos pies calzados con botas negras brillantes, parte de un uniforme, y un familiar olor a pólvora. No entiende lo que ha pasado pero tiene sueño. Próximo a la inconsciencia cree oír el sonido de una sirena que se aproxima. Los parpados le pesan y tiene frío, mucho, frío.

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