3 ene 2015

Sobre los humanos normales y la maldad



Por Ángel E. Lejarriaga



Para hablar de este escabroso asunto, es fundamental beber en las fuentes de Hannah Arendt y en el libro que convulsionó a la intelectualidad de su tiempo, Eichmann en Jerusalén. Esta filósofa alemana nació en Hannover en 1906. Procedía de una familia judía originaria de Königsber, antigua Prusia, que hoy en día pertenece a Rusia bajo el nombre de Kaliningrado. A la muerte del padre la educación de Hannah (Johanna de nacimiento) recayó exclusivamente sobre su madre, una mujer de ideas socialdemócratas. Cuando solo contaba catorce años ya había leído a Kant (Crítica de la razón pura) y a Jaspers (Psicología de los conceptos del mundo). Estas lecturas nos pueden proporcionar una idea de su precocidad intelectual. Por problemas de adaptación a la escuela en la que estudiaba, nada más cumplir los diecisiete años, se vio obligada a dejarla y a poner rumbo a Berlín. Hay que aclarar que todavía no había acabado su escolarización básica. A pesar de ello, estudió teología cristina y a Kierkegaard. Un año después, con dieciocho años, superó el examen de acceso a la universidad por libre.
Una vez en la universidad, Hannah Arendt penetró en un universo en el que el conocimiento y al amor se entremezclaron hasta tal punto que la desestabilizaron emocionalmente. Pasión y dolor se entremezclaron, haciéndola madurar deprisa. Inicialmente estudió en la universidad de Marburgo, asistiendo a las clases de Heidegger, Hartmann y Bultmann. La experiencia humana tiene sus pros y sus contras; su despegue intelectual se encontró frente a frente con un amor difícil de sobrellevar. Heidegger y Arendt iniciaron un romance, él tenía treinta y cinco años y ella dieciocho. La relación era oculta y ella la soportaba como podía hasta que llegó a un punto en que le resultó imposible vivir en ese estado de continua zozobra; entonces, decidió cambiar de universidad; de Marburgo se marchó a la universidad Albert Ludwing. Esa no fue su última parada universitaria pues realizó sus estudios de Filosofía en la universidad de Heidelberg, doctorándose en 1928, tutelada por Jaspers, con la tesis El concepto del amor en San Agustín.
Lejos del aislamiento de Marburgo y la tormentosa relación con Heidegger, se abrió al culto mundo que le rodeaba, y se codeó con un buen grupo de amigos como Hans Jonas, Karl Frankenstein, Erich Neumann, Erwin Loewenson o Kurt Blumenfeld (portavoz del movimiento sionista alemán).
En 1929 su vida sufrió un cambio positivo con el reencuentro con Günther Anders, antiguo amigo de la universidad de Marburgo. El amor surgió entre ellos y se fueron a vivir juntos, un acto bastante transgresor en la sociedad de su tiempo; un año después contrajeron matrimonio. La actividad intelectual de Hannah Arendt en esos momentos era muy intensa: participaba en seminarios, escribía artículos para el periódico Frankfurter Zeitung, hacía reseñas de libros e investigaba sobre la escritora Rahel Varnhagen von Ense. En esa actividad frenética tuvo tiempo para leer a León Trotsky y a Karl Marx. Nunca obvió en sus estudios el tema judío y en 1932 publicó el artículo La ilustración y la cuestión judía¸ en la revista Geschichte der Juden in Deutschland. Es importante destacar que ese mismo año desarrolló una interesante crítica del libro El problema de la mujer en la actualidad, de Alice Rühle-Gerstel, haciendo hincapié en el menoscabo que sufre el sexo femenino en la sociedad, y cuestionando los deberes que se le imponen o que se autoimponen las mujeres, incompatibles con su independencia.
Su militancia política en favor de los judíos, que ya estaban siendo perseguidos, hizo que en 1933 fuera detenida por la Gestapo. Ocho días después fue liberada. Arendt opinaba que había que combatir a los nazis sin ningún tipo de tapujos, en contra de gran parte de la intelectualidad alemana, incluida la judía, que buscaba la convivencia con ellos. En esas fechas, la amistad con Heidegger había pasado a mejor vida tras la afiliación de este al partido nazi. Para ella el rechazo al totalitarismo era una cuestión vital, insoslayable e innegociable. Esta responsabilidad, que ella asume con la Historia y con su tiempo, hizo que tras su detención abandonara Alemania y se instalara en París. En ese contexto se produjo un alejamiento con su marido, Günter Anders, motivado por muchas razones, entre ellas que él se posicionaba políticamente próximo al comunismo soviético y ella al sionismo. Aunque durante un tiempo compatibilizaron sus distintas actividades, en 1937 se divorciaron. Un año antes ella había conocido a un antiestalinista, ex militante comunista, con el que intimó y se casó en 1940: Heinrich Blücher. Es en ese año cuando Hannah Arendt fue considerada como extranjera enemiga e internada en el campo de concentración de Gurs por las autoridades francesas. Cinco semanas después consiguió escapar y tras no pocas vicisitudes llegar a Lisboa desde donde partiría para EEUU en mayo de 1941. Durante todo ese tiempo estuvo trabajando activamente para el movimiento sionista. En octubre de 1941 empezó a escribir regularmente en una revista judía, Aufbau. Si bien se definía a sí misma como sionista, en poco tiempo empezó a disentir con el sionismo ya que el concepto de «pueblo elegido» le resultaba incompatible con las ideas de justicia y libertad.
Hasta el año 1951 la situación económica del matrimonio Arendt-Blücher fue bastante lamentable, prácticamente vivían de lo que ella escribía. En ese año, Blücher empezó a dar clases de filosofía en una universidad, lo cual supuso un respiro en sus vidas.
Tras el final de la guerra viajó, aproximadamente, una vez al año a Alemania y estudió en directo las consecuencias del nazismo. En un ensayo publicado en 1950, Visita en Alemania. Las consecuencias del régimen nazi, llegó a la conclusión de que «Alemania ha destruido el tejido moral del mundo occidental gracias a crímenes que nadie pensaba posibles», también resaltó su sorpresa ante «La indiferencia con la que los alemanes se mueven por entre las ruinas […] nadie llora a los muertos». En esa época también escribió lo siguiente: «El alemán medio busca las causas de la última guerra no en las acciones del régimen nazi, sino en las circunstancias que condujeron a la expulsión de Adán y Eva del Paraíso».

En 1953, con 47 años, Hannah Arendt consiguió una cátedra en el Brooklyn College de Nueva York. Su trabajo hasta 1962 fue incansable, siempre preocupada por el problema del totalitarismo, sobre el que escribe sin parar. Pero es en ese año cuando se produjo su verdadero salto a la fama internacional con sus trabajos para The New Yorker, cubriendo el juicio a Adolf Eichmann en Israel. De esas crónicas surgiría más tarde el libro Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal. Tanto los artículos como el libro fueron muy controvertidos y aún hoy día siguen creando polémica, fundamentalmente en sectores sionistas.
El libro describe de manera minuciosa el desarrollo de las sesiones del juicio y hace un análisis profundo sobre el «individuo Eichmann». Según Hannah Arendt, Eichmann carecía de historia de antisemitismo. Tampoco se le consideraba una persona tortuosa o desquiciada. Los motivos que le indujeron a colaborar activamente en el genocidio judío fueron, básicamente, su voluntad de ascender en el escalafón nazi a través de los méritos conseguidos a partir de un eficaz cumplimiento de las tareas que se le encomendaban. Eichmann era un simple burócrata, cumplidor de órdenes, irreflexivo e inmune a las consecuencias de sus actos.
Muchos fueron los puntos que ella toco en el libro de manera incisiva y que molestaron tanto a la comunidad judía como al gobierno alemán de post guerra, así como a diversos pensadores de todas las naciones. Quizá los más destacables fueron: el papel de los consejos judíos en el genocidio, el concepto de responsabilidad personal frente a responsabilidad colectiva, el carácter de los sistemas totalitarios y sus consecuencias y, por su puesto, «la banalidad del mal».

Sobre el papel de los dirigentes judíos en el Holocausto, Hannah Arendt fue concluyente, el genocidio no se hubiera producido en toda su cruel extensión de no ser por la colaboración directa de los consejos judíos.
«Los jefes y consejos judíos habían colaborado porque creyeron que podían “impedir todavía consecuencias más graves”.»
Es posible que de alguna manera pensaran que, colaborando mínimamente, podían apaciguar a la bestia nazi. A fin de cuentas, nadie hasta ese momento había conocido un espanto parecido al que desarrolló el régimen dirigido por Hitler. Lo que sucede es que no solo colaboraron en lo superficial sino que llegaron mucho más lejos y eso es todavía hoy día difícil de comprender.
«Los judíos se inscribían en los registros, rellenaban infinidad de formularios, contestaban páginas y páginas de cuestionarios referentes a los bienes que poseían para permitir que se les embargaran más fácilmente, luego acudían a los puntos de reunión y eran embarcados en los trenes. […] Sin la ayuda de los judíos en las tareas administrativas y policiales —las últimas cacerías de judíos en Berlín fueron obra exclusivamente de la policía judía—, se hubiera producido un caos total o, para evitarlo, hubiera sido preciso emplear fuerzas alemanas, lo cual hubiera mermado gravemente los recursos humanos de la nación.»
Pero hacían más cosas que listas e inventarios:
«En las ciudades de Europa, los representantes del pueblo judío formaban […] obtenían dinero de los deportados a fin de pagar los gastos de deportación y exterminio; llevaban un registro de las viviendas que quedaban libres; proporcionaban fuerzas de policía judía para que colaborasen en la detención de otros judíos y los embarcaran en los trenes que debían conducirles a la muerte. […] El trabajo material de matar en los centros de exterminio estuvo a cargo de comandos judíos. Estos comandos trabajaban en las cámaras de gas y en los crematorios, arrancaban los dientes de oro y cortaban el cabello a los cadáveres, cavaron las tumbas y luego las volvieron a abrir para no dejar rastro de los asesinatos masivos. Fueron técnicos judíos quienes construyeron las cámaras de gas de Theresinstadt, lugar en el que hasta el verdugo al servicio de la horca era judío.»
Hannah Arendt se preguntaba con consternación:
«¿Por qué favoreció aquella gente el exterminio de su propio pueblo? […] Allí donde había judíos, había dirigentes judíos y estos sin excepción colaboraron con los nazis de un modo u otro, por una u otra razón.»
No era ni es fácil dar una respuesta a esta pregunta, ella no pudo hacerlo, solo presentó la idea de que quizá se podría haber hecho otra cosa y con ello haber salvado muchas vidas.
Hannah Arendt analiza, también, pormenorizadamente el reparto de responsabilidades que condujo al genocidio. Aunque Eichmann era el acusado, lo mismo que lo fueron otros pocos nazis en el juicio de Núremberg, ¿una sola persona podía cargar con esa culpa? ¿Hitler? ¿Eichmann? Hannah Arendt es incuestionable al respecto:
«La actitud del pueblo alemán hacia su pasado […] difícilmente pudo quedar más claramente de manifiesto […] se mostró indiferente, sin que al parecer le importara que el país estuviera infectado de asesinos de masas.»
A pesar de lo que ha tratado de hacernos ver la propaganda occidental para encubrir su negligencia ante lo que estaba ocurriendo en Alemania:
«La verdad es exactamente lo opuesto a aquella afirmación de Adenauer, según la cual “un porcentaje relativamente pequeño” de alemanes fue adepto al nazismo, y que “la gran mayoría hizo cuando pudo para ayudar a los judíos.»
La realidad fue muy otra y eso no solo lo confirmó el mismo Eichmann sino que está abundantemente documentado:
«[…] complicidad de todos los organismos y funcionarios alemanes en la puesta en práctica de la “Solución Final”, es decir, la complicidad de todos los funcionarios de los ministerios, de las fuerzas armadas y su estado mayor, del poder judicial, y del mundo de los negocios y las finanzas. […] La Solución Final, si quería aplicarse en la totalidad de Europa, exigía la activa cooperación de todos los ministerios y de todos los funcionarios públicos de carrera […] La Solución final fue recibida con entusiasmo por los altos funcionarios del Estado, a los que solo les preocupaban cuestiones jurídicas. […] Eichmann dijo al respecto que los funcionarios de las diversas ramas del Estado no solo expresaron opiniones, cuando se les planteó el tema, sino que formularon propuestas concretas. […] No solo Hitler, no solo Heydrich, no solo las SS y el partido nazi, sino la élite de la vieja y amada burocracia se desvivía por el honor de destacar en aquel “sangriento asunto”.»
Eichmann fue juzgado y condenado pero ¿quién se tendría realmente que haber sentado en el banquillo de los acusados?
«El Ministerio de Hacienda y el Reichbank hicieron los preparativos precisos para recibir el enorme botín que les mandarían desde todos los rincones de Europa, botín formado por todo género de objetos de valor, incluso relojes y dientes de oro. […] Los togados dignatarios con títulos universitarios jamás decidieron exterminar a los judíos, sino que tan solo se concertaron para planear las medidas precisas a fin de cumplir las órdenes dadas por Hitler.»
El abogado de Eichmann dijo durante el juicio: «Eichmann ha realizado hechos “que son recompensados con condecoraciones cuando se consigue la victoria, y conducen a la horca en el momento de la derrota”.»
Alemania entera tendría que haber sido juzgada e incluso, tal vez, haber desaparecido como nación. Ahora bien, ¿cuántas veces se han producido genocidios en la historia de la humanidad?, se preguntaba Hannah Arendt, luego, debería ser «[…] la humanidad quien se sentara en el banquillo junto al acusado».
Después de poner a unos y a otros en su sitio, Hannah Arendt incide en las causas que facilitan la aparición del asesinato en masa: el totalitarismo. Y para definirlo afirma ―sintetizo― que da igual que este sea de izquierdas o de derecha, nazi o bolchevique, ambos comparten características que los igualan en sus devastadoras consecuencias. Por un lado, el individuo se desintegra en la masa amorfa y alienada, dominada por principios fanáticos irracionales, en los que no cabe la solidaridad, el apoyo mutuo o la aceptación de la diferencia. Por otro, el Estado se convierte en una cruel e implacable máquina represiva en la que sobresale, por parte de sus adeptos, una cierta «admiración por el crimen», por supuesto «legal», amparada en un aparato de propaganda dirigido a adoctrinar y a justificar constantemente los procesos de purga sobre la disidencia presentes y futuros. Segúna Hannah Arendt este tipo de sistema se caracteriza, además, por «la lealtad de sus seguidores», sean parte del pueblo llano o intelectuales.
«Eichmann siempre había sido un ciudadano fiel cumplidor de las leyes, y las órdenes de Hitler, que él cumplió con todo celo. […] Las palabras del Führer tenían fuerza de ley. Todo lo que contradijera las palabras de Hitler era ilegal. […] Los miembros de las SS estaban ligados a Hitler no a Alemania.»
«[…] para las ciencias políticas y sociales tiene gran importancia el hecho de que sea esencial en todo gobierno totalitario, y quizá propio de la naturaleza de toda burocracia, transformar a los hombres en funcionarios y simples redecillas de la maquinaria administrativa, y, en consecuencia, deshumanizados. […] Del mismo modo que la imposición del cumplimiento de la ley, que tiene la finalidad de eliminar la violencia y “la guerra de todos contra todos”, necesitará siempre de los instrumentos de violencia a fin de mantenerse; también es cierto que el gobierno puede verse obligado a cometer actos generalmente considerados delictivos, a fin de conseguir su propia supervivencia.»
Esta última afirmación de Hannah Arendt se podría aplicar perfectamente a muchos estados modernos denominados democráticos que para sostenerse han practicado y practican con impunidad «legal» el «terrorismo de Estado» o la «guerra sucia» contra aquellos que abandonan el redil de la sumisión.
Hannah Arendt expone al final del libro su concepto «banalidad del mal» o «banalización del mal», referido a la figura de Eichmann, y que generaliza como posibilidad a la especie humana. Eichmann, durante el juicio, no mostró en ningún momento sentimientos de culpa o arrepentimiento, aseverando que estaba «haciendo su trabajo».
«“Eichmann era un hombre ‘normal’. Más normal que yo tras pasar por el trance de examinarle”, dijo uno de los psiquiatras que le reconoció. Otro dijo que su actitud hacia su familia y amigos “no solo eran normal sino ejemplar”. […] Eichmann tampoco constituía un caso de anormal odio hacia los judíos, ni un fanático antisemita, ni tampoco un fanático de cualquier otra doctrina […] Los jueces no fueron capaces de comprender que una persona “normal” fuera incapaz de distinguir el bien del mal. […] El nazismo supuso para Eichmann —un fracasado ante sus iguales—, la oportunidad de empezar de cero y alcanzar puesto respetables.»
Eichmann cumplió las ordenes no porque temiera por su vida ―«En el juicio de Núremberg, “no se pudo hallar ni un solo caso en que se aplicara la pena de muerte a un miembro de las SS, a causa de haberse negado a participar en una ejecución.»― sino porque quería medrar socialmente.
«Eichmann podría haberse apartado de su cometido como habían hecho otros pero siempre consideró tal actitud como “inadmisible”. Dijo: “En aquella época, nadie se portaba de esa manera”. […] Eichmann era un fiel cumplidor de la ley. Cumplía con su deber. No solo obedecía órdenes sino que también obedecía la ley. […] Sería interesante que el hombre hiciera algo más que obedecer la ley, que fuera más allá del simple deber de obediencia, que identifique su propia voluntad.»
El mal se banaliza, se normaliza, se obvia con un simple ajuste cognitivo. Obedecer una orden es suficiente justificación para obviar el dolor de la víctima, para minusvalorar el crimen en sí mismo.
«Lo más grave en el caso de Eichmann era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente […] comete sus delitos en circunstancias que le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad.»
Sobre la «maldad» Thomas Szasz dijo lo siguiente en su libro El mito de la enfermedad mental:
«La gente busca la enfermedad o la locura detrás del crimen; pero en la mayoría de los casos el criminal es “normal” y lo bastante inteligente para hacer crímenes complejos. ¿Por qué no aceptar que en el hombre hay pulsiones destructivas y autodestructivas, y que puede ser un animal asesino?»
No obstante, para no caer en el pesimismo más desolador, Hannah Arendt hace referencia en su libro a conductas dignas de elogio que aún nos permiten tener esperanza en el devenir de nuestra especie, aunque esta sea muy remota.
«La policía belga no colaboró con los alemanes y los empleados de ferrocarriles eran de tan poca confianza que ni siquiera se les podía dejar solos al cuidado de los trenes, ya que procuraban dejar abiertas las puertas de los vagones, e ideaban estratagemas de todo género para permitir que los judíos escaparan. […] Holanda fue el único país de Europa en que los estudiantes hicieron huelga cuando los profesores judíos fueron desposeídos de sus puestos. […] Hubo disturbios en los astilleros daneses, donde los obreros se negaron a reparar los buques alemanes y se declararon en huelga.»

No hay comentarios:

Publicar un comentario