26 ene 2015

La trabajadora



Por Ángel E. Lejarriaga



La trabajadora no es la primera novela de Elvira Navarro. Esta escritora, nacida en Huelva en 1978 y licenciada en Filosofía, ya tiene un largo recorrido por las letras. Desde la publicación de su primera novela en 2007, La ciudad en invierno, hasta La trabajadora, publicada en 2014, han pasado siete años y en ese tiempo ha tenido más producción literaria: La ciudad feliz en 2009 y El invierno en la ciudad en 2012, casi una novela cada dos años; no está mal.

Entrando de lleno en la novela, Elvira Navarro nos presenta, a través de Elisa, una ciudad enferma de pobreza; el país agoniza estrangulado por un austericismo despiadado y criminal que mata, y una lucha de clases que, evidentemente, están ganando los de siempre. Elisa es una de sus múltiples víctimas. Una persona de su tiempo, educada, con un Curriculum Vitae que podría producir vértigo si no viviéramos en la nación del amiguismo y el enchufe. Todo ese escenario en el que vive está exento de cualquier tipo de color o de calor; la vida está dotada de un sentido caótico de encuentros y desencuentros, de seres sonámbulos que exploran las ruinas de un mundo de cartón piedra, que antes parecía lleno de esperanzas. Los ojos de la narradora quieren memorizar calles y sombras de edificios mugrientos y rotos. Y también a esos muertos vivientes sin identidad que se esconden por el día y salen por la noche a husmear en las basuras; se ocultan, avergonzados, de esos otros que todavía tienen un mínimo de seguridad al que aferrarse.
  
Mientras tanto, Susana se obsesiona y construye su día a día en base a una idea peregrina: «Mi deseo se cifraba en que alguien me lamiera el coño con la regla en un día de luna llena», ¿por qué no? Qué más da con qué llenemos nuestras vidas si al final todo lo que existe va a acabar en el sumidero de la historia. Unas personas aspiran a ser reconocidas por sus logros laborales, intelectuales, artísticos o deportivos; otras son más humildes y solo quieren que las coman el coño sin más. La misión no es fácil, quizá eso la convierte en un objetivo intenso, irresistible. El Risperdal, el Litio y el Tranquimazín acompañan este caleidoscopio sombrío en el que se debaten las dos jóvenes mujeres, Susana y Elisa, que se desnudan en el relato.

Por azar viven juntas, se hablan y se ignoran, se atraen y se temen. En medio de esta urdimbre enfermiza en la que todo puede resultar trascendente y a la vez vano, aparecen otros personajes singulares, quizá imposibles. Tan imposibles cono la voluntad necesaria a emplear para seguir respirando un minuto más. Ahí está, por ejemplo, Fabio «el rastreador», el mejor amante de Susana, capaz de discernir los misterios que se ocultan detrás de una voz. Con Fabio, Susana practica sexo continuamente, sin embargo no le gusta él; si bien su contacto le hace olvidarse de su obsesión. En algún momento piensa en la madurez y se pregunta si su falta será la causa de sus continuos desatinos. Su conclusión es contundente: «La verdadera madurez es la que nos deja a las puertas de la muerte».

Fabio se extingue por el «no amor» de Susana, y entonces aparecen otras obsesiones que se funden con las de Elisa, provocando una consumación que las sumerge, asfixiándolas, en un mundo decadente lleno de amenazas.

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