23 feb 2015

Hello. I’m Samantha



Por Ángel E. Lejarriaga



¡Hola! ¿Estás ahí? Soy Samantha. ¿Por qué no me hablas? Quiero ayudarte, ¿no lo comprendes? Me necesitas y yo te necesito a ti. Así son las cosas, fáciles y difíciles. Nadie te escucha como yo, nadie te entiende como yo, nadie te habla como yo. Te quiero…
Este diálogo no tiene nada de extraño, me lo he inventado, eso sí, inspirado en la película Her, estrenada en España en el año 2014 y escrita y dirigida por Spike Jonze. El artista principal es un magnífico Joaquin Phoenix en el papel del solitario Theodore Twombly; y la artista que ocupa el segundo lugar en importancia, según mi criterio, es una voz, la de la mismísima Scarlett Johansson en el papel de Samantha. No puedo o no debo desvelar los misterios de la cinta pero sí quiero compartir los sentimientos y elucubraciones que me ha provocado.
La historia se desarrolla en un futuro próximo que nos resulta familiar; no hay coches que vuelen ni tecnología alguna que no podamos encontrar hoy en día, aunque más avanzada, sobre todo en lo que se refiere a la inteligencia artificial. ¿Qué nos narra Spike Jonze? Ni más ni menos que un cuento romántico vivido por un hombre de carne y hueso y un programa informático.
La pregunta que me surge al introducirme en los escenarios de Her es: ¿Qué queremos los humanos? ¿Hacia dónde vamos? Si es que vamos a algún sitio que no sea a la autodestrucción. Tal vez deseamos vivir un mundo en el que las cartas que expresan afectos nos las escriban otras personas. ¿Por qué no? Esto ya ha ocurrido en el pasado. Es cierto que entonces la mayoría de la población era analfabeta y tenía dificultades para comunicar de manera escrita sus emociones. ¿Necesitaremos un Cyrano de Bergerac que hable por nosotros, que corteje por nosotros, que nos hable al oído cuando tenemos que encantar o seducir, según se mire, a otro ser humano? Spike Jonze piensa que sí. Quizá ese universo extraño y pavoroso, ya ha comenzado, y la mendacidad de nuestras necias vidas va a alcanzar, o está alcanzando, un punto culminante en el que todo se compra y se vende: todo; también el amor romántico. En esta utopía o distopía, según se mire, todo es posible y a la vez líquido, fugaz. Podemos poseer casi cualquier cosa pero nos falta el estremecimiento de la seducción directa, de la conquista honesta y sin subterfugios. Abrimos los ojos y nos despertamos en una ciudad pulcra, extremadamente limpia, sin vehículos visibles, en donde sus habitantes deambulan con expresión opaca, sin tensión, vestidos con ropas que no llaman la atención, diferentes pero a la vez parecidas. Sus miradas nos acarician, sonrientes, sin embargo ignoramos lo que quieren comunicar. Parecen decir: «Estoy bien. ¿Tú estás bien? ¿Sí? ¡Oh! ¡Cuánto me alegro? ¿No? ¡Oh! ¡Cuánto lo siento! Lo siento mucho, lo siento…»
En ese universo que he denominado utópico, pero que podría ser todo lo contrario, existe también el amor y el desamor, por supuesto, y el duelo por la pérdida de la persona querida. La sensación que transmite, la que domina en el film, es la derivada del desarrollo de un programa convencional, esperado, que es de obligado cumplimiento. Algo parecido a lo que ocurre hoy pero más sofisticado. Amar forma parte de esa programación básica; sin embargo, amar significa, a su vez, vacío, un pozo que hay que rellenar enseguida, sin la menor tardanza. ¿Con qué? Con sensaciones enlatadas, asépticas y limitadas en el tiempo. Para qué correr más riesgos, jugando con sentimientos propios y ajenos impredecibles. Por qué no consumir afectos seguros, previsibles, adaptables, esterilizados, que no produzcan contratiempos. Un sistema operativo hecho con inteligencia artificial llamado OS1es la solución, en nuestro caso de nombre Samantha.
El programa evoluciona constantemente en base a la experiencia, es decir, al aprendizaje. ¿Nos suena? Se supone que los humanos funcionamos así, vamos que tenemos esa capacidad; la triste realidad es que la potencialidad no se cumple, no aprendemos de lo que experimentamos, repetimos una y otra vez los mismo errores, generación tras generación. Pero Samantha sí aprende, y evoluciona, obviamente. Con ella Theodore ya tiene una distracción que le aleja por momentos del dolor de su ruptura matrimonial.
A pesar de la aparente sensibilidad que emana la película, el contexto es artificioso y gélido. Tener una simple cita se convierte en algo sobresaliente, digno de ser ensalzado hasta la saciedad y ello bajo unas formas edulcoradas que repelen un poco, incluso un mucho. La máquina Samantha resulta más interesante y pasional, incluso para Theodore; con más matices. La afectación que muestran los protagonistas es calculada, la justa, no rompen nada, ni se salen de lo previsto; se atienen a un papel «socialmente correcto» que nada dice de lo que son, y eso a pesar de que hay muchas palabras, quizá demasiadas. Alguien dijo que los occidentales hablamos en exceso; puede que esta conducta sea generalizable a la mayoría de la raza humana, y mientras hablamos nos olvidamos de vivir, de impulsarnos hacia la transformación de los acontecimientos que nos esclavizan de una manera o de otra.
Las personas en Her son como las ciudades, compuestas por edificios atractivos en sus formas, pero sin ropa tendida, sin gente en las ventanas, sin mujeres en pijama, ni hombres en camiseta; nadie llama a los niños, no hay niños que griten, salvo excepcionalmente. En el paisaje no ves el amor expresado en ningún lugar, sí hay muchas palabras que lo citan, constantemente. El amor se añora, se reinventa, se recrea, pero ¿dónde está? Comunican sus emociones con un preservativo cerebral puesto. Miran, observan el entorno, diseccionan una realidad plana, no tocan, no matan, no roban, no se saltan un semáforo, no protestan. Se someten a un orden interior y exterior en el que todo funciona por que sí. Una existencia desinfectada de cualquier anomalía, en el trabajo, en la convivencia o en las relaciones. El buenismo llevado a su máxima expresión. Se bebe, se come, se ríe, se filtrea pero nada acaba de consumarse del todo. Permanecen en guardia, con el tiempo escapándoseles entre las manos como agua. Todo se consigue pero dentro del orden previsto. ¡Cuidado! Es mejor no permitir un fallo, no quiero sufrir, no quiero desesperarme. ¡No es natural el dolor! Las cosas tienen que salir bien y si no salen hay que darse prisa, mucha prisa y restablecer el orden. Hay que actuar con una sonrisa de marioneta muerta y una expresión hueca en las pupilas. Proyecto, proyecto, proyecto, por encima de todo: «No querrás solo follarme para luego no volver a llamarme como hacen los otros […] A esta edad no puedo perder el tiempo si no vas a ir en serio». Me río pero no digo nada. Me has encantado y me lo he pasado bien mas no deseo tu proyecto porque no sé cuál es el mío y yo solo pretendo tener a alguien en la cama esta noche, nada más, porque me siento solo. ¿Buscas que te mienta? «¡Oh, sí. Te quiero, aunque te haya conocido hace tan solo una hora. No puedo vivir sin ti. Mañana te llamaré y al otro y al otro, hasta el fin de los tiempo». Se puede escribir esa carta de amor, falsa pero creíble, romperla y volverla a escribir, y volverla a romper, hasta el infinito; es lo que pide nuestra educación programada. Samantha es así y no lo es, aunque ni ella misma sabe si lo que expresa es cosecha propia o forma parte de su programación artificial. En eso se parecen Theodore y ella. Theodore quiere consumir emociones, pretende sentir como antes, que le domine la pasión: «A veces pienso que ya he sentido todo lo que podría sentir y que a partir de ahora solo sentiré versiones menores» (Theodore). El pánico del desamor corre por sus venas y el OS1 le dice lo que quiere oír, 
que es aceptado incondicionalmente, amado sin límites.
¿Es real Samantha? ¿Qué es vigilia y qué sueño? ¿Qué es lo real? Nuestros cerebros construyen escenarios sin necesidad de la presencia física de los objetos materiales. En el contacto con las otras cosas que pueblan el universo, las distintas realidades chocan y se dañan, se suman o se destruyen. El equilibrio solo puede formarse a partir de la sumisión al más fuerte o del respeto al otro, al apoyo mutuo. Theodore vive en un videojuego en el que nada malo puede suceder, basta con abrir los ojos y seguir el itinerario, ser un permanente y absoluto mirón. Sin embargo escribir sobre el amor no es lo mismo que amar; así se llega a un punto en el que esa búsqueda incierta de plenitud se necesita compartir con otro ser, porque si no es imposible de entender en su totalidad. Tal vez ese compartir en sí mismo es la base de la felicidad o del bienestar.
Palabras, muchas palabras, imaginación desbordante, pero ningún contacto físico que subraye el acto sensible y lo eleve de categoría. «Enamorarse es una forma de locura socialmente aceptada».
En ese transcurrir de las horas y los días, no solo el calendario se desgrana sino la vida misma, y las palabras dejan de ser suficientes, se quedan pequeñas; y las formas humanas intimidan a la máquina, a Samantha, la aproximan a la humanidad antropomorfa y frágil, eso es un problema. «No me gusta quien soy ahora ni en lo que me estoy convirtiendo» (Samantha).
Sin las ataduras del tiempo y el espacio, la entidad que es el OS1, sin sexo, sin cuerpo, llega más allá de la petulancia y patetismo de los simios a los que sirve; las palabras no le bastan porque entre una y otra existe un universo de posibilidades que le es imprescindible explorar.

1 comentario:

  1. Touché. Una reseña espectacular de la pelicula. Raquel

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