5 nov 2015

La caída

Por Ángel E. Lejarriaga



Albert Camus inició o terminó cinco novelas. La mort heureuse (La muerte feliz) empezada en 1937; la dejó para escribir L'étranger (El extranjero), aparecida en 1942, la primera de las publicadas. La segunda novela editada fue La peste, en 1947. Y la tercera y última que vio la luz fue La chuté (La caída), en 1956. En 1995 su hija Catherine publicó Le premier homme (El primer hombre), también inconclusa. Catherine Camus y su hermano Jean Camus nacieron el 5 de septiembre de 1945, unos meses después de finalizar la Segunda Guerra Mundial. Tener tan ilustre padre la llevó en 1980 a asumir la responsabilidad de gestionar su legado literario, editando varias obras escritas por él o sobre él. El primer hombre tomó forma a partir de los papeles encontrados en un maletín que llevaba Camus el día de su muerte, el 4 de enero de 1960. El accidente se produjo cuando Albert Camus y Michel Gallimard viajaban en un coche ―este último era el conductor― que acabó empotrado en un árbol. Camus tenía 46 años. Tres años antes había recibido el Premio Nobel de Literatura con cuyo dinero había comprado la casa familiar en Lourmarin-Provenza. Jean Paul Sartre lo recibió también en 1964, sin embargo, lo rechazó, argumentando que la cultura debía estar al margen de las instituciones. Michel Gallimard era el sobrino de Gaston Gallimard, el fundador de la famosa editorial Gallimard.

La muerte de Camus posee dos anécdotas interesantes; una la ya citada referente al manuscrito encontrado en su maletín. La otra tiene que ver con una frase suya que pronunció justo el día antes: «No conozco nada más idiota que morir en un accidente de auto». Estas palabras las dijo con respecto al fallecimiento del ciclista Fausto Coppi del que se escribió en la prensa que había muerto en un accidente de tráfico. Luego se descubrió que no había ocurrido así; pero el caso fue que al día siguiente en la carretera de Borgoña, en las proximidades de La Chapelle-Chapigny, se produjo el fatal desenlace. Como decía más arriba, Michel Gallimard conducía el coche a toda velocidad por una poco problemática recta cuando le reventó una rueda; ahí se acabó todo. El diario ABC contó entonces sobre los hechos: «El encontronazo con un árbol fue tan violento que el vehículo se partió en tres pedazos, y Camus fue a parar a los asientos posteriores». Como la suerte no alcanza a todos por igual, solo él resultó muerto de los cuatro ocupantes del coche.

Volviendo a sus novelas, en El extranjero, Camus nos presenta a un personaje indiferente, carente de pasión. Meursault comete un crimen y es juzgado y condenado por ello pero no protesta, no se revela, no se arrepiente, vivir o morir le da igual. La existencia misma está en entredicho. Tampoco se puede esperar mucho más del protagonista, es el producto de dos guerras europeas infernales en las que el individuo como tal había perdido todo su significado. De la matanza había surgido un nuevo hombre, un hombre sin arraigo, gris, sin voluntad. Un hombre sometido al absurdo que constituye su propia existencia; una vida que carece de atractivo para él, donde los valores tradicionales solo le producen apatía.

En La peste, aparecida cinco años después, se incide en lo mismo. El hombre sin Dios y sin moral está perdido. No existe un control sobre nuestras vidas, no hay un sentido. Los acontecimientos nos desbordan por azar. Entonces, ¿cómo vivir? La narración se desarrolla en la ciudad de Oran azotada por la peste bubónica. El Doctor Rieux da fe de su experiencia y nos cuenta cómo pudo sobrevivir, a qué se aferró para no abandonarse a la plaga. La enfermedad aparece inesperadamente, de una manera absurda; en esas estamos, en la existencia como «absurdo» solo superable mediante la valoración de la vida en sí misma, sin interpretaciones ni construcciones simbólicas, tomando la experiencia como recurso vital. Nos salva el Apoyo Mutuo y la libertad individual, enfrentados ambos a la sociedad autoritaria compuesta por individuos pasivos, indolentes e insensibles. La solidaridad flota sobre la obra como el único viento fresco que puede alejar el mal: «En el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio».

La caída, la tercera novela publicada de Albert Camus, incide en la temática habitual del autor, situando al protagonista una vez más en medio del absurdo. Jean Baptiste Clamence cuenta, en un monólogo que dura toda la novela, el camino recorrido a lo largo de su existencia. En un bar, el México City, tiene un encuentro fortuito con un individuo al que hace partícipe de sus recuerdos y su filosofía vital, a partir esa conversación construye el discurso. Se puede decir que de sus tres novelas en esta el ego del narrador tiene un mayor protagonismo, se impone hasta el final, defiende su modo de existir, y lo justifica hasta donde puede.
«El sentimiento del derecho, la satisfacción de tener razón, la alegría de poder estimarse uno mismo, son poderosos resortes para mantenernos en pie y para hacernos avanzar. Si usted priva a los hombres de estas cosas, los transformará en perros rabiosos.»
Clamence es consciente de lo que hace y de lo que reivindica desde lo instintivo, y encuentra en el goce un sentido para continuar existiendo.
«Gozaba de mi propia naturaleza, en eso estriba la felicidad aunque a veces finjamos y condenemos esos placeres bajo la acusación de egoísmo. […] ¿Acaso no amamos suficientemente la vida? ¿Ha observado usted que solo la muerte despierta nuestros sentimientos? […] ¿Sabe por qué somos más justos con los muertos? Con ellos no tenemos obligación alguna. Amamos al muerto porque amamos nuestra emoción, ¡a nosotros mismos en suma! […] El hombre no puede amar sin amarse.»
Pero la contradicción, tan humana, aparece y con ella la culpa. La experiencia no hace más que redundar en ello; entonces comienza a juzgarse.
«Cuando me veía amenazado, no solo me convertía a mi vez en mi juez, sino también en un amo irascible que, al margen de toda ley, quería aplastar al delincuente y arrodillarlo. Después de eso es muy difícil continuar creyéndose con vocación de justicia y el defensor de viudas y huérfanos.»
«A veces yo simulaba tomarme la vida en serio. Pero bien pronto se me manifestaba la frivolidad de la seriedad misma y entonces continuaba desempeñando mi papel lo mejor que podía.»
Clamence tiene la idea de que la existencia gira en torno a un continuo juicio de valor de los otros hacia su persona y su vida. En un primer momento se siente aceptado y admirado, luego todo cambia al percibir la evaluación negativa de los demás. En ese justo instante comienza su «caída» hacia la decadencia y el desarraigo.
«¡Ah, querido amigo, para quien está solo, sin dios y sin amo, el peso de los días es terrible.»

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