14 jun 2016

Leviatán

Por Ángel E. Lejarriaga


En los últimos años he leído una decena de libros de Paul Auster (1947), sin embargo, curiosamente, nunca he comentado ninguno de ellos. No se trata de un Premio Nobel, y tal vez debiera serlo, pero... Dando un rápido repaso a su vida, nació en Nueva Jersey, en los EEUU. Su afición por la lectura comenzó muy pronto ―ya apuntaba maneras― debido a la inmersión en la inmensa biblioteca que un tío suyo poseía. Tal vez debido a esa influencia o porque llevaba el talento en los genes, se dice que empezó a escribir a la edad de 12 años. Su formación académica fue exigente desde el principio, estudió en la Universidad de Columbia, en Nueva York, literatura francesa, inglesa e italiana. A partir de aquí inició un periplo viajero un tanto abrupto en el que se mezclaba la aventura y la necesidad. Como traductor viajó a París en donde vivió un tiempo para evitar ir a la Guerra de Vietnam. En esos primeros años de salida al mundo intentó trabajar en el cine sin éxito, hizo guiones para películas, hizo traducciones de poetas franceses, y, también, escribió poesía. Los diez años siguientes mantuvieron la tónica anterior: borradores de primeras novelas, traducciones, artículos para revistas, entrevistas, teatro, poesía y, por supuesto, se buscó la vida en otros oficios mucho menos intelectuales, por ejemplo, en un petrolero. Después de ese periodo iniciático, comenzaron a aparecer de manera regular sus novelas. Primero lo haría Jugada de presión, en 1982, con el seudónimo de Paul Benjamin. El país de las últimas cosas aparecería en 1987, El Palacio de la Luna en 1989 y La música del azar en 1990. A continuación vería la luz una de sus obras más famosas: La trilogía de Nueva York, 1991. Y en 1992 Leviatán, de la que voy a hablar hoy. A estas seguirían otras tan importantes como las primeras: Mr. Vértigo, 1994; Tombuctú, 1999; El libro de las ilusiones, 2002; La noche del oráculo, 2004; Brooklyn Follies, 2005; Viajes por el Scriptorium, 2006; Un hombre en la oscuridad, 2008; Sunset Park, 2010 y Diario de invierno, 2012.

Si hubiera que definir a Paul Auster con una palabra, esta sería «azar», la clave de toda su obra, la que mejor le representa. Pero el azar no es el único eje dominante, además, analiza con agudeza de sabueso las consecuencias de las decisiones humanas o de esos sucesos que aparentemente nada tienen que ver con nuestras vidas pero que sí la influyen, a veces decisivamente. Si bien es un autor que se lee muy bien, su estructura narrativa es compleja; abundan las digresiones y las historias que viven dentro de otras historias que a su vez pueden surgir de otras. En alguna de sus entrevistas ha hablado de sus influencias, y él lo tiene claro, en lo que respecta a su forma de narrar; Kafka, Beckett y Cervantes han sido sus padres literarios.

Leviatán cuenta la historia de un sujeto extraño, un tal Benjamin Sachs. La novela es un continuo cruce de caminos, buscados y contingentes con las decisiones que toman los personajes. El narrador es precisamente su mejor amigo, Peter Aaron. El drama coexiste con una descripción de la vida americana ciertamente poco halagüeña. Sus páginas están cargadas de un misterio que no se desvelará hasta el final. Desde ese punto de visto se la podría considerar como una novela negra. La novela comienza con intensidad desde la primera página cuando a un individuo le explota una bomba encima, que aparentemente estaba manipulando. Esta impactante noticia se extiende y le llega a Peter Aaron, que adivina de inmediato de quién se trata. El FBI inicia una investigación, y Aaron —sabedor de que darán con él tarde o temprano— decide escribir la biografía de su amigo Ben.

Benjamin Sachs es un tío simpático, algo atormentado, que en su juventud publicó una novela de éxito pero que no tuvo continuidad. En un momento dado de su vida decidió dejar de escribir lo que le convirtió en una especie de leyenda con un aire maldito. La vida de Ben y Peter se encuentran tan entrelazadas que uno no puede ser lo que es sin el otro. Aunque hay un narrador, la historia se cuenta a través de distintas voces por lo que existen diferentes enfoques, por lo que le toca al lector decidir cuál es la verdad con la que se queda, si es que existe una única visión de los hechos. Los valores que subyacen en la narración giran alrededor de la amistad y la lealtad, valores muy en desuso en nuestros días.

El protagonista, Benjamin Sachs, me recuerda mucho a Theodore Kaczynski, popularmente conocido como «Unabomber», un matemático y filósofo norteamericano nacido en 1942 que durante veinte años se dedicó a poner bombas caseras por todo EEUU, denunciando con sus acciones el modelo de sociedad industrial decadente y deshumanizada que está destruyendo al planeta. Desde 1998 cumple cadena perpetua. ¿Por qué me lo recuerda? Por las pautas de funcionamiento de ambos, y por la época en que actúa Kaczynski y en la que actúa Sachs. Los parecidos son enormes; los dos reniegan de la sociedad norteamericana. Los dos desaparecen súbitamente sin dejar rastro. Los dos tratan de combatir al «sistema» de una manera individualista, más que para atacarlo con sus acciones para hacer una denuncia del mismo. No cuento más detalles pero el paralelismo existe. Invito a los lectores a que indaguen el asunto.

La forma en que Paul Auster toca el tema de la guerra que Sachs declara al Estado es muy superficial; desde mi punto de vista, resulta simplista, pero es posible que si lo viera desde la mentalidad norteamericana, el enfoque se ajustara más. En cualquier caso, el personaje, a pesar de estar desajustado, se podría decir que se sitúa en un escenario políticamente correcto, salvando el pequeño detalle de las bombas.

Auster logra sorprenderme cuando dentro de la estructura de la novela aparecen las figuras de Emma Goldman y Alexander Berkman, sobre todo la de este último. Surgen de improviso a través de un manuscrito que encuentra Aaron en el que se narra la biografía de Berkman; Emma Goldman también está en el texto porque sus vidas corrieron paralelas. Paul Auster usa a Berkman como inspirador de la estrategia que luego va a seguir Sachs.

Tanto Emma Goldman como Alexander Berkman fueron dos sacrificados anarquistas que lucharon toda su vida por un mundo más justo. En lo que se refiere a Berkman, se hizo famoso a los veinte años por disparar a Henry Clay Frick, un empresario detestable y sanguinario que contrató a un ejército de mercenarios para romper la huelga del acero, en los EEUU, en 1892. Aunque Berkman no mató a Frick, estuvo recluido en la cárcel durante catorce años. Su estancia en prisión no hundió su ánimo, más bien lo templó; es decir, lo afianzo en sus convicciones combativas y anticapitalistas. Pero, la historia de Berkman no toca hoy, tal vez en otro momento la cuente.

Lo que más le interesa a Paul Auster de Berkman es su determinación y su sentido de la justicia, menospreciando los obstáculos y el precio que, inevitablemente, tiene que pagar; así se cambia la historia. Sachs no se parece a Berkman, no tiene ni su discurso ni su temple agitador pero comparten con él, el arrojo suficiente como para dar su vida por una causa que a priori parece perdida.

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