23 jun 2016

Rock Springs

Por Ángel E. Lejarriaga


Nos encontramos ante el último Premio Princesa de Asturias de Literatura 2016, Richard Ford. Este texto lo inicié antes de ser premiado por lo que no me apunto a las alabanzas mediáticas que siempre se realizan cuando alguien obtiene un galardón. Para mí, Richard Ford, era un autor publicado en Anagrama, sin pena ni gloria, del que solo tenía las referencias que provenían del otro lado del Atlántico, más la recomendación de una persona entendida en literatura anglosajona cuyo exnovio había hecho, ni más ni menos, una tesis doctoral sobre el mismo. Me regaló Rock Springs —de segunda mano, lo cual me encanta— como acto de fe en el escritor de Misisipi. Parecerá un tópico lo que voy a decir, pero el libro me sorprendió, y provocó mi expectación ante alguien que me abría las puertas a un mundo sombrío y real, sin florituras ni artificios. De hecho, di la lata bastante a los que me rodeaban, recomendando su lectura. Parece que el tiempo me ha dado la razón. Me alegro.

Richard Ford nació en 1944 en Jackson, Misisipi, en los gloriosos Estados Unidos de América. Su padre murió joven, cuando él tenía 16 años, y su madre se quedó sin recursos económicos; él entonces era un medio delincuente que robaba coches y se peleaba, entre otras cosas. La situación se les puso difícil, y la madre, como se dice vulgarmente, cortó por lo sano y le mandó a Little Rock, Arkansas, con sus abuelos maternos que regentaban un hotel y no les iba nada mal. Allí cambió radicalmente; él dice que su razón para ese cambio fue que «conoció a las chicas». Fuera por lo que fuera, su vida se «normalizó». Tres años después se les unió su madre y él se puso a trabajar como fogonero en el ferrocarril, en Little Rock, para aportar algo a la economía familiar. Su época de estudiante fue dura pues era disléxico y eso hacía que su aprendizaje fuera lento; es decir, le suponía mucho esfuerzo. Cuando llegó la hora de entrar en la universidad no tenía claro qué estudiar, así que, de primeras, escogió gestión de hoteles; de inmediato descubrió que no era lo suyo, y decidió pasarse a la literatura. Sin embargo, su deambular académico no había terminado, y se matriculó en Derecho. Luego, al mejor estilo de Paul Auster, el azar resolvió su destino y le redirigió hacia el mundo de la escritura. Lo que le sucedió fue bastante novelesco; le robaron los libros de la carrera que tenía en el coche y se quedó consternado, sin dinero para comprar otros nuevos. Le había costado mucho llegar hasta allí y no sabía cómo podía continuar. En esas estaba cuando se le ocurrió que el robo podía ser una señal del destino. Si era así, por qué no hacer explotar su vida del todo, por ejemplo, casándose con la chica con la que salía, Kristina, irse juntos a New York y dedicarse a escribir. Pensado y hecho. Buenas preguntas y buenas respuestas. Así empezó todo.

En 1976, después de numerosas vicisitudes, apareció su primera novela, Un trozo de mi corazón, a la que seguiría en 1981 La última oportunidad. Las ventas fueron irrisorias y decidió dedicarse a otra cosa. A fin de cuentas tenía que vivir y para eso debía ganar dinero como fuera. El periodismo deportivo fue su siguiente objetivo. Comenzó a trabajar en Inside Sports, y en un primer momento le fue bien, pero el azar estaba ahí, esperando resituarle. La revista cerró y se quedó sin trabajo. Lo intentó en otras revistas deportivas y no tuvo éxito. Como no tenía nada mejor que hacer, volvió a la narrativa. Pero ¿por dónde empezar? ¿Qué escribir? Kristina le proporcionó la respuesta: «¿Por qué no escribes de alguien que es feliz?» Supongo que Ford se preguntaría si había alguien feliz en el mundo. ¿Era eso posible? «Una persona feliz es probablemente alguien que ha sido infeliz en el pasado y que intenta ser feliz». Una buena forma de verlo. Así nació El periodista deportivo, 1986. Con esta novela sí obtuvo reconocimiento. La revista Time le hizo buenas críticas, y, por fin, pudo respirar tranquilo, sin sombras. Al año siguiente consiguió la rúbrica de honor a su trabajo con la publicación de Rock Springs. Hay quien le ha relacionado con el «realismo sucio»; a mí no me parece que vaya en esa línea aunque sí es un autor «realista», descarnado, sombrío, pero en la línea de John Kennedy Tool —La biblia de neón— o Paul Auster, autores a los que me recuerda mucho. Después de ese reconocimiento, su carrera ha rodado con facilidad y con felicidad. En 1995 apareció El día de la independencia, con la que consiguió los premios Pulitzer y Faulkner, y Acción de Gracias en 2006. Nombro estas dos obras como las más citadas por la crítica literaria.

¿Qué decir de Rock Spring? Sobre esta colección de relatos se puede hablar mucho. Como ya he citado, se ha hecho una tesis doctoral, tal vez haya más. Está compuesta por diez relatos: Rock Springs, Great Falls, Novios, Niños, Carreras de galgos, Imperio, Letal invierno, Optimistas, Fuegos de artificio y Comunista. Todas las narraciones están ambientadas en Montana, en una región salvaje, fría y poco agradable. Ford sitúa a los personajes en «aglomeraciones de casas» provisionales, muy alejadas de lo que entendemos por confortables. Sus hogares son inhóspitos, y sus vidas también lo son. La soledad lo inunda todo con una soporífera angustia. Vidas que flotan en un caldo primigenio, sórdido, a la deriva, permanentemente al borde de un precipicio del que parece no van a escapar. Ford así lo cree. El cóctel está servido, le faltan unas pizcas de azar, de decisiones erróneas, de pequeñas desgracias que se convierten en grandes desgracias, de desilusión, de desesperanza y de derrotas; todo ello fluyendo en una corriente en la que parece no suceder nada extraordinario. La maldad es normal, la estupidez es normal, el desastre también lo es.

Aunque todas las historias son conmovedoras, por no decir aterradoras, me quedo con tres. Rock Springs presenta a un padre que arrastra a su hija y a su amante como parte de su equipaje, en una huida que no le conduce a ningún sitio en especial, simplemente huye. Su vida es errante, su sentir plano, carente de emociones, no hay apegos. En una hora puede estar muerto, algo que para él es irrelevante; o puede seguir vivo, también lo es. En Great Falls, desde la mirada de un niño —maldita condena la de ser niño—, se esbozan los últimos estertores de un matrimonio fallido, una infidelidad de la que no se habla porque no hay nada que decir, y unas despedidas frías de las que nunca se recuperarán. Con Niños rozamos el horror y la condena de haber sido arrojados al mundo. Tres adolescentes, dos chicos y una chica, juegan a ser adultos, indiferentes a lo que les sucede, a lo que les toca jugar aunque no les corresponda todavía, sin ilusiones, sin posibilidad de escapar del mundo gris en el que están clavados para siempre.

La América profunda que presenta Ford huele mal. No sé si esa ha sido su pretensión pero es así. Su mensaje es claro: No hay futuro. Sus personajes están en la basura y ahí se van a quedar. Lo que cuenta lo hace sin ira, sin apasionamiento, con un rictus de resignación y fatalismo. No hay piedad en su mirada ni en el pulso que impulsa su pluma. Todo un reto para corazones sensibles.


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