Si existiera el infierno en la tierra, Metrópolis podría ser su perfecta representación. La película, un clásico de la historia del cine, fue escrita y dirigida en 1927 por el vienés Fritz Lang; también dirigió, unos años después, la famosa M, el vampiro de Düsseldorf (1931). En la elaboración del guion participó su esposa Thea Von Harbou, autora de la novela del mismo nombre aparecida en 1926. Fritz Lang, en sus memorias, contó que Metrópolis nació del viaje que realizó con su esposa a Estados Unidos en octubre de 1924. Al llegar por la noche a New York Fritz y Thea vieron los rascacielos de la ciudad y se quedaron asombrados. Nada más volver del viaje, Thea comenzó a trabajar en el guion. Sobre esto se ha publicado que en realidad la historia ya estaba bastante definida desde unos meses antes y que la visión de la ciudad de New York iluminada solo fue un espaldarazo al proyecto.
El expresionismo cinematográfico nació a principios del siglo XX en Alemania. Fue una corriente artística que buscaba la expresión de las emociones del autor más que la representación de la realidad objetiva. Enfocaba la creación de un modo pesimista ante el acontecer del momento histórico que vivían, dominado por una modernización que conducía a la miseria a la clase trabajadora, y que permitía acumular mayor riqueza a una clase dominante nacionalista, reaccionaria y autoritaria. También denunciaba la alienación, el aislamiento la masificación en las grandes ciudades. De alguna manera los artistas que asumieron ese movimiento creativo aceptaron el reto de captar los sentimientos más íntimos del ser humano: su angustia existencial.
En este contexto y con esos supuestos teóricos se desarrolla la película. Metrópolis representa a una ciudad futurista, constituida por rascacielos que arañan el cielo, autopistas rebosantes de vehículos y trenes veloces que la circundan a velocidad frenética, que dice mucho de la dinámica social del conjunto urbano. Naturalmente, toda esa apariencia gloriosa, ese canto a la inteligencia humana, oculta una realidad siniestra que se encuentra bajo la superficie: una clase obrera que nace, se reproduce, trabaja y muere, de manera anónima, en un subsuelo oscuro y maloliente.
Fritz Lang introduce el amor como elemento catalizador de las contradicciones del hijo del dueño, Freder, que descubre las condiciones de vida de la masa obrera que trabaja para su padre. Al final, cuando un cóctel compuesto de odio, desesperanza y ansias de un modo de vida justo, explota devastadoramente, arrasándolo todo, surge la contención, la mediación y la reconducción de la revuelta. Hay final feliz, aunque no se lo crea casi nadie, a pesar de los esfuerzos del director.
Han transcurrido muchos años desde 1926. Hoy las sociedades de la modernidad constituyen diversas representaciones; sin embargo, todas poseen el halo maléfico que expele Metrópolis. Todas crean eventos luminosos para exaltar al capitalismo mas disimulan, cuando no niegan, la precariedad, la degradación y la falta de decencia en la que viven las clases más desfavorecidas.
El director de Metrópolis es el dios omnipotente de la película. Proyecta su visión de la vida y de la historia de su tiempo, y en base a esos elementos, construye la trama. Pretende impresionar al observador y mostrarle el horror del mundo moderno pero no se atreve a llegar más lejos, a representar la ceremonia final, el holocausto purificador, el fuego cauterizador que lo arrase todo, que acabe para siempre con unas relaciones de explotación infames que envilecen y esclavizan a la mayor parte de la ciudadanía. Desde luego este no es el final del cuento que nos cuenta Fritz Lang; sin embargo, es una simple cuestión de tiempo, tarde o temprano llegaremos a él.
Cuando algunas personas vemos la película, esperamos que de un momento a otro ese universo demente estalle. Ahora, haciendo un paralelismo en este año 2016, aguardamos a que el sistema en el que vivimos explote también, pero no queremos el final claudicante de Metrópolis, que se repite periódicamente como una maldición de los dioses míticos. Los esclavos no tienen nada que dialogar con sus amos, no tienen nada que negociar con ellos, no hay rendición posible en la batalla pendiente, solo victoria o extinción. Friz Lang se equivocó con su final engañoso, pretendió transmitir esperanza a los desheredados de la tierra, y lo único que consiguió fue inducirles a prorrogar su agonía. La democracia actual representa muy bien ese apretón de manos ilusorio y estéril.
Si cerramos los ojos podemos ver todavía a Metrópolis en pie, con los mismos trenes circulando a toda velocidad, y con los mismos tiranizados, o mejor, con los hijos y los nietos de aquellos esclavos de 1926, sudando sangre para mantener una estructura megalómana a la que llamamos progreso.
El expresionismo cinematográfico nació a principios del siglo XX en Alemania. Fue una corriente artística que buscaba la expresión de las emociones del autor más que la representación de la realidad objetiva. Enfocaba la creación de un modo pesimista ante el acontecer del momento histórico que vivían, dominado por una modernización que conducía a la miseria a la clase trabajadora, y que permitía acumular mayor riqueza a una clase dominante nacionalista, reaccionaria y autoritaria. También denunciaba la alienación, el aislamiento la masificación en las grandes ciudades. De alguna manera los artistas que asumieron ese movimiento creativo aceptaron el reto de captar los sentimientos más íntimos del ser humano: su angustia existencial.
En este contexto y con esos supuestos teóricos se desarrolla la película. Metrópolis representa a una ciudad futurista, constituida por rascacielos que arañan el cielo, autopistas rebosantes de vehículos y trenes veloces que la circundan a velocidad frenética, que dice mucho de la dinámica social del conjunto urbano. Naturalmente, toda esa apariencia gloriosa, ese canto a la inteligencia humana, oculta una realidad siniestra que se encuentra bajo la superficie: una clase obrera que nace, se reproduce, trabaja y muere, de manera anónima, en un subsuelo oscuro y maloliente.
Fritz Lang introduce el amor como elemento catalizador de las contradicciones del hijo del dueño, Freder, que descubre las condiciones de vida de la masa obrera que trabaja para su padre. Al final, cuando un cóctel compuesto de odio, desesperanza y ansias de un modo de vida justo, explota devastadoramente, arrasándolo todo, surge la contención, la mediación y la reconducción de la revuelta. Hay final feliz, aunque no se lo crea casi nadie, a pesar de los esfuerzos del director.
Han transcurrido muchos años desde 1926. Hoy las sociedades de la modernidad constituyen diversas representaciones; sin embargo, todas poseen el halo maléfico que expele Metrópolis. Todas crean eventos luminosos para exaltar al capitalismo mas disimulan, cuando no niegan, la precariedad, la degradación y la falta de decencia en la que viven las clases más desfavorecidas.
El director de Metrópolis es el dios omnipotente de la película. Proyecta su visión de la vida y de la historia de su tiempo, y en base a esos elementos, construye la trama. Pretende impresionar al observador y mostrarle el horror del mundo moderno pero no se atreve a llegar más lejos, a representar la ceremonia final, el holocausto purificador, el fuego cauterizador que lo arrase todo, que acabe para siempre con unas relaciones de explotación infames que envilecen y esclavizan a la mayor parte de la ciudadanía. Desde luego este no es el final del cuento que nos cuenta Fritz Lang; sin embargo, es una simple cuestión de tiempo, tarde o temprano llegaremos a él.
Cuando algunas personas vemos la película, esperamos que de un momento a otro ese universo demente estalle. Ahora, haciendo un paralelismo en este año 2016, aguardamos a que el sistema en el que vivimos explote también, pero no queremos el final claudicante de Metrópolis, que se repite periódicamente como una maldición de los dioses míticos. Los esclavos no tienen nada que dialogar con sus amos, no tienen nada que negociar con ellos, no hay rendición posible en la batalla pendiente, solo victoria o extinción. Friz Lang se equivocó con su final engañoso, pretendió transmitir esperanza a los desheredados de la tierra, y lo único que consiguió fue inducirles a prorrogar su agonía. La democracia actual representa muy bien ese apretón de manos ilusorio y estéril.
Si cerramos los ojos podemos ver todavía a Metrópolis en pie, con los mismos trenes circulando a toda velocidad, y con los mismos tiranizados, o mejor, con los hijos y los nietos de aquellos esclavos de 1926, sudando sangre para mantener una estructura megalómana a la que llamamos progreso.
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